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IX. La travesía Avignon, julio de 1844

Cuando hacía sus maletas para viajar de Saint Étienne a Avignon, a fines de junio de 1844, un desagradable episodio obligó a Flora a cambiar sus planes. Un diario progresista de Lyon, Le Censeur, la acusó de ser una «agente secreta del Gobierno» enviada a recorrer el sur de Francia con la misión de «castrar a los obreros» predicándoles el pacifismo y de informar a la monarquía sobre las actividades del movimiento revolucionario. La página calumniosa incluía un recuadro del director, monsieur Rittiez, exhortando a los trabajadores a redoblar la vigilancia para no caer «en el juego farisaico de los falsos apóstoles». El comité de la Unión Obrera de Lyon le pidió ir personalmente a refutar esos embustes.

Flora, sublevada por la infamia, lo hizo de inmediato. En Lyon la recibió el comité en pleno. En medio de su desazón, fue emocionante volver a ver a Eléonore Blanc, a la que sintió temblar en sus brazos, el rostro bañado por las lágrimas. En el albergue, leyó y releyó las delirantes acusaciones. Según Le Censeur, se descubrió su condición dúplice cuando llegaron a manos del procurador los objetos decomisados por el comisario de Lyon, monsieur Bardoz, en el Hotel de Milan; entre ellos habría aparecido la copia de un informe enviado por Flora Tristán a las autoridades sobre sus encuentros con dirigentes obreros.

La sorpresa y la cólera no le permitieron pegar los ojos, pese al agua de azahar que Eléonore Blanc la obligó a beber a sorbitos, cuando estaba ya acostada. A la mañana siguiente, luego de apurar una taza de té, fue a instalarse en la puerta de Le Censeur, exigiendo ver al director. Pidió a sus compañeros del comité que la dejaran sola, pues si Rittiez la veía acompañada seguramente se negaría a recibida.

Monsieur Rittiez, a quien Flora había conocido de paso en su estancia anterior en Lyon, la hizo esperar cerca de dos horas, en la calle. Cuando la recibió, muy prudente o muy cobarde, estaba rodeado de siete redactores, que permanecieron en el atestado y humoso salón durante toda la entrevista, apoyando a su patrón de una manera tan servil que Flora sintió náuseas. ¡Y estos pobres diablos eran las plumas del diario progresista de Lyon!

¿Creía Rittiez, aprovechado ex alumno de los jesuitas que se escurría como una anguila de las preguntas de Flora sobre aquellas informaciones mentirosas, que la iban a intimidar esos siete varones con aires de matarifes? Tuvo ganas de decide, de entrada, que once años atrás, cuando era una inexperta mujercita de treinta años, había pasado cinco meses en un barco, sola con. diecinueve hombres, sin sentirse cohibida por tantos pantalones, de manera que ahora, a sus cuarenta y uno, y con la experiencia adquirida, esos siete sirvientes intelectuales, cobardes y calumniadores, en lugar de asustada la llenaban de bríos.

El señor Rittiez, en vez de responder a sus protestas «‹¿De dónde ha salido la monstruosa mentira de que soy una espía?» «¿Dónde está la supuesta prueba encontrada en mis papeles por ese comisario Bardoz, si yo tengo la lista, firmada por él, de todo lo que me fue decomisado y luego devuelto por la policía y en ella no figura nada de eso?» «¿Cómo osa su diario calumniar de ese modo a quien dedica toda su energía a luchar por los obreros?»), se limitaba, una y otra vez, a repetir como un loro, accionando igual que si estuviera en el Parlamento: «Yo no calumnio. Yo combato sus ideas, porque el pacifismo desarma a los obreros y retrasa la revolución, señora». Y, de tanto en tanto, le reprochaba otra mentira: ser falansteriana y, como tal, predicar una colaboración entre patrones y obreros que sólo servía a los intereses del capital.

Las dos horas de absurda discusión -un diálogo de sordos-las recordarías, luego, Florita, como el más deprimente episodio de toda tu gira por el interior de Francia. Era muy simple. Rittiez y su corte de plumíferos no habían sido sorprendidos ni engañados, ellos habían cocinado la falsa información. Acaso por envidia, debido al éxito que tuviste en Lyon, o porque desprestigiarte con la acusación de ser espía era la mejor manera de liquidar tus ideas revolucionarias, de las que ellos disentían. ¿O su odio se debía a que eras mujer? Les resultaba intolerable que una hembra hiciera esta labor redentora, para ellos sólo cosa de machos. Y cometían semejante vileza quienes se llamaban progresistas, republicanos, revolucionarios. En las dos horas de discusión, Flora no consiguió que monsieur Rittiez le dijera de dónde había salido la especie que Le Censeur difundió. Harta, partió, dando un portazo y amenazando con entablar al diario un proceso por libelo. Pero el comité de la Unión Obrera la disuadió: Le Censeur, diario de oposición al régimen monárquico, tenía prestigio y un proceso judicial en su contra perjudicaría al movimiento popular. Preferible contrarrestar la falsa información con desmentidos públicos.

Así lo hizo los días siguientes, dando charlas en talleres y asociaciones, y visitando todos los otros diarios, hasta conseguir que al menos dos de ellos publicaran sus cartas de rectificación. Eléonore no se separó de ella un instante, prodigándole unas muestras de cariño y devoción que a Flora la conmovían. Qué suerte haber conocido a una muchacha así, qué fortuna que la Unión Obrera contara en Lyon con una mujercita tan idealista y tan resuelta.

La agitación y los disgustos contribuyeron a debilitar su organismo. Desde el segundo día de su regreso a Lyon, comenzó a sentirse afiebrada, con temblores en el cuerpo y una descomposición de estómago que la fatigaba enormemente. Pero, no por eso amainó su actividad frenética. Por doquier acusaba a Rittiez de sembrar la discordia en el movimiento popular desde su periódico.

En las noches, la desvelaba la fiebre. Era curioso. Te sentías, luego de once años, como en aquellos cinco meses en Le Mexicano, cuando, en la nave que comandaba el capitán Zacarías Chabrié, cruzaste el Atlántico, y, luego del cabo de Hornos, remontaste el Pacífico, rumbo al Perú, al encuentro de tus parientes paternos, con la esperanza de que, además de recibirte con los brazos abiertos y darte un nuevo hogar, te entregaran el quinto de la herencia de tu padre. Así se resolverían todos tus problemas económicos, saldrías de la pobreza, podrías educar a tus hijos y tener una existencia tranquila, a salvo de necesidades y de riesgos, sin temor de caer en las garras de André Chazal. De esos cinco meses en altamar, en el minúsculo camarote donde apenas podías estirar los brazos, rodeada de diecinueve hombres -marineros, oficiales, cocinero, grumete, armador y cuatro pasajeros-, recordabas ese atroz mareo que, como ahora en Lyon los cólicos estomacales, te succionaba la energía, el equilibrio, el orden mental, y te sumía en la confusión y la inseguridad. Vivías ahora como entonces, segura de que en cualquier momento te desplomarías, incapaz de mantenerte erguida, de moverte a compás con los asimétricos balanceos del suelo que pisabas.

Zacarías Chabrié se portó como el perfecto caballero bretón que Flora había intuido en él la noche que lo conoció, en aquella pensión parisina. Extremaba las atenciones, llevándole él mismo al camarote esas infusiones que supuestamente controlaban las arcadas, e hizo que le armaran un pequeño lecho en cubierta, junto a las jaulas de las gallinas y las cajas con verduras, porque al aire libre el mareo se atenuaba y Flora tenía intervalos de paz. No sólo el capitán Chabrié multiplicó las atenciones hacia ella. También el segundo de a bordo, Louis Briet, otro bretón. Y hasta el armador Alfred David, que posaba de cínico y emitía opiniones ferozmente negativas sobre el género humano y augurios catastrofistas, con ella se dulcificaba y se mostraba servicial y simpático. Todos en el barco, desde el capitán hasta el grumete, desde los pasajeros peruanos hasta el cocinero provenzal, hicieron lo imposible para que la travesía te resultara grata, pese al martirio del mareo.

Pero nada salió en aquel viaje como esperabas, Florita. No te arrepentías de haberlo hecho, al contrario. Eras ahora lo que eras, una luchadora por el bienestar de la humanidad, gracias a aquella experiencia. Te abrió los ojos sobre un mundo cuya crueldad y maldad, cuya miseria y dolor, eran infinitamente peores de lo que hubieras podido imaginar. Y tú que, por tus pequeñas miserias conyugales, creías haber tocado el fondo del infortunio.

A los veinticinco días de navegación, Le Mexicano se refugió en la bahía de La Praia, en la isla de Cabo Verde, para calafatear la sentina, que mostraba filtraciones. y a ti, Florita, que habías sentido tanta dicha al saber que pasarías unos días en tierra firme sin que todo se moviera bajo tus pies, en La Praia te fue todavía peor que con el mareo. En esa localidad de cuatro mil habitantes viste la cara real, espantosa, indescriptible, de una institución que apenas conocías de oídas: la esclavitud. Siempre recordarías aquella imagen con que te recibió la placita de armas de La Praia, a la que los recién llegados en Le Mexicano arribaron luego de cruzar una tierra negra, rocallosa, y escalar el alto farallón a cuyas orillas se desplegaba la ciudad: dos soldados sudorosos, entre juramentos, azotaban a dos negros desnudos, atados a un poste, entre nubes de moscas, bajo un sol de plomo. Las dos espaldas sanguinolentas y los rugidos de los azotados, te clavaron en el sitio. Te apoyaste en el brazo de Alfred David:

– ¿Qué hacen ésos?

– Azotan a dos esclavos que habrán robado, o algo peor -le explicó el armador, con gesto displicente-. Los amos fijan el castigo y dan unas propinas a los soldados para que lo ejecuten. Dar latigazos en este calor es terrible. ¡Pobres negreros!

Todos los blancos y mestizos de La Praia se ganaban la vida cazando, comprando y vendiendo esclavos. La trata era la única industria de esta colonia portuguesa donde todo lo que Flora vio y oyó, y todas las gentes que conoció en los diez días que demoró calafatear las bodegas de Le Mexicano, le produjeron conmiseración, espanto, cólera, horror. Nunca olvidarías a la viuda Watrin, alta y obesa matrona color café con leche, cuya casa estaba llena de grabados de su admirado Napoleón y de los generales del Imperio, que, luego de convidarte una taza de chocolate con pastas, te mostró orgullosa el adorno más original de su sala de estar: dos fetos negros, flotando en unas peceras llenas de formol.

El terrateniente principal de la isla era un francés de Bayona, monsieur Tappe, antiguo seminarista que, enviado por su orden a realizar trabajo apostólico en las misiones africanas, desertó, para dedicarse a la tarea, menos espiritual, más productiva, de la trata de negros. Era un cincuentón rollizo y congestionado, de cuello de toro, venas salientes y unos ojos libidinosos que se posaron con tanta desfachatez en los pechos y el cuello de Flora que ella estuvo a punto de abofeteado. Pero, no lo hizo, escuchándolo fascinada despotricar de los malditos ingleses que, con sus estúpidos prejuicios puritanos contra la trata, estaban «arruinando el negocio» y llevando a los negreros a la ruina. Tappe vino a comer con ellos en Le Mexicano, trayéndoles de regalo botijas de vino y latas de conserva. Flora sintió arcadas viendo la voracidad con que el negrero se embutía a mordiscos las piernas de cordero y el asado de carne, entre largos tragos de vino que lo hacían eructar. Tenía en la actualidad veintiocho negros, veintiocho negras y treinta y siete negritos, que, decía, gracias «a don Valentín» -el látigo que llevaba enrollado en la cintura- «se portaban bien». Ya borracho, les confesó que, debido al temor de que sus sirvientes lo envenenaran, se había casado con una de sus negras, a la que le hizo tres hijos «que salieron como el carbón». A su mujer le hacía probar todas las comidas y bebidas por si los esclavos intentaban envenenarlo.

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