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Otro personaje que quedaría grabado en la memoria de Flora fue el desdentado capitán Brandisco, un veneciano, cuya goleta estaba anclada en la bahía de La Praia junto a Le Mexicano. Los invitó a cenar en su barco y los recibió vestido como figurante de opereta cómica: sombrero de plumas de pavo real, botas de mosquetero, un apretado pantalón de terciopelo rojo y una camisola tornasolada con pedrerías que destellaban. Les mostró un baúl de sartas de vidrio, que, se jactó, cambiaba por negros en las aldeas africanas. Su odio al inglés era peor que el del ex seminarista Tappe. Al veneciano, los ingleses lo sorprendieron en altamar con un barco lleno de esclavos y le confiscaron la nave, los esclavos, todo lo que tenía a bordo, y lo encerraron por dos años en una prisión, donde contrajo una piorrea que lo dejó sin dentadura. A los postres, Brandisco intentó venderle a Flora a un negrito muy despierto, de quince años, para que fuera «su paje». A fin de convencerla de lo sano que era el muchachito, ordenó al adolescente que se sacara el taparrabos, y él, al instante, les mostró sonriendo sus vergüenzas.

Sólo tres veces bajó Flora de Le Mexicano para visitar La Praia, y, las tres, vio en la candente placita a soldados de la guarnición colonial azotando esclavos por cuenta de sus dueños. El espectáculo la entristecía y enfurecía tanto que decidió no sufrido más. Y anunció a Chabrié que permanecería en el barco hasta el día de la partida.

Fue la primera gran lección de ese viaje, Florita. Los horrores de la esclavitud, injusticia suprema en este mundo de injusticias que había que cambiar, para volverlo humano. Y, sin embargo, en el libro que publicaste en 1838, Peregrinaciones de una paria, contando aquel viaje al Perú, en el relato de tu paso por La Praia incluías aquellas frases sobre «el olor a negro, que no puede compararse con nada, que da náuseas y que persigue por todas partes» de las que nunca te arrepentirías bastante. ¡Olor a negro! Cuánto habías lamentado después esa imbecilidad frívola, que repetía un lugar común de los esnobs parisinos. No era el «olor a negro» lo repugnante en aquella isla, sino el olor a la miseria y la crueldad, al destino de esos africanos al que los mercaderes europeos habían, convertido en productos comerciales. Pese a todo lo que habías aprendido en materia de injusticia, todavía eras una ignorante cuando escribiste las Peregrinaciones de una paria.

El último día en Lyon fue el más atareado de los cuatro. Se levantó con fuertes cólicos, pero a Eléonore, que le aconsejaba quedarse en cama, le respondió: «A una persona como yo no le está permitido enfermarse». Medio arrastrándose, fue a la reunión que el comité de la Unión Obrera le tenía organizado en un taller con una treintena de sastres y cortadores de paños. Eran todos comunistas icarianos, y tenían como su biblia (aunque muchos sólo lo conocían de oídas pues eran iletrados) el último libro de Étienne Cabet, publicado en 1840: Viaje por Icaria. En él, el antiguo carbonario, con el subterfugio de relatar las supuestas aventuras de un aristócrata inglés, Lord Carisdall, en un fabuloso país igualitario sin bares ni cafés ni prostitutas ni mendigos -¡pero con baños en las calles!-, ilustraba sus teorías sobre la futura sociedad comunista, donde, mediante los impuestos progresivos a la renta y a la herencia, se lograría la igualdad -económica, se aboliría el dinero, el comercio y se establecería la propiedad colectiva. Sastres y cortadores estaban dispuestos a viajar al África o América, como lo hizo Robert Owen, a constituir allá la sociedad perfecta de Étienne Cabet, y cotizaban para la adquisición de tierras en ese nuevo mundo. Se mostraron poco entusiasmados con el proyecto de Unión Obrera universal, que, comparado con su paraíso icariano, donde río había pobres, ni clases sociales, ni ociosos, ni servicio doméstico, ni propiedad privada, donde todos los bienes eran comunes y el Estado, «el soberano lean›, alimentaba, vestía, educaba y entretenía a todos los ciudadanos, les parecía una alternativa mediocre. Flora, a modo de despedida, ironizó: era egoísta querer ir a refugiarse en un Edén particular dando la espalda al resto del mundo, y muy ingenuo creer al pie de la letra lo que decía Viaje por Icaria, un libro que no era científico ni filosófico, ¡nada más que una fantasía literaria! ¿Quién, con dos dedos de sensatez en la mollera, iba a tomar una novela como un libro doctrinario y una guía para la revolución? ¿Y qué clase de revolución era esa del señor Cabet que tenía a la familia por sagrada y conservaba la institución del matrimonio, compraventa disimulada de las mujeres a sus maridos?

La mala impresión que tuvo con los sastres quedó borrada en la cena de despedida que le organizó el comité de la Unión Obrera, en una asociación de tejedores. Colmaron el vasto local más de trescientos obreros y obreras, que, en el curso de la velada, la ovacionaron varias veces, y entonaron La Marsellesa del trabajador, compuesta por un zapatero. Los oradores dijeron que las calumnias de Le Censeur habían servido para prestigiar más la obra que Flora Tristán realizaba, y mostrar las envidias que despertaba en los fracasados. Se sintió tan conmovida con este homenaje que, les dijo, valía la pena ser insultada por los Rittiez de este mundo si el premio era una noche así. Esta sala archirrepleta probaba que la Unión Obrera era imparable.

Eléonore y los demás miembros del comité la despidieron, a las tres de la madrugada, en el embarcadero. Las doce horas en el barquito sobre el Ródano, contemplando las orillas coronadas de montañas, en cuyas cumbres con cipreses vio despuntar el amanecer mientras se deslizaban hacia Avignon, volvieron a traerle a la memoria las imágenes de aquella travesía en Le Mexicano, desde Cabo Verde hasta las costas de América del Sur. Cuatro meses sin pisar tierra, viendo sólo el mar y el cielo y a sus diecinueve compañeros, en esa prisión flotante que la tenía, un día sí y otro también, descompuesta con el mareo. Lo peor fue el cruce de la línea ecuatorial, entre tormentas diluviales que sacudían la nave y la hacían crujir y chirriar como si fuera a desintegrarse, y obligaban a marinos y pasajeros a andar amarrados a las barras y anillos de la cubierta para que no los arrebataran las olas.

¿Se habían enamorado de ti los diecinueve varones de Le Mexicano, Florita? Probablemente. Lo seguro era que todos te deseaban, y que, en ese encierro forzado, tener cerca a una mujercita de grandes ojos negros, largos cabellos andaluces, cintura de maniquí y gestos graciosos, los desasosegaba y enloquecía. Estabas segura de que no sólo el adolescente grumete, también algunos marineros, imaginándote, se gratificaban a escondidas con las suciedades que le habías descubierto en Burdeos a Ismaelillo, el Eunuco Divino. Todos te deseaban, sí, por ese encierro y privaciones que realzaban tus encantos, aunque ninguno te llegara jamás a faltar el respeto, y sólo el capitán Zacarías Chabrié te declarara formalmente su amor.

Ocurrió en La Praia, una de esas tardes en que todos desembarcaban, menos Flora, por no ver azotar a los esclavos. Chabrié se quedaba acompañándola. Era agradable conversar con el educado bretón, en la proa del barco, viendo ponerse el sol en una fiesta de colores allá en el horizonte. Amenguaba el ardiente calor, corría una brisa tibia y el cielo fosforecía. Algo grueso, atildado, las buenas maneras y la exquisita cortesía de este tenor frustrado que no llegaba a la cuarentena, lo mejoraban físicamente, hasta lo hacían aparecer por momentos apuesto. Pese al disgusto que te provocaba el sexo, no podías dejar de coquetear con el marino, divertida con las emociones que suscitaba en él verte reír a boca llena, o contestarle con una ocurrencia chispeante, pestañeando, exagerando el aleteo de las manos, o estirando una pierna bajo la falda hasta dejar entrever la finura de tu tobillo. Chabrié se ruborizaba, feliz, y, a veces, para entretenerte, entonaba una romanza, un aria de Rossini o un vals vienés, con potente y armoniosa voz. Pero, aquella tarde, alentado tal vez por la munificencia del crepúsculo, o porque tus gracias fueron más lejos-que de costumbre, el caballeroso bretón no pudo contenerse, y asiendo con delicadeza una de tus manos entre las suyas, se la llevó a los labios, murmurando:

– Perdone mi atrevimiento, mademoiselle. Pero, no puedo resistir más, debo decírselo: yo la amo.

La larga y temblorosa declaración de amor transpiraba sinceridad y decencia, cortesía, buena crianza. Tú lo escuchabas desconcertada. ¿Existían, pues, hombres así? Correctos, sensibles, delicados, convencidos de que la mujer debía ser tratada con el pétalo de una flor, como en las novelitas románticas. El marino estaba trémulo, tan avergonzado de su atrevimiento que, compadecida, aunque sin aceptar formalmente su amor, le diste esperanzas. Grave error, Florita. Estabas impresionada con su hombría de bien, con la pureza de sus intenciones, y le dijiste que siempre lo querrías como al mejor de los amigos. En un rapto que te traería luego problemas, tomaste entre tus manos la enrojecida cara de Chabrié, y lo besaste en la frente. El capitán de Le Mexicano, santiguándose, agradeció a Dios haber hecho de él en ese instante el ser más bienaventurado de la Tierra.

¿ Te habías arrepentido, Florita, en estos once años de haber jugado en aquel viaje con los sentimientos del buen Zacarías Chabrié? Se lo preguntaba, mientras el barquito sobre el Ródano se aproximaba a Avignon. Como otras veces, se respondió: «No». No te arrepentías de esos juegos, coqueterías y mentiras que habían tenido a Chabrié en ascuas, durante la travesía hasta Valparaíso, creyendo que hacía progresos, que en cualquier momento mademoiselle Flora Tristán le daría el sí.definitivo. Habías jugado con él sin el menor escrúpulo, alentándolo con tus ambiguas respuestas yesos estudiados abandonos en que permitías a veces al marino, cuando iba a visitarte al camarote en un momento de sosiego en el mar, que te besara las manos, o cuando, de pronto, en un transporte emotivo, para que siguiera contándote su vida -sus viajes, sus ilusiones de joven en Lorient de ser cantante de ópera, la decepción que tuvo con la única mujer que quiso en su vida antes de conocerte-, le permitías descansar su cabeza en tus rodillas y le acariciabas los ralísimos cabellos. Alguna vez, incluso, dejaste que los labios de Chabrié rozaran los tuyos. ¿No te arrepentías? «No.»

El bretón creyó a pie juntillas que Flora era una madre soltera, cuando ella le dio una explicación sobre la mentira que le había pedido fingir el día del embarque en Burdeos. Pensó que, al cumplido católico que era el marino, lo escandalizaría saber que Flora había tenido una hija fuera del matrimonio. Pero, por el contrario, conocer «su desgracia», alentó a Chabrié a proponerle que se casaran. Adoptaría a la niña y se irían a vivir lejos de Francia, donde nadie pudiera recordar a Florita la villanía del hombre que mancilló su juventud: Lima, California, México, la mismísima India si ella lo prefería. Aunque nunca sentiste amor por él, lo cierto era, ¿no, Florita?, que alguna vez te tentó la idea de aceptar su oferta. Se casarían, se instalarían en un lugar alejado y exótico, donde nadie te conociera ni pudiera acusarte de bígama. Allí llevarías una existencia tranquila y burguesa, sin miedo y sin hambre, bajo la protección de un caballero intachable. ¿Lo hubieras soportado, Andaluza? Por supuesto que no.

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