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XV. La batalla de Cangalla Nimes, agosto de 1844

En el sofocante cuartito del Hotel du Gard, de Nimes, que olía a viejo ya orines de gato, donde, del 5 al 12 de agosto de 1844 pasó seis días y seis noches de espanto, los peores de toda su gira, Flora tuvo casi a diario una angustiosa pesadilla. Desde los púlpitos, los curas de la ciudad amotinaban contra ella a esa masa fanatizada que atestaba las iglesias, la que salía a buscada por las calles de Nimes para linchada. Temblando, se escondía en vestíbulos, zaguanes, en rincones oscuros; desde su precario refugio sentía y divisaba a la muchedumbre desenfrenada en pos de la impía revolucionaria para vengar a Cristo Rey. Cuando la descubrían y se abalanzaban sobre ella con las caras desfiguradas por el odio, se despertaba, empapada de sudor y paralizada de miedo, oliendo a incienso.

Desde el primer día, en Nimes todo le salió mal. El Hotel du Gard era sucio e inhóspito y la comida malísima. (Tú, Florita, que nunca habías dado importancia a los alimentos, ahora te descubrías soñando con una buena mesa casera, de sopa espesa, huevos frescos y mantequilla recién batida.) Los cólicos, las diarreas y los dolores a la matriz, unidos al calor insoportable, tornaban cada jornada un calvario, agravado por la sensación de que este sacrificio sería inútil, porque en esta gigantesca sacristía no encontrarías un solo obrero inteligente que sirviera de piedra miliar a la Unión Obrera.

Encontró uno, en verdad, pero no era de Nimes, sino -¡naturalmente!- de Lyon. El único, entre los cuarenta mil obreros de este emporio de tejidos de chales de seda, lana y algodón, que, en las cuatro reuniones que consiguió organizar con la ayuda remolona del par de médicos que le habían recomendado como filántropos, modernos y fourieristas -los doctores Pleindoux y De Castelnaud-, no le pareció totalmente atontado por las doctrinas estupefacientes de los curas que los obreros nimenses se tragaban sin el menor empacho. Creías haber visto y oído todo en materia de imbecilidad, Andaluza, pero Nimes te enseñó que la frontera podía alargarse indefinidamente. El día que, en una reunión, escuchó decir a un mecánico: «Los ricos son necesarios, pues gracias a ellos hay pobres en el mundo, que nos iremos al cielo, en tanto que ellos no», le vino primero una carcajada, después un vahído. Que los púlpitos hubieran convencido a los obreros de que era bueno ser explotados porque así entrarían al Paraíso, la desmoralizó de tal modo que estuvo mucho rato muda, sin ánimos ni siquiera para indignarse.

Sólo durante aquella farsa tragicómica, la batalla de Cangallo, en la última etapa de su estancia en Arequipa, diez años atrás, había visto tanta idiotez y confusión acumuladas, como aquí en Nlmes. Con una diferencia, Florita. Hace dos lustros, cuando, en las afueras de Arequipa, gamarristas y orbegosistas perpetraban esa pantomima con sangre y muertos, tú, espectadora privilegiada, estudiabas aquello con emoción, tristeza, ironía, compasión, tratando de entender por qué esos indios, zambos, mestizos, arrastrados a una guerra civil sin principios, ni ideas, ni moral, cruda exposición de las ambiciones de los caudillos, se prestaban a ser carne de cañón, instrumento de luchas de facciones que no tenían nada que ver con su suerte. Aquí, en cambio, ante la muralla de prejuicios religiosos y de estulticia que cerraba todas las puertas a la prédica de la revolución pacífica, reaccionabas de una manera amarga, pasional, dejando que la cólera te nublara la inteligencia.

¿El malestar físico te volvía tan impaciente? ¿ Te provocaba semejante depresión la fatiga de estos meses viviendo a salto de mata, en pensiones y albergues mediocres o de mala muerte como el Hotel du Gard? Las pesadillas nocturnas en que los curas de Nimes te hacían linchar por el populacho, te tenían exhausta. Preferible el desvelo a la pesadilla. Se pasaba buena parte de las noches con la ventana abierta, tramando apocalipsis contra los sacerdotes nimenses. «Si llegas al poder, harás un escarmiento terrible, Florita. Los meterás en ese coliseo romano del que están tan orgullosos, y que allí los devoren los mismos obreros a los que sus sermones han vuelto unas bestias crueles.» Imaginar esas maldades terminaba por quitarle el mal humor, la hacía reírse como una chiquilla, y, entonces, solía regresar a Arequipa.

¿Y si todas las batallas fueran tan disparatadas como la que te tocó presenciar en la Ciudad Blanca? Un caos humano que, luego, los historiadores, para satisfacer el patriotismo nacional, volvían coherentes manifestaciones del idealismo, el valor, la generosidad, los principios, borrando todo lo que hubo en ellas de miedo, estupidez, avidez, egoísmo, crueldad e ignorancia de los más, sacrificados de manera inmisericorde por la ambición, la codicia o el fanatismo de los menos. Era posible que dentro de cien años aquella mojiganga, aquella fiesta de las burlas que fue la batalla de Cangallo, figurara en los libros de historia que leerían los peruanos como una página ejemplar del pasado patrio en el que la heroica Arequipa, defensora del presidente elegido, el general Orbegoso, se batía gallardamente contra las fuerzas sublevadas del general Gamarra que, luego de acciones tan sangrientas como bravas, conseguían derrotarla (para resultar victoriosa días después, mágicamente). Sí, Florita: la historia vivida era un mamarracho cruel, y, la escrita, un laberinto de embelecos patrioteros.

Se demoraron tanto en llegar a Arequipa las tropas gamarristas del general San Román, que el ejército orbegosista, presidido por el general Nieto y el deán Valdivia, y cuyo jefe de Estado Mayor era su primo Clemente Althaus, se había poco menos que olvidado de ellas. Tanto que en de abril de 1834, el general Nieto dio permiso a sus soldados para que fueran a la ciudad a emborracharse. En la casa de la familia Tristán, en la calle Santo Domingo, Florita oyó, toda la noche, el revuelo de cantos, bailes y gritos con que, en todas las chicherías de la ciudad, los soldados celebraban su noche franca bebiendo chicha y comiendo picantes. Charangos y guitarras atronaban los barrios. Al día siguiente, a lo lejos, por el perfil de los cerros, en el aire limpísimo del horizonte encuadrado por los volcanes, asomaron los soldados del general San Román. Protegida del sol con una sombrilla roja y armada de un largavista, Florita los vio aparecer y, lentísima mancha de hormigas, irse acercando. Mientras, en medio de gran algarabía, en las habitaciones de la casa, su tío don Pío, su prima Carmen, su tía Joaquina y demás parientes -tías, primas, tíos, primos, validos y frailes- se afanaban haciendo bolsas y paquetes con las joyas, dineros, vestidos y objetos más valiosos, para ir a refugiarse, como toda la sociedad arequipeña, a los monasterios, conventos e iglesias. A media-mañana, cuando una gran polvareda le había ocultado por completo la visión de los soldados del general San Román, Flora vio aparecer a caballo, sudando, armado de pies a cabeza, a Clemente Althaus. El coronel se había escapado un momento del campamento para prevenidos:

– Todos nuestros hombres están borrachos, incluso los oficiales, por la estúpida idea de Nieto de darles la noche libre -bramó de cólera-. Si San Román ataca ahora, estamos perdidos. Métanse al convento de Santo Domingo, sin pérdida de tiempo.

Y, blasfemando en alemán, partió, a galope tendido. Pese a que tías y primas la urgían a seguidas, Florita permaneció en la azotea de la mansión, con los varones. Se trasladarían al vecino Santo Domingo cuando la batalla comenzara. A las siete de la noche estallaron las primeras cargas de mosquetería. El tiroteo continuó, esporádico, lejano, sin acercarse a la ciudad, por varias horas. A eso de las nueve, apareció un solitario ordenanza por la calle Santo Domingo. Era un enviado del general Nieto a su mujer, pidiéndole que corriera al convento más cercano; las cosas no iban bien. Don Pío Tristán le hizo dar de comer y de beber, mientras el ordenanza les relataba lo sucedido. Jadeante de fatiga, hablaba a la vez que se atragantaba de refrescos y comida. El batallón cuadrado de San Román fue el primero en atacar. Llegaron al encuentro los dragones del general Nieto, que consiguieron contenerlo. La lucha estuvo equilibrada hasta que, con las primeras sombras, la artillería del coronel Morán equivocó el blanco, y, en vez de apuntar a los gamarristas, lanzó sus andanadas de fuego y metralla contra los propios dragones, entre los que hizo destrozos. Aún se desconocía el desenlace, pero el triunfo de San Román ya no era imposible. Previendo una invasión de la ciudad por las tropas enemigas, convenía que «los señores se escondieran». ¿Recordabas la espantada general que estas noticias produjeron, Florita? Minutos después, tíos y primos, seguidos por esclavos cargados de alfombras, bolsas de alimentos y ropa, y, muchos, con bacinicas de plata, loza o porcelana en las manos, desfilaban hacia el convento y la iglesia de Santo Domingo, luego de- trancar las puertas con tablones. La noticia había corrido como la pólvora, porque, en su marcha hacia el refugio, Florita reconoció a otras familias de la ciudad, corriendo despavoridas a los lugares sagrados. Llevaban en los brazos todas las riquezas y lujos que les cabían en ellos para ponerlos a salvo de la codicia del vencedor.

En la iglesia y el convento de Santo Domingo reinaba indescriptible desorden. Las familias arequipeñas hacinadas en pasillos, zaguanes, naves, claustros, celdas, con sus niños y esclavos tirados por los suelos, apenas podían moverse. Había nauseabundos olores a orines y excrementos y un griterío enloquecedor. Las escenas de pánico se mezclaban con los rezos y salmos que entonaban algunos grupos, en tanto que los monjes, saltando de un lugar a otro, trataban en vano de poner orden. Don Pío y su familia, dados su rango y fortuna, tuvieron el privilegio de ocupar el despacho del prior; allí, la vasta parentela, pese a la estrechez del recinto, podía al menos moverse por turnos. El tiroteo cesó en la noche, recrudeció al alba, y, poco después, calló del todo. Cuando don Pío decidió ir a ver qué ocurría, Flora lo siguió. La calle estaba desierta. La casa de los Tristán no había sido invadida. Desde la azotea, con su largavista, Flora vio a la distancia, en una mañana de cielo limpio y una brisa fresca que había despejado la humareda de la pólvora, siluetas militares que se abrazaban. ¿Qué ocurría? Lo supieron poco después, cuando llegó al galope por la calle Santo Domingo, tiznado de pies a cabeza, con rasguños en las manos y los rubios cabellos blancos de tierra, el coronel Althaus.

– El general Nieto es todavía más bruto que sus oficiales y soldados -rugió, sacudiéndose a manazos el uniforme-. Ha aceptado la tregua que pidió San Román, cuando podíamos rematado.

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