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Pero, no te habías sentido bien en La Casa Amarilla, Paul. Más bien desagradado por esa efusión de colores que cegaban y mareaban, que saltaban agresivos a tu encuentro donde volvieras la vista, y, también, incómodo por la obsequiosidad y los halagos con que Vincent te recibió y te fue mostrando, ansioso por saber si lo aprobabas, el despliegue que había hecho en La Casa Amarilla para causarte una buena impresión. En verdad, te despertó recelo y cierta angustia. Era tan excesivamente efusivo y amable este Vincent que, desde ese primer día, empezaste a sentir que con alguien así tu libertad se vería recortada, que no tendrías vida propia, que Vincent sería un invasor de tu intimidad, un efusivo carcelero. Esta Casa Amarilla podía convertirse, para un hombre tan libre como tú, en una prisión.

Pero, ahora, a la distancia, recordado desde esta Casa del Placer de majestuosa perspectiva, el Holandés Loco, sobreexcitado, infantil, pendiente de ti como un enfermo del médico que le salvará la vida, se te aparecía sobre todo en su vertiente de ser desvalido y bueno, de infinita generosidad, sin envidias, rencores ni pretensiones, entregado al arte en cuerpo y alma, viviendo como un pordiosero y sin que le importara lo más mínimo, hipersensible, obsesivo, vacunado contra toda forma de felicidad. Se aferró a ti como náufrago a una tabla, te creyó un sabio y un fuerte que podía enseñarle a sobrevivir en esta jungla. ¡Tamaña responsabilidad te echó encima, Paul! Vincent, que entendía de arte, de colores y de telas, no entendía absolutamente nada de la vida. Por eso fue siempre desdichado, por eso se loqueó y acabó disparándose un tiro en la barriga a los treinta y siete años. ¡Qué injusticia que esos cuervos frívolos, esos parisinos ociosos ahora te echaran la culpa de la tragedia de Vincent! Cuando fuiste tú el que, en esos dos meses de convivencia en Arles, estuviste a punto de volverte loco, e, incluso, hasta de perder la vida por el holandés.

Desde el principio todo funcionó bastante mal en La Casa Amarilla. Empezando por el desorden, que Paul detestaba y que era el elemento natural en el que se movía Vincent. Hicieron una estricta distribución del trabajo: Paul cocinaba, el holandés hacía la compra, y ambos, un día uno, al siguiente el otro, se encargaban del aseo. En verdad, Paul hacía el aseo y Vincent el desaseo. El primer motivo de querella fue la canasta de gastos. En un ensayo de esa propiedad. colectiva que implantaría la futura comunidad de artistas, el Estudio del Sur que fundarían en un país exótico, harían una bolsa común, donde depositaban el dinero que les enviaba desde París Theo van Gogh. Con una libretita y un lápiz para que cada uno anotara la cantidad que cogía. Paul terminó protestando: Vincent se llevaba la parte del león, sobre todo con lo que eufemísticamente anotaba como «actividades higiénicas», los polvos con Rachel, una prostituta joven y filiforme con la que acostumbraba acostarse en el burdel de madame Virginie, situado no lejos de La Casa Amarilla, en una de las callejuelas que salían de la Plaza Lamartine.

El barrio rojo de Arles fue otro motivo de discusión. Paul reprochaba a Vincent que sólo hiciera el amor con prostitutas; él, en cambio, en vez. de pagar prefería seducir a las mujeres. Algo que, por lo demás, resultó bastante fácil con las arlesianas, a las que su apostura, su labia, y su desenvuelta exuberancia encantaban. Vincent le aseguró que, antes de la venida de Paul, iba donde madame Virginie un par de veces al mes; en cambio, ahora, dos por semana. Ese furor sexual recientísimo lo angustiaba; estaba convencido de que la energía que se le iba en «fornicar» (usaba esta palabra de ex predicador luterano), se la restaba a su trabajo de artista. Paul se burlaba de los prejuicios puritanos del ex pastor. A él, por el contrario, nada daba tanto ímpetu para coger los pinceles como tener la verga satisfecha.

– No, no -se exasperaba el Holandés Loco-. Mis mejores cuadros los he pintado en los períodos de total abstinencia sexual. ¡Mi pintura espermática! La pinté con toda esa energía sexual que volqué en las telas en vez de las mujeres.

– Vaya idiotez, Vincent. O, será, tal vez, que yo tengo energía sexual de sobra, para mis pinturas y mis mujeres.

Tenían más desacuerdos que afinidades, y, sin embargo, a veces, cuando lo oías hablar con tanto candor e ilusión de esa comunidad de artistas-monjes, apartados del mundo, refugiados en un país lejano y primitivo, sin vínculos con la civilización materialista, entregados en cuerpo y alma a la pintura e inmersos en una fraternidad sin sombras, te dejabas arrastrar por el sueño de tu amigo. ¡Era emocionante, claro que sí! Había algo hermoso, noble, desinteresado, generoso, en ese anhelo del holandés de fundar esa pequeña sociedad de artistas puros, de creadores, de soñadores, de santos laicos, consagrados al arte como los caballeros medievales se consagraban a luchar por un ideal o una dama, un sueño no muy distinto, tal vez, de los que alentó tu propia abuela, cuando, medio muerta, recorría Francia tratando de reclutar adeptos para esa revolución que acabaría con los males de la humanidad. La abuela Flora y el Holandés Loco se hubieran entendido, Koke.

Hasta sobre el Estudio del Sur tuvieron desavenencias. Una noche, en el café de la simétrica Plaza Forum en cuya terraza solían tomar un ajenjo después de la cena, Vincent propuso a Paul que invitaran al pintor Seurat a integrar la comunidad de artistas. «¿A ese fabricante de puntitos que se hace pasar por un creador?», exclamó él. «Jamás.» Propuso, en cambio, reemplazar al puntillista por Puvis de Chavannes, al que Vincent detestaba tanto como Paul a Seurat. La discusión se prolongó hasta el amanecer. A ti se te olvidaban pronto las disputas, Paul; no a Vincent. Quedaba pálido, angustiado, rumiando el asunto por varios días. Para el Holandés Loco nada era intrascendente, banal, todo tocaba un centro neurálgico de la existencia, los grandes problemas: Dios, la vida, la muerte, la locura, el arte.

Si algo tenías que agradecerle al Holandés Loco era que él, por primera vez, te abrió el apetito por la Polinesia. Gracias a una novelita que cayó en sus manos y que le encantó: Rarahu 'OET matrimonio de Loti, de un oficial de la marina mercante francesa, Pierre Loti. Ocurría en Tahití y describía un Paraíso terrenal antes de la caída, con una naturaleza bella y ubérrima y unas gentes libres, sanas, sin prejuicios ni malicia, que se entregaban a la vida y al placer con naturalidad, de manera espontánea, llenas de entusiasmo y vigor primitivos. Vaya paradojas que tenía la vida, ¿no, Koke? Era Vincent el que soñaba con la huida de la decadente Europa del dinero hacia un mundo exótico, en busca de esa fuerza elemental y religiosa que la civilización había amputado al Occidente. Pero él no había podido escapar de la cárcel europea. Tú, en cambio, habías llegado a Tahití, y ahora hasta las Marquesas, tratando de hacer realidad aquello con que el Holandés Loco soñaba.

– Te di gusto, hice realidad tu sueño, Vincent-gritó, a voz en cuello-. Aquí está, pues, La Casa del Placer, La Casa del Orgasmo, con la que tanto me jodías la vida en Arles. No resultó lo que pensábamos. ¿Te das cuenta, no, Vincent?

No había nadie alrededor y nadie podía responderte. Sólo el gato y el perro que acababas de incorporar a la recién terminada casa de Atuona estaban allí, mirándote atentos, como si entendieran el significado de esos rugidos que lanzabas al vacío y que sin duda espantaban a los gallos, gatos y caballitos salvajes de que estaban repletos los bosques de Hiva Oa.

También de religión hablaron y discutieron mucho en Arles. Qué distinta era una formación protestante, puritana, como la que recibió Vincent, de la católica en que te formaron a ti, en los diez años que pasaste, entre 1854 y 1864, en el pequeño seminario de la Chapelle Saint-Mesmin, cerca de Orléans, bajo la guía espiritual del obispo Dupanloup. ¿Cuál era mejor, Koke, para enfrentar la vida? La de Vincent era más intensa, más austera, más estricta, más fría, más honesta y, también, más inhumana. La católica era más cínica, más acomodaticia con la naturaleza corrupta del hombre, más lujosa y creativa desde el punto de vista cultural y artístico, y, probablemente, más humana, más cerca de la realidad, de la vida posible. ¿Recuerdas aquella noche de lluvia y de mistral en que, encerrados en La Casa Amarilla, el Holandés Loco se puso a hablar de Cristo como de un artista? Tú no lo interrumpiste ni una sola vez, Paul. Cristo era el más grande de los artistas, decía Vincent. Pero despreció el mármol, la greda, las pinturas, y prefirió trabajar sus obras en la carne viva de los seres humanos. No hizo estatuas, cuadros, ni poemas. Hizo seres inmortales, creó los instrumentos gracias a los cuales los hombres y mujeres podían hacer de sus vidas una perfecta y bellísima obra de arte. Habló mucho rato, bebiendo ajenjo a tragos cortos, y diciendo a veces cosas que tú no alcanzabas a descifrar. Pero sí comprendiste, y no olvidaste nunca, aquello que, al amanecer, le oíste poco menos que rugir a Vincent, con lágrimas en los ojos:

– Quiero que mi pintura conforte espiritualmente a los seres humanos, Paul. Como los confortaba la palabra de Cristo. El «halo» sugería lo eterno en la pintura clásica. Ese «halo» es lo que ahora yo trato de reemplazar por la irradiación y la vibración del color en mis pinturas.

Desde entonces, Paul, aunque nunca te entusiasmó mucho ese espectáculo de luces cegadoras, esos fuegos de artificio que eran los cuadros de Vincent, consideraste esos colores desmedidos, violentos, con más respeto que antes. Había en el Holandés Loco una vocación de martirio que a ti, a veces, te daba escalofríos.

Pese a que no se sentía bien, la instalación en Atuona, la construcción de La Casa del Placer, los nuevos amigos, animaron a Koke. Las primeras semanas en su nueva residencia estuvo contento, lleno de proyectos. Sin embargo, aunque a regañadientes, poco a poco fue comprendiendo que las Marquesas, si habían sido en algún momento el Paraíso, ya habían dejado de serlo. Como Tahití. Las marquesanas eran bellísimas, eso sí, más todavía que las tahitianas. Al menos, así le parecía a él. Porque Ky Dong, el gendarme Désiré Charpillet, Émile Frébault y su vecino Tioka le decían, riéndose, que su mala vista lo traicionaba, pues muchas de esas despercudidas marquesanas que iban a La Casa del Placer a que les mostrara sus fotos pornográficas -su colección se hizo famosa en toda Hiva Oa- y a las que él fotografiaba y manoseaba con descaro delante de sus maridos, no eran siempre las jóvenes atractivas que él creía, sino unas viejas feas, y, algunas, con caras y cuerpos averiados por la elefantiasis, la lepra y la sífilis, que hacían estragos en la población nativa. Bah, no te importaba. Ojos que no ven, corazón que no siente. Es cierto que tus pobres ojos veían cada vez menos. Pero ¿no habías sostenido tú, desde hacía mucho tiempo, que el verdadero artista no busca sus modelos en el mundo exterior, sino en la memoria, ese mundo privado y secreto que se puede contemplar con una conciencia que tú tenías en mejor estado que tus pupilas? Era el momento de verificar si tu teoría funcionaba, Koke.

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