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Esto había sido motivo de ásperas discusiones con Vincent, allá en Arles. El Holandés Loco se proclamaba pintor realista y decía que el artista debía salir al aire libre y plantar sus caballetes en medio de la Naturaleza a fin de encontrar en ella inspiración. Para llevar la fiesta en paz, en sus primeras semanas en Provenza, Paulle dio gusto. Los dos amigos fueron con sus caballetes, paletas y pinturas a instalarse mañana y tarde en Les Alyscamps, la gran necrópolis romana y paleocristiana de Arles, y pintaron, cada uno, varios cuadros de la gran alameda de tumbas y sarcófagos que, escoltados por rumorosos álamos, conducía a la iglesita de San Honorato. Pero, no mucho después, las lluvias y los soplidos del mistral hicieron imposible seguir pintando al aire libre y debieron encerrarse en La Casa Amarilla, a trabajar buscando sus temas en sus recuerdos y fantasías en vez del mundo natural, como quería Paul.

Lo que más te dolió fue tener que aceptar que, por lo menos en esta isla de las Marquesas, no quedaba rastro de canibalismo. Una práctica que a ti -oyéndote, tus nuevos amigos se rascaban la cabeza, espeluznados- no te parecía salvaje y reprobable, sino viril, natural, signo de una cultura fogosa, joven, creativa, en constante recreación de sí misma, no contaminada de conformismo y decadencia. Nadie creía, en Atuona, que los marquesanos comieran carne humana todavía, ni en esta ni en las otras islas; en un remoto pasado, sin duda, pero, ahora, no. Se lo aseguró su vecino Tioka y lo corroboraron todos los nativos a quienes interrogó, entre ellos una pareja de la isla de Tahuata, donde había muchos pelirrojos. La mujer de Haapuani -lo llamaban el Brujo-, Tohotama, lo era. Su larga cabellera le barría las espaldas hasta la cintura y despedía, a las horas de sol fuerte, reflejos rosados. Tohotama se convertiría en su modelo preferida en Atuona. Más todavía que Vaeoho, una chiquilla de catorce años -la edad de tus amores, Koke-, su mujer a partir del tercer mes en Hiva Oa.

Obtener a Vaeoho requirió una excursión al interior de la isla, al valle de Hanaupe, el único viaje que el cuerpo maltratado de Koke le permitió hacer en Hiva Oa. Lo acompañaron Ky Dong, gran conocedor de las costumbres isleñas, y Tioka, perfectamente bilingüe. El azaroso trayecto de diez kilómetros a lomo de bestia por unos bosques espesos y húmedos llenos de avispas y mosquitos que le inflamaron toda la piel, dejó a Paul hecho una ruina. La chiquilla era hija del jefe local de un pequeño poblado indígena, Hekeani, y el regateo con el cacique duró varias horas. Al final, para poder llevarse a la chiquilla consintió en pagar una lista de regalos que compró en el almacén de Ben Varney y que le costó más de doscientos francos. No se arrepintió. Vaeoho era bella, hacendosa, risueña, y aceptó darle clases de marquesano, pues el maorí de aquí era distinto del tahitiano. Aunque a veces la hada posar, Koke prefería como modelo a la pelirroja Tohotama cuyos pechos turgentes, grandes caderas, gruesos muslos, lo excitaban. Algo que no le ocurría ya con la misma frecuencia de antes. Con Tohotama, sí. Cuando venía a posar, siempre se daba maña para acariciarla, a lo que ella se prestaba sin entusiasmo, con aire aburrido. Hasta que una tarde, en que tenía en el cuerpo bastantes copas de ajenjo, acabó por empujarla a la cama del estudio. Mientras le hada el amor, oía a sus espaldas, riendo y cuchicheando, a su flamante mujer, Vaeoho, y al Brujo Haapuani, el marido de Tohotama, divertidos con el espectáculo.

Los marquesanos eran más espontáneos y libres que los tahitianos en asuntos sexuales. Casadas o solteras, las mujeres se burlaban de los hombres y se insinuaban a ellos con total falta de remilgos, pese a las perpetuas campañas de las misiones católica y protestante para someterlas a las normas de la decencia cristiana. Los hombres seguían siendo bastante insumisos. Y algunos, como el marido de Tohotama, no vacilaban en desafiar a las iglesias vistiéndose como mahu, de hombre-mujer, con tocados florales en la cabeza, y en los tobillos, las muñecas y los brazos los adornos que correspondían a las hembras.

Otra decepción que se llevó Paul en su nueva tierra fue saber que el arte del tatuaje, en el que los marquesanos habían destacado más que nadie en toda la Polinesia, estaba desapareciendo. Los misioneros católicos y protestantes lo perseguían de manera encarnizada, como una manifestación de barbarie. Eran pocos los nativos que aún se tatuaban en Atuona, donde se exponían a las fulminaciones de curas y pastores. Lo seguían haciendo en el interior de la isla, en los minúsculos caseríos perdidos en el corazón de esos bosques intrincados, donde, por desgracia, el calamitoso estado de tu salud ya no te permitía ir a comprobarlo. ¡Qué frustración, Koke! Tenerlos allí, a pocos kilómetros, y no poder ir a conocer a aquellos tatuadores. Ni siquiera pudo visitar, en el valle de Taaoa, las ruinas de U peke y sus grandes tikis o ídolos de piedra, porque las dos veces que intentó subir hasta allá a caballo la fatiga y los dolores le hicieron perder el sentido. Estar acá, tan cerca de esos enclaves donde sobrevivía ese bellísimo arte del tatuaje, una sabiduría codificada y oculta del pueblo maorí en que cada figura era un palimpsesto para ser descifrado, y no poder llegar a ellos por culpa de la enfermedad impronunciable, le producía desvelo, rabia, y, algunas noches, ataques de llanto.

La decadencia había llegado aquí también, por desgracia. El obispo Joseph Martin, convencido de que la proliferación de enfermedades y pestes entre los nativos se debía al alcohol, lo había prohibido. El almacén de Ben Varney sólo vendía vino y licores a los blancos. Pero el remedio era peor que la enfermedad. Como no podían hacerlo con vino, los marquesanos de Hiva Oa se emborrachaban con alcoholes de naranja y otras frutas que destilaban en alambiques clandestinos y que les calcinaban las entrañas. Indignado, Koke combatió la prohibición llenando La Casa del Placer de garrafas de ron con que obsequiaba a todos los indígenas que venían a visitarlo.

Se sentía muy cansado" y, por primera vez en su vida desde que descubrió -cuando todavía trabajaba en la Bolsa, en París- que su vocación era la pintura, sin ganas de ir a sentarse frente al caballete y coger los pinceles. No era sólo el malestar físico, los ardores de las llagas de las piernas, la decreciente visión y las palpitaciones lo que lo mantenía ocioso, bebiendo sorbitos de una copa de ajenjo suavizado por el agua, con la que desleía sobre el licor un terroncito de azúcar. Era, también, la sensación de inutilidad. ¿Para qué afanarte y volcar la poca energía que te quedaba en unas telas que, cuando las terminases, y, luego de larguísimo viaje, llegaran a Francia, languidecerían en el depósito del galerista Ambroise Vollard, o en un altillo de Daniel de Monfreid, esperando que, alguna vez, un mercader quisiera adquiridas por unos cuantos francos para decorar su casa recién construida?

U n día, Vaeoho, durante la clase de marquesano, le dijo, medio en francés medio en maorí, una frase que no entendió. O que no quisiste entender, Koke. Se la hizo repetir varias veces hasta que no le quedó la menor duda sobre su significado: «Cada día estás más viejo. Pronto me quedaré viuda». Él fue al espejo y se estuvo contemplando hasta que le dolieron los ojos.

Entonces, decidió pintar su último autorretrato. El testimonio de su decadencia, en este perdido rincón del mundo, rodeado de marquesanos que, como él, se hundían en la ruina, la inacción, la degradación, la desmoralización. Colocó el espejo junto al caballete y trabajó algo más de dos semanas, tratando de llevar a la tela aquella imagen que sus pupilas malogradas apresaban con dificultad, que parecía escurrirse, difuminarse: un hombre vencido pero aún no muerto, contemplando el irremediable final próximo con serenidad y cierta sabiduría empozada en su mirada, detrás de unos humillantes espejuelos, en la que aparecía, resumida, una intensa vida de aventuras, locuras, búsquedas, fracasos, luchas. Una vida que, por fin, llegaba a término, Paul. Tenías los cabellos blancos y cortos y estabas delgado y quieto, esperando con tranquila valentía la embestida final. No estabas muy seguro, pero intuías que, entre los innumerables autorretratos que te habías hecho -como campesino bretón, como inca peruano en la comba de una jarra, como lean Valjean, como Cristo en el Jardín de los Olivos, como bohemio, como romántico-, éste, el de la despedida, el del artista al final del camino, era el que te representaba mejor.

Pintar este autorretrato te recordó el retrato que, en aquellas semanas confinados por las lluvias y el mistral en La Casa Amarilla de Arles, hiciste de Vincent, pintando girasoles, la flor que obsesionaba al holandés. La pintaba sin descanso y a ella se refería a menudo cuando exponía sus teorías sobre la pintura. Esas flores no seguían el movimiento del sol por casualidad o ciego mandato de las leyes físicas. Había en ellas algo del fuego del astro rey, y, si uno las observaba con la devoción y terquedad con que lo hacía Vincent, advertía en ellas el «halo» que las circundaba. Pintándolas, procuraba que, sin dejar de ser girasoles, fueran también antorchas, candelabros. ¡Qué locuras! Al mostrarte La Casa Amarilla por primera vez, el Holandés Loco te señaló, orgulloso, los girasoles pintados por él que literalmente llameaban un oro líquido y candente sobre tu cama. Tú reprimiste apenas un gesto de disgusto. Por eso, lo retrataste rodeado de girasoles. El retrato no tenía -con toda deliberación- la luz vibrante que Vincent imponía a sus telas. Por el contrario, era algo opaco, mate, y en él tanto las flores como el pintor lucían sus siluetas difuminadas, deshaciéndose en los contornos. Más que un ser humano delineado y consistente, Vincent era un bulto, un muñecón rígido, disecado, presa de insoportable tensión, a punto de estallar, de crepitar: un hombre-volcán. La rigidez del brazo derecho, sobre todo, que sostenía el pincel, revelaba el esfuerzo sobrehumano debía hacer para seguir pintando. Y todo ello se empozaba en su rostro fruncido, en su mirada aturdida con la que parecía decir: «Yo no pinto, yo me inmolo». A Vincent no le gustó nada ese retrato. Cuando se lo enseñaste, quedó un buen rato observándolo, muy pálido, mordiéndose el labio inferior, el tic que lo asaltaba en los malos momentos. Por fin, murmuró: «Sí, ése soy yo. Pero, loco».

¿No lo estabas acaso, Vincent? Claro que sí. Paul se fue convenciendo de ello, al advertir los súbitos cambios de humor que aquejaban a su amigo, la velocidad con que, del halago empalagoso y abrumador podía pasar a la agresividad, a discusiones absurdas, a reñirlo por nimiedades. Luego de cada discusión caía en un letargo de muerte, en una inmovilidad de la que Paul, alarmado, debía sacudirlo con zalamerías, tragos de ajenjo o arrastrándolo donde madame Virginie, a que se acostara con Rachel.

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