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De todas las anécdotas que se contaban de ella, había dos que no olvidabas, porque, ¿verdad, Florita?, de las dos te hubiera encantado ser la protagonista. La Mariscala visitaba, en representación del presidente, las instalaciones del Fuerte Real Felipe, en el Callao. De pronto, entre los oficiales que le rendían honores, descubrió a uno que, según habladurías, se jactaba de ser su amante. Sin dudado un segundo, se precipitó sobre él y le marcó la cara de un fustazo. Luego, sin bajarse del caballo, con sus propias manos le arrancó los galones:

– Usted no hubiera podido ser nunca mi amante, capitán -lo increpó-. Yo no me acuesto con cobardes.

La otra historia ocurría en palacio. Doña Pancha ofreció una cena a cuatro oficiales del ejército. La Mariscala fue una anfitriona encantadora, bromeando con sus invitados y atendiéndolos con exquisita cortesía. A la hora del café y el cigarro, despachó a los criados. Cerró las puertas y encaró a uno de sus huéspedes, adoptando la voz fría y la mirada despiadada de sus cóleras:

– ¿Ha dicho usted, a estos tres amigos suyos aquí presentes, que está cansado de ser mi amante? Si ellos lo han calumniado, usted y yo les daremos su merecido. Pero, si es cierto, y, al ver su palidez me temo que lo sea, estos oficiales y yo vamos a romperle el lomo a latigazos.

Sí, Florita, aquella cusqueña, que padecía de tanto en tanto esos ataques de epilepsia -uno de los cuales te tocó presenciar-, que, sumados a sus derrotas y padecimientos, acabarían con ella antes de que cumpliera treinta y cinco años, te dio una inolvidable lección. Había, pues, mujeres -y, una de ellas, en ese país atrasado, inculto, a medio hacer, en un lejano confín del mundo que no se dejaban humillar, ni tratar como siervas, que conseguían hacerse respetar. Que valían por sí mismas, no como apéndices del varón, incluso a la hora de manejar el látigo o disparar las pistolas. ¿Era el coronel Bernardo Escudero amante de la Mariscala? Este español aventurero, venido al Perú igual que Clemente Althaus a enrolarse como mercenario en las guerras intestinas a ver si así hacía fortuna, era, desde hacía tres años, la sombra de doña Pancha. Cuando Florita se lo preguntó, a boca de jarro, lo negó, indignado: ¡calumnias de los enemigos de la señora de Gamarra, por supuesto! Pero tú no quedaste muy convencida.

Escudero no era apuesto, aunque sí muy atractivo. Delgado, risueño, galante, tenía más lecturas y mundo que los hombres que la rodeaban y Flora lo pasó muy bien con él aquellos días, cuando Arequipa se acomodaba, a regañadientes, a la ocupación de las tropas de San Román. Se veían mañana y tarde, hacían paseos a caballo por Tiabaya, a las fuentes termales de Yura, a las faldas del Misti, volcán tutelar de la ciudad. Flora lo acosaba a preguntas sobre doña Pancha Gamarra y sobre Lima y los limeños. Él respondía con infinita paciencia y derrochando ingenio. Sus comentarios eran inteligentes y su galantería refinada. Un hombre que desbordaba simpatía. ¿Y si te casabas con el coronel Bernardo Escudero, Florita? ¿Y si, casada Pancha Gamarra con el Mariscal, te convertías en el poder detrás del trono, para, desde allí arriba, usando la inteligencia y la fuerza a la vez, hacer esas reformas que necesitaba la sociedad a fin de que las mujeres no siguieran siendo esclavas de los hombres?

No fue una fantasía pasajera. Esa tentación -casarte con Escudero, quedarte en el Perú, ser una segunda Mariscala- se apoderó de ti al extremo de inducirte a coquetear con el coronel, como nunca lo habías hecho antes con varón alguno, ni lo harías después, decidida a seducirlo. El incauto cayó en tus redes, en un dos por tres. Cerrando los ojos -había empezado a correr una brisa que atenuaba el calor del ardiente verano de Nimes- revivió aquella sobremesa. Bernardo y ella solos, en la casa de los Tristán. Sus palabras resonaban en la alta bóveda. De pronto, el coronel le cogió la mano y se la llevó a la boca, muy serio: «La amo, Flora. Estoy loco por usted. Puede hacer conmigo lo que quiera. Déjeme estar siempre a sus pies». ¿Te sentiste feliz con ese rápido triunfo? En el primer momento, sí. Tus ambiciosos planes comenzaban a hacerse realidad, y a qué prisa. Pero, un rato después, cuando, al retirarse, en el oscuro zaguán de la casa de Santo Domingo el coronel te tomó en sus brazos, te estrechó contra su cuerpo y te buscó la boca, se rompió el hechizo. ¡No, no, Dios mío, qué locura! ¡Nunca, nunca! ¿Volver a aquello? ¿Sentir, en las noches, que un cuerpo velludo, sudoroso, se montaba sobre ti y te cabalgaba como a una yegua? La pesadilla reapareció en tu memoria, aterrándote. ¡Ni por todo el oro del mundo, Florita! Al día siguiente comunicaste a tu tío que querías regresar a Francia. Y, el 25 de abril, ante la sorpresa de Escudero, te despedías de Arequipa. Aprovechando la caravana de un comerciante inglés, partías rumbo a Islay, y, luego, a Lima, donde, dos meses después, tomarías el barco de regreso a Europa.

Esa turbamulta de imágenes arequipeñas la distrajeron del mal rato que le hizo pasar el poeta-panadero Jean Reboul. Regresó al Hotel du Gard, despacio, por unas calles atestadas de gentes que hablaban en la lengua regional que no entendía. Era como estar en un país extranjero. Esta gira le había enseñado que, contrariamente a lo que creían en París, el francés estaba lejos de ser la lengua de todos los franceses. Veía, en muchas esquinas, a esos saltimbanquis, magos, payasos, adivinos, que abundaban en esta ciudad casi tanto como los mendigos que estiraban una mano, ofreciendo, a cambio de una moneda, «rezar un avemaría por el alma de la buena señora». La mendicidad era una de sus bestias negras: en todas las reuniones trató de inculcar a los obreros que mendigar, práctica atizada por las sotanas, era tan repugnante como la caridad; ambas cosas degradaban moralmente al mendigo, al tiempo que daban al burgués buena conciencia para seguir explotando a los pobres sin remordimientos. Había que combatir la pobreza cambiando la sociedad, no con limosnas. Pero el sosiego y el buen ánimo no le duraron mucho, pues, camino al hotel, debió pasar por el lavadero público. Un lugar que, desde su primer día en Nimes, la puso fuera de sí. ¿Cómo era posible que, en 1844, en un país que se preciaba de ser el más civilizado del mundo, se viera un espectáculo tan cruel, tan inhumano, y que nadie hiciera nada en esta ciudad de sacristías y beatos para acabar con semejante iniquidad?

Tenía sesenta pies de largo y cien de ancho, y estaba alimentado por un manantial que bajaba de las rocas. Era el único lavadero de la ciudad. En él escurrían y fregaban la ropa de los nimenses de trescientas a cuatrocientas mujeres, que, dada la absurda conformación del lavadero, tenían que estar sumergidas en el agua hasta la cintura para poder jabonar y fregar la ropa en los batanes, los únicos del mundo que, en vez de estar inclinados hacia el agua, para que las mujeres pudieran permanecer acuclilladas en la orilla, lo estaban hacia el lado opuesto, de manera que las lavanderas sólo podían utilizados sumergiéndose. ¿Qué mente estúpida o perversa dispuso así los batanes para que las desdichadas mujeres quedaran hinchadas y deformes como sapos, con erupciones y manchas en la piel? Lo grave no era sólo que pasaran tantas horas en el agua; sino que esa agua, que utilizaban también los tintoreros de chales de la industria local, estaba cargada de jabón, de potasio, de sodio, de agua de Javel, de grasa, y de tinturas como índigo, azafrán y rubia. Varias veces conversó Flora con estas infelices que, por pasarse diez y doce horas en el agua, padecían de reumatismo, infecciones a la matriz y se quejaban de abortos y embarazos difíciles. El lavadero no paraba nunca. Muchas lavanderas preferían trabajar de noche, pues podían elegir mejores sitios, ya que a esa hora había pocos tintoreros. Pese a su dramática condición, y a explicarles que ella obraba para mejorar su suerte, no consiguió convencer a una sola lavandera que asistiera a las reuniones sobre la Unión Obrera. Las notó siempre recelosas, además de resignadas. En uno de sus encuentros con los doctores Pleindoux y De Castelnaud les mencionó el lavadero. Se extrañaron de que Flora encontrara inhumanas esas condiciones de trabajo. ¿No trabajan así las lavanderas en el resto del mundo? No veían en ello motivo de escándalo. Naturalmente, desde que descubrió cómo funcionaba el lavadero de Nlmes, Flora decidió que mientras permaneciera en esta ciudad, nunca daría su ropa a lavar. La lavaría ella misma, en el hotel.

El Hotel du Gard no era la pensión de madame Denuelle, ¿cierto, Andaluza? Antigua cantante de ópera parisina varada en Urna y transformada en hotelera, donde ella pasó Flora sus últimos dos meses en tierras peruanas. Se la había recomendado el capitán Chabrié, y, en efecto, madame Denuelle, a quien aquél había hablado de Flora, la recibió con muchas consideraciones, le dio un cuarto muy cómodo y una excelente pensión por un precio módico (don Pío la despidió con un regalo de cuatrocientos pesos para los gastos, además de pagarle el pasaje). En esas ocho semanas, madame Denuelle le presentó a la mejor sociedad, que venía a la pensión a jugar a las cartas, hacer tertulia, ya lo que Flora descubrió era la ocupación principal de las familias acomodadas de Lima: la frivolidad, la vida social, los bailes, los almuerzos y comidas, la chismografía mundana. Curiosa ciudad esta capital del Perú, que, pese a tener sólo unos ochenta mil pobladores, no podía ser más cosmopolita. Por sus callecitas cortadas por acequias donde los vecinos echaban las basuras y vaciaban sus bacinicas, se paseaban marineros de barcos anclados en el Callao procedentes de medio mundo, ingleses, norteamericanos, holandeses, franceses, alemanes, asiáticos, de modo que, vez que salía a visitar los innumerables conventos e iglesias coloniales, o a dar vueltas a la Plaza Mayor, costumbre sagrada de los elegantes, Flora oía a su alrededor más idiomas que en los bulevares de París. Rodeada de huertas de naranjos, platanares y palmeras, con casas espaciosas de un solo piso, una amplia galería para tomar el fresco -aquí no llovía nunca- y dos patios, el primero para los dueños y el segundo para los esclavos, esta pequeña ciudad de apariencia provinciana, con su bosque de campanarios desafiando el cielo siempre gris, tenía la sociedad más mundana, muelle y sensual que Flora hubiera podido imaginar.

Entre las amistades de madame Denuelle y sus propios parientes (trajo cartas para ellos desde Arequipa) en esos dos meses Flora se pasó los días abrumada de invitaciones a casas suntuosas donde se preparaban cenas opíparas. y yendo al teatro, a los toros (en la detestable corrida uno de los astados destripó a un caballo y corneó a un torero), a las riñas de gallos, al obligatorio Paseo de Aguas, donde las familias iban, a pie o en calesas, a mostrarse, reconocerse, enamorarse o intrigar, a la cuesta de Amancaes, y a procesiones, misas (las señoras asistían a dos o tres cada domingo), a los baños de mar de Chorrillos, y visitó los calabozos de la Inquisición, con los escalofriantes instrumentos de tortura que se aplicaban a los acusados para arrancarles las confesiones. Conoció a todo el mundo, desde el presidente de la República, el general Orbegoso y a los generales más en boga, algunos de ellos, como Salaverry, jovencitos semi-imberbes, simpáticos y galantes pero de una incultura prodigiosa, y a una eminencia intelectual, el sacerdote Luna Pizarro, quien la invitó a una sesión del Congreso.

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