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El fuego de artillería del coronel Morán, además de causar bajas a los propios dragones -entre treinta y cuarenta muertos, calculaba Althaus-, bombardeó el campamento de las rabonas confundiéndolas con gamarristas; sus cañones habían pulverizado y lisiado vaya usted a saber a cuántas de esas mujeres, insustituibles para el auxilio y aprovisionamiento de la tropa. Pese a ello, luego de varias cargas a la bayoneta, los soldados de Nieto, enardecidos por el ejemplo del deán Valdivia y el propio Althaus, hicieron retroceder al ejército de San Román. Entonces, en vez de acceder a lo que el cura y el alemán le pedían -perseguirlos y aniquilados-, Nieto aceptó la tregua que reclamaba el enemigo. Se reunió con San Román, se abrazaron y lloraron, besaron juntos una bandera peruana, y, luego de que el gamarrista le prometiera que reconocería a Orbegoso como presidente del Perú, el imbécil de Nieto le estaba enviando ahora alimentos y bebidas para sus hambrientos soldados. El deán Valdivia y Althaus le aseguraron que era una estratagema del adversario para ganar tiempo y reordenar sus fuerzas. ¡Era insensato aceptar la tregua! Nieto fue inflexible: San Román era un caballero; reconocería a Orbegoso como Jefe de Estado y de este modo se reconciliaría la familia peruana.

Althaus pidió a don Pío que, unido a otros notables de Arequipa, destituyera a Nieto, asumiera el mando militar y ordenara el reinicio de las hostilidades. El tío de Flora palideció como un cadáver. Juró que se sentía enfermo y fue a meterse en cama. «Lo único que le preocupa a este viejo avaro es su dinero», masculló Althaus. Florita pidió a su primo que, puesto que había cesado la guerra, la llevara al campamento. El alemán, después de dudar un momento, asintió. La subió a la grupa de su caballo. Todo el contorno estaba en ruinas. Chacras y viviendas habían sido saqueadas antes de ser ocupadas por las rabonas y convertidas en refugios o enfermerías. Mujeres ensangrentadas, a medio vendar, cocinaban en improvisados fogones, en tanto que los soldados heridos permanecían tumbados en el suelo, sin atención alguna, gimiendo, mientras que otros dormían a pierna suelta la fatiga del combate. Gran cantidad de perros merodeaban por el lugar, olisqueando los cadáveres bajo nubes de buitres. Cuando, en el puesto de mando de Althaus, Florita interrogaba a unos oficiales sobre los incidentes del combate, llegó un parlamentario de San Román. Explicó que, por acuerdo de su Estado Mayor, la promesa de su jefe de reconocer a Orbegoso como presidente, era incumplible: todos sus oficiales se oponían. Así, pues, se reiniciaban las acciones. «Por el tarado de Nieto, hemos perdido una batalla ganada», susurró Althaus a Flora. Le dio una mula para regresar a Arequipa e informar a la familia que recomenzaba la guerra.

El alba la encontró, en su sórdido cuartito del Hotel du Gard, riéndose sola al recuerdo de aquella batalla, que, de confusión en confusión, se acercaba a su inverosímil desenlace. Era su tercer día en la odiosa Nimes, y, a media mañana, tenía cita con el poeta-panadero Jean Reboul, cuyos poemas habían elogiado Lamartine y Victor Hugo. ¿Encontrarías, por fin, en ese vate salido del mundo de los explotados, el valedor que te hacía falta para que prendiera en Nimes la idea de la Unión Obrera y sacara a los nimenses del sopor? Nada de eso. En Jean Reboul, el famoso poeta obrero de Francia, encontró un ensoberbecido vanidoso -la vanidad era la enfermedad de los poetas, Florita, estaba comprobado- al que a los diez minutos de estar con él detestó. En un momento tuvo ganas de taparle la boca a ver si así enmudecía su deslenguada jeta. La recibió en su panadería, la subió a los altos y cuando ella le preguntó si había oído hablar de su cruzada y de la Unión Obrera, el blanduzco y creído gordinflón comenzó a enumerar a los duques, académicos, autoridades y profesores que le escribían, elogiando su estro y agradeciéndole lo que hacía por el arte de Francia. Cuando ella intentó explicarle la revolución pacífica que acabaría con la discriminación, la injusticia y la pobreza, el fatuo la interrumpió con una frase que la dejó estupefacta: «Pero, justamente, eso es lo que hace nuestra santa Madre Iglesia, señora». Flora, reponiéndose, intentó ilustrado, explicándole que todos los sacerdotes -judíos, protestantes y mahometanos, pero principalmente los católicos- eran aliados de los explotadores y los ricos porque con sus sermones mantenían resignada a la humanidad doliente con la promesa del Paraíso, cuando lo importante no era ese improbable premio celestial postmortem, sino la sociedad libre y justa que se debía construir aquí y ahora. El poeta panadero respingó como si se le hubiera aparecido el diablo:

– Usted es mala, mala -exclamó, haciendo con las manos una especie de exorcismo-. ¿Y se le ocurre venir a pedirme ayuda a mí, para una obra contra mi religión?

Madame-la-Colere terminó por estallar, llamándolo traidor a sus orígenes, impostor, enemigo de la clase obrera y falso prestigio al que el tiempo se encargaría de desenmascarar.

La visita al poeta-panadero la dejó tan extenuada que debió sentarse en una banca, a la sombra de unos plátanos, hasta serenarse un poco. A su lado oyó decir a una pareja, muy excitados ambos, que esa tarde irían a escuchar al pianista Liszt, en la sala de audiencias del ayuntamiento. Curiosa casualidad; en casi toda su gira, habían coincidido. El pianista parecía seguirte los pasos, Florita. ¿ y si esta noche te tomabas un descanso e ibas a escucharlo? No, de ninguna manera. Tú no podías perder el tiempo oyendo conciertos, como los burgueses.

Del desenlace de la batalla de Cangallo, se enteró sólo un mes más tarde, en Lima, por el coronel gamarrista Bernardo Escudero, con quien -el recuerdo esfumó a Jean Reboul-, en sus últimos días en Arequipa, ¿viviste un romance, Florita? ¡Vaya historia! Al día siguiente de la ruptura de hostilidades entre orbegosistas y gamarristas, el general Nieto ordenó a su ejército ponerse en marcha y salir en busca del taimado San Román. Encontró a los soldados gamarristas en Cangalla, bañándose en el río y descansando. Nieto se abalanzó sobre ellos. Iba a ser una rápida victoria. Pero, una vez más, las equivocaciones vinieron en ayuda de San Román. Esta vez los dragones de Nieto confundieron el blanco, pues, en vez de lanzar sus cargas de fusile ría sobre las huestes enemigas, diezmaron a su propia artillería, hiriendo incluso al coronel Morán. Abrumados por lo que creyeron una irresistible acometida de los gamarristas, los soldados de Nieto dieron media vuelta y echaron a correr en enloquecida retirada rumbo a Arequipa. Al mismo tiempo, creyéndose perdido, el general San Román, que ignoraba lo que ocurría en el bando adversario, ordenó también a su tropa retirarse a marchas forzadas en vista de la superioridad del enemigo. En su huida, tan desesperada y ridícula como la de Nieto, no paró hasta Vilque, a cuarenta leguas de allí. La imagen de esos dos ejércitos, con sus generales al frente, corriendo uno del otro pues ambos se creían derrotados, la tenías siempre en la memoria, Florita. Un símbolo del caos y el absurdo en que transcurría la vida en la tierra de tu padre, esa tierna caricatura de República. A veces, como ahora, aquel recuerdo te divertía, te parecía representar, a gran escala, una de esas farsas de enredos y malentendidos molierescos que aquí en Francia se creían exclusivas de los escenarios.

Al día siguiente de la batalla, San Román supo que su rival también había huido y, una vez más, dio media vuelta y llevó su tropa a ocupar Arequipa. El general Nieto había tenido tiempo de entrar a la ciudad, dejar a los heridos en iglesias y hospitales, y, con lo que quedaba de ejército, emprender una retirada rumbo a la costa. Florita despidió a su primo, el coronel Clemente Althaus, con lágrimas en los ojos. Sospechabas que no verías más a ese querido rubio bárbaro. Tú misma ayudaste a prepararle su equipaje, con mudas nuevas, té, vino de Burdeos y bolsas de azúcar, chocolate y pan.

Cuando, veinticuatro horas después, los soldados del general San Román, involuntario triunfador de la batalla de Cangallo, entraron a Arequipa, no se produjo el temido saqueo. Una comisión de notables que presidía don Pío Tristán los recibió con banderas y banda de músicos. En prueba de su solidaridad con el ejército vencedor, don Pío entregó al coronel Bernardo Escudero un donativo de dos mil pesos para la causa gamarrista.

¿Se prendó de ti el coronel Escudero, Andaluza? Estabas segura de que sí. ¿Y tú te prendas te también de él, verdad? Bueno, tal vez. Pero el buen juicio te contuvo a tiempo. Todas las voces decían que, desde hacía tres años, Escudero no sólo era el secretario, adjunto, edecán, sino también el amante de ese sorprendente personaje femenino, doña Francisca Zubiaga de Gamarra, llamada doña Pancha o la Mariscala, y, por sus enemigos, la Virago, esposa del mariscal Agustín Gamarra, ex presidente del Perú, caudillo y conspirador profesional.

¿Cuál era la verdadera historia y cuál el mito de la Mariscala? Nunca lo averiguarías, Florita. Ese personaje te fascinó, te encendió la imaginación como nadie antes, y, acaso, la aguerrida imagen de esa mujer que parecía salida de una novela, hizo nacer en ti la decisión y la fuerza interior capaces de transformarte en un ser tan libre y resuelto como entonces sólo estaba permitido serlo a un hombre. La Mariscala lo había conseguido: ¿por qué Flora Tristán no? Debía ser de tu misma edad cuando la conociste, frisar los treinta y tres o treinta y cuatro años. Era cusqueña, hija de español y peruana, a quien Agustín Gamarra, héroe de la independencia del Perú -luchó junto a Sucre en la batalla de Ayacucho-, conoció en un convento limeño, donde sus padres la tenían recluida. La muchacha, prendada de él, escapó del claustro, para seguirlo. Se casaron en el Cusco, donde Gamarra era prefecto. La veinteañera no fue la esposa hogareña, pasiva, doméstica y reproductora que eran (y se esperaba que fueran) las damas peruanas. Fue la colaboradora más eficaz de su marido, su cerebro y su brazo en todo: la actividad política, social, e, incluso -esto enriquecía sobre todo su leyenda-, militar. Lo reemplazaba en la prefectura del Cusco cuando él salía de viaje y, en una de esas ocasiones, aplastó una conspiración, presentándose en el cuartel de los conspiradores vestida de oficial, con una bolsa de dinero y una pistola cargada en las manos: «¿Qué eligen? ¿Rendirse y repartirse esta bolsa o pelear?». Prefirieron rendirse. Más inteligente, más valerosa, más ambiciosa y audaz que el general Gamarra, doña Pancha cabalgaba junto a su marido, montando a caballo siempre con botas, pantalón y guerrera, y participaba en los combates y refriegas como el más arrojado combatiente. Se hizo famosa por su excelente puntería. Durante el conflicto con Bolivia, fue ella, al frente de la tropa, con su osadía ilimitada y su coraje temerario, la vencedora de la batalla de Paria. Luego de la victoria, festejó con sus soldados bailando huaynos y bebiendo chicha. Hablaba con ellos en quechua y sabía carajear. A partir de entonces, su influencia sobre el general Gamarra fue total. En los tres años que éste ocupóla presidencia del Perú, el verdadero poder lo ejerció doña Pancha. Se le atribuían intrigas y crueldades inauditas contra sus enemigos, pues su falta de escrúpulos y de freno eran tan grandes como su valor. Se decía que tenía muchos amantes y que, alternativamente, los mimaba o maltrataba como si fueran muñequitos, perros falderos.

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