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XVI. La Casa del Placer Atuona (Hiva Da), julio de 1902

Cuando, en la madrugada del 16 de septiembre de 1901, La Croix du Sud soltó el ancla frente a Atuona, en la isla de Hiva Oa, y Paul, desde el puente de la nave divisó en el pequeño puerto al grupito de gentes que los esperaban -un gendarme de uniforme blanco, misioneros de largos hábitos y sombreros de paja, una nube de niños indígenas semidesnudos-, sintió gran felicidad. Porque al fin se hacía realidad su sueño de llegar a las islas Marquesas y porque aquí terminaba la horrible travesía de seis días y seis noches desde Tahití, en este barquito inmundo y asfixiante donde apenas pudo pegar los ojos, pues se pasó las horas matando hormigas y cucarachas y espantando a las ratas que venían a merodear por el camarote en busca de comida.

Nada más desembarcar en el ínfimo lugar que era Atuona -un asentamiento de unas mil personas rodeado de colinas boscosas y dos montañas abruptas coronadas de verdura- conoció en el mismo embarcadero ¡nada menos que a un príncipe! Eso era el anamita Ky Dong, un apodo de guerra que adoptó cuando, allá en su país, Vietnam, decidió renunciar a su carrera en la administración colonial francesa para dedicarse a la agitación política, la lucha anticolonialista y, al parecer, incluso al terrorismo. Eso fue, al menos, lo que sentenció el tribunal de Saigón que lo juzgó por subversivo y lo condenó a prisión perpetua en la Isla del Diablo, en la remota Guayana. Antes de autobautizarse Ky Dong, el príncipe Nguyen Van Cam había estudiado literatura y ciencia, en Saigón y en Argelia. De allí regresó a Vietnam, donde estaba haciendo una magnífica carrera en la burocracia, que abandonó para luchar contra el ocupante francés. ¿Cómo había venido a parar a Atuona? Gracias a la bestia negra de Les Guepes, el ex gobernador Gustave Gallet, quien lo conoció en una escala en Papeete del barco que llevaba al anamita a cumplir su condena a la Isla del Diablo. Impresionado por la cultura, la inteligencia y las maneras refinadas de Ky Dong, el gobernador le salvó la vida: lo nombró enfermero en el puesto sanitario de Atuona. De esto hada tres años. El anamita tomaba su suerte con filosofía oriental. Sabía que no volvería a salir de aquí, salvo para ser conducido al infierno de la Guayana. Se había casado con una marquesana de Hiva Oa. Hablaba corrido el maorí y se llevaba bien con todo el mundo. Menudo, discreto, de una elegancia natural algo sinuosa, cumplía sus funciones de enfermero de manera cabal y, en este limbo de gentes incultas, trataba por todos medios de conservar su inquietud intelectual y su sensibilidad.

Sabía que el recién llegado de Papeete era un artista y se ofreció a ayudarlo a instalarse y a informarle sobre el lugar donde «‹en un acto de extraordinaria temeridad», le dijo) monsieur Gauguin había decidido enterrarse. Así lo hizo. Su amistad y sus consejos fueron invalorables para Paul. Del puerto lo llevó a alojarse, al final de la única callecita de tierra acosada por la maleza que era Atuona, en la cabaña de Matikana, un chino-maorí amigo suyo que daba pensión. Le guardó baúles y maletas en su propia casa, mientras Koke adquiría un terreno y erigía su vivienda. y le presentó a quienes serían desde entonces sus amigos en Atuona: el norteamericano Ben Varney, ex ballenero que por una borrachera quedó varado en Hiva Oa donde administraba el almacén, y el bretón Émile Frébault, agricultor, comerciante, pescador y empecinado ajedrecista.

Comprar un terreno en esta minúscula localidad rodeada de bosques, era dificilísimo. Todas las tierras de la circunscripción pertenecían al obispado y el tremendo obispo Joseph Martin, autoritario y tenaz, empeñado en una lucha sin cuartel para salvar a la población nativa del vicio del alcohol que la estaba desintegrando, jamás vendería un terreno a un forastero de escasa virtud.

Acatando la estrategia diseñada por Ky Dong -cuyas lecturas, buen humor y elegancia espiritual le hacían pasar excelentes momentos- Paul fue un católico de misa diaria desde el día siguiente de su llegada a Atuona. En la iglesia, se le divisaba siempre en primera fila, siguiendo con devoción el oficio, y se confesaba y comulgaba con frecuencia. Asistía, también, algunas tardes, al rosario. Su piedad y la corrección de su conducta, en esos primeros días en Hiva Oa, convencieron al obispo de que era una persona respetable. Y monseñor Joseph Martin, en un gesto que lamentaría amargamente, accedió a venderle, por una suma módica, un lindo terreno en la periferia de Atuonao Tenía a la espalda la Bahía de los Traidores, nombre que los marquesanos detestaban pero seguían usando para designar la playa y el embarcadero, y, al frente, las dos soberbias cumbres del Temetiu y el Feani. A su vera discurría el Make Make, uno de la veintena de riachuelos en que desaguaban las cascadas de la isla. Desde que, por primera vez, presenció el grandioso espectáculo, Paul tuvo en la mente a Vincent. Dios mío, éste era, Koke, éste era. El lugar con el que soñaba el Holandés Loco allá en Arles. El paraje primitivo, tropical, del que habló sin parar en ese otoño que compartieron en 1888, donde quería instalar el Estudio del Sur, esa comunidad de artistas de la que tú serías el maestro y donde todo pertenecería a todos, pues habría sido abolido el dinero corruptor. Un lugar en el que, en un marco único de libertad y de belleza, el fraterno grupo de artistas viviría dedicado a crear un arte imperecedero, unas telas y unas esculturas cuya vitalidad atravesaría indemne los siglos. ¡Qué alaridos de entusiasmo darías, Vincent, si vieras esta luz todavía más blanca que la de Provenza, esta erupción de buganvillas, helechos, acacias, cocoteros, enredaderas y árboles del pan, que, deslumbrado, estaba viendo Koke!

Apenas firmó el contrato de compraventa con el obispado y fue dueño del terreno, Paul se olvidó de las misas y los rosarios, y, luchando contra los achaques crecientes -dolores en las piernas y en la espalda, dificultad para andar, una mala vista que empeoraba cada día y palpitaciones que le cortaban la respiración-, se entregó en cuerpo y alma a la construcción de La Maison du Jouir, nombre con el que, en las fantasías de quince años atrás, en Arles, con el Holandés Loco bautizaron aquel imaginado estudio del Sur. Lo ayudaban, trabajando con él hombro a hombro, Ky Dong, Emile Frébault, un nativo de barba blanca llamado Tioka que sería a partir de ahora su vecino, y hasta el gendarme de la isla, Désiré Charpillet, con quien Koke hizo excelentes migas.

La Casa del Placer estuvo terminada en seis semanas. Era de madera, esteras y paja trenzada, y, como sus casitas de Mataiea y Punaauia, constaba de dos pisos. El de abajo, dos cubos paralelos separados por un espacio abierto que serviría de comedor, albergaba la cocina y el taller de escultura. En los altos, bajo un techo cónico de paja, se hallaban el taller de pintura, el pequeño dormitorio y el aseo. Paullabró un panel de madera para la entrada, con el título de La Maison du Jouir, y dos largos paneles verticales que flanqueaban aquel letrero, con mujeres desnudas en poses voluptuosas, unos animales y una maleza estilizado s y unas invocaciones que causaron revuelo tanto en la misión católica (la más numerosa) como en la pequeña misión protestante de Hiva Da: Soyez mystérieuses (Sean misteriosas) y Soyez amoureuses eTvous serez hereuses (Enamórense y serán dichosas). Desde que supo que había tenido el atrevimiento de decorar su vivienda con esas obscenidades, el obispo Joseph Martin se convirtió en su enemigo. Y cuando supo que, además de un armonio, una guitarra y una mandolina, su estudio exhibía en las paredes cuarenta y cinco fotos pornográficas con posturas sexuales descabelladas, lo fulminó en uno de sus sermones dominicales como una presencia maligna, a la que los marquesanos debían evitar.

Paul se reía de las pataletas del obispo, pero el príncipe anamita le advirtió que la enemistad de monseñor Martín podía traerle problemas, pues era rencoroso, además de incansable e influyente. Se reunían todas las tardes, en La Casa del Placer, que Koke había bien provisto de viandas y bebidas compradas en el único almacén de Atuona, el de Ben Varney. Contrató dos criados, Kahui, un cocinero medio chino, y un jardinero maorí, Matahaba, a quien dio instrucciones precisas para que aclimatara aquí también los girasoles, como hizo él en Punaauia. Esos girasoles terminaron por iluminar su jardín, en La Casa del Placer. El recuerdo del Holandés Loco casi no te abandonó un instante en tus primeros meses en Atuona: ¿por qué, Koke? Conseguiste erradicado de tu memoria durante casi tres lustros, y en buena hora, sin duda, porque el recuerdo de Vincent te incomodaba, te angustiaba, y hubiera estropeado tu trabajo. Pero aquí, en las Marquesas, porque pintabas poco, o porque te sentías cansado y enfermo, ya no tenías cómo impedir que la imagen del buen Vincent, del pobre Vincent, del inaguantable Vincent, con su obsequiosidad y sus locuras, irrumpiera todo el tiempo en tu conciencia. Y que los episodios, anécdotas, discusiones, anhelos, sueños, de esas ocho semanas de difícil convivencia allá en Provenza, quince años atrás, los revivieras con una lucidez que no tenías para hechos sucedidos apenas hada unos días, que olvidabas totalmente. (Por ejemplo, a Ben Varney le hiciste repetir dos veces, en una misma semana, su historia de cómo, luego de una borrachera, despertó en la Bahía de los Traidores y descubrió que su barco ballenero había zarpado y él había quedado varado aquí sin un centavo, ni un documento y sin hablar palabra de francés ni marquesano.)

Ahora te apiadabas del Holandés Loco y lo recordabas incluso con ternura. Pero, en aquel octubre de 1888, cuando, accediendo a sus exhortaciones y a la presión de Theo van Gogh para que escucharas los llamados de su hermano, fuiste a vivir con él a Arles, habías llegado a detestado. ¡Pobre Vincent! Se hizo tantas ilusiones con tu venida, con la idea de que tú y él serían los pioneros de esa comunidad de artistas -un verdadero monasterio, un Edén en miniatura- con que fantaseaba, que el fracaso de su proyecto acabó con su sanidad, lo enloqueció y lo mató.

Entre los viajes pesadillescos que Paul había hecho en su vida, figuraban en lugar estelar aquellas quince horas con seis cambios de tren, que le tomó llegar de PontAven, en Bretaña, a Arles, en Provenza. Partió apenadísimo de Pont-Aven M1í quedaba un buen número de pintores amigos que lo consideraban su maestro, y, sobre todo, Émile Bernard y su hermana, la dulce Madeleine. Llegó a la estación de Arles, molido, a las cinco de la madrugada del 23 de octubre de 1888, y, para no despertar a esas horas a Vincent, se refugió en un cafecito contiguo. Para sorpresa suya, nada más vedo entrar, el patrón lo reconoció: «¡Ah, el artista amigo de Vincent!». El Holandés Loco le había mostrado el autorretrato que Paulle envió, en el que encarnaba a Jean Valjean, el héroe de Los miserables. El patrón del café, ayudándolo a cargar maletas y bultos, lo llevó hasta la Plaza Lamartine, en los extramuros de la ciudad, al pie de la Puerta de la Caballería, una de las que daban acceso a la antigua ciudad, no lejos del anfiteatro y el coliseo romanos. En una esquina de la Plaza Lamartine, la más cercana a las orillas del Ródano, estaba La Casa Amarilla que el Holandés Loco alquiló unos meses atrás, para recibido. La había pintado, amueblado, decorado y llenado sus paredes de cuadros, trabajando día y noche y preocupándose con verdadero fanatismo de todos los detalles, para que Paul se sintiera a gusto y con ánimos de pintar en su nuevo hogar.

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