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Entonces, lo decidiste: era hora de irse. Esta convivencia acabaría mal. Con tacto, intentaste prepararlo, dejando caer en los diálogos de sobremesa que, por razones de familia, tal vez deberías partir de Arles antes del año que habían acordado pasar juntos. Mejor no lo hubieras hecho, Paul. El holandés advirtió en el acto que habías tomado ya la decisión de partir, y entró en un estado de nerviosismo histérico, en un desquiciamiento mental. Parecía un amante desesperado porque el ser que ama lo va a dejar. Te rogaba, te imploraba que permanecieras todo el año con él, con lágrimas en los ojos y la voz rota, o dejaba de hablarte días enteros, mirándote con rencor y odio, como si le hubieras causado un daño irreparable. A veces, sentías infinita piedad por ese ser desvalido, desarmado ante el mundo, que se aferraba a ti porque te sentía fuerte, un luchador. Pero, otras veces, te indignabas: ¿no tenías tú suficientes problemas para echarte encima también los del Holandés Loco?

Las cosas se precipitaron unos días antes de la Nochebuena de 1888. Paul se despertó de pronto en su cuarto de La Casa Amarilla con una sensación opresiva. En la débil luminosidad que entraba por la ventana, distinguió la silueta de Vincent, al pie de la cama, observándolo. Se incorporó, asustado: «¿Qué pasa, Vincent?». Sin decir palabra, su amigo salió de la habitación como una sombra. Al día siguiente, le juró que no recordaba haber entrado a su cuarto; había sido, tal vez-, un acto de sonambulismo. Dos días después, la víspera de la Navidad, en el Café de la Plaza Forum, Paulle anunció que, muy a su pesar, tenía que partir. Asuntos familiares exigían su presencia en París. Se iría dentro de unos días y, si todo se arreglaba, tal vez- volvería en el futuro a pasar otra temporada con éL Vincent lo escuchó mudo, asintiendo de rato en rato con exagerados movimientos de cabeza. Estuvieron bebiendo un buen momento, sin hablar. De pronto, el holandés cogió su copa semivacía y se la arrojó a la cara, con furia. Paul consiguió esquivarla. Se levantó, a grandes trancos fue a La Casa Amarilla, metió en una bolsa dos o tres enseres de primera necesidad, y, al salir, se dio con Vincent, que entraba. Le dijo que se iba a un hotel y que mañana vendría a recoger el resto de sus cosas. Le habló sin rencor:

– Lo hago por los dos, Vincent. Esa copa podría partirme la cara la próxima vez que me la lances. Y yo no sé si me contendré, como esta noche. O si me echaría sobre ti, a torcerte el pescuezo. Nuestra amistad no debe terminar así.

Pálido como un muerto, con los ojos enrojecidos, Vincent lo miraba fijamente, sin decir nada. Desde hacía algún tiempo, le había dado por raparse como un recluta o un bonzo, y cuando la tristeza o la rabia lo alteraban, como ahora, su cráneo parecía también latir, igual que sus sienes y su mentón.

Paul partió y -lo recordabas muy bien-, en la calle, el frío del invierno le caló los huesos. En su caminata a través de la ciudad amurallada, oyó, en algunas casas, a las familias cantando villancicos. Iba rumbo a la estación, a un hotel modesto cuya patrona conocía. Al atravesar la placita Victor Hugo, sintió pasos a su espalda, muy próximos. Se volvió, con un mal pálpito, y, en efecto, a pocos metros, con una navaja de afeitar en la mano y descalzo, Vincent lo fulminaba con unos ojos terribles.

– ¿Qué pasa? ¿Qué significa esto? -le gritó.

El holandés dio media vuelta y echó a correr. ¿Hiciste mal, Paul, no alertando de inmediato a los gendarmes sobre el estado de tu amigo? Sí, sin duda. Pero cómo diablos ibas a imaginar que el pobre Vincent, luego de esa frustrada tentativa de acuchillarte, iría a cortarse media oreja izquierda y a llevarle el pedazo de carne sanguinolento, envuelto en un periódico, a Rachel, la putita flaca de madame Virginie. Y, luego, como si fuera poco, a tumbarse en su propia cama, con la cabeza envuelta en toallas, que, a la mañana siguiente, cuando entraste a La Casa Amarilla -rodeada de policías y curiosos-, verías impregnadas de sangre, como las sábanas, las paredes, los cuadros. Parecía que, el Holandés Loco, además de cortarse la oreja, en un ritual bárbaro, hubiera bautizado con su sangre todo el escenario de su mutilación. Y, ahora, la basura esa, los petimetres parisinos, te echaban la culpa de la tragedia de Vincent. Porque, el holandés, desde que hizo aquella enormidad, no levantó cabeza más. Primero, encerrado en el Hotel Dieu de Arles; luego, cerca de un año, en el sanatorio de Saint-Rémy, y finalmente, el último mes de su vida, en el pueblecito de Auvers-sur-Oise, donde terminó pegándose aquel mal tiro en la barriga que lo hizo agonizar todo un día con dolores atroces antes de morir. Ahora, los ociosos de París, que nunca le compraron un cuadro mientras estaba vivo, habían decretado postmortem que Vincent era un genio. Y que tú, por no haberlo salvado en aquella Nochebuena, eras su verdugo y destructor. ¡Canallas!

¿Descubrirían, después de tu muerte, que también eras un genio, Paul? ¿Empezarían a venderse tus cuadros a los altos precios que se vendían ahora los del Holandés Loco? Sospechabas que no. Por lo demás, tampoco te importaba ya tanto como antaño ser reconocido, famoso, un artista inmortal. No ocurriría. Atuona estaba demasiado lejos de París para que, allí donde se decidían los prestigios y las modas artísticas, esos frívolos se interesaran por lo que habías hecho. A ti, ahora, lo que te obsesionaba no era la pintura, sino la enfermedad impronunciable, que, al cuarto mes de tu estancia en Hiva Da, atacó de nuevo, feroz.

Las llagas le comían las piernas y ensuciaban las vendas tan rápido que, al final, ya no tenía ánimos para cambiárselas. Debía hacerlo él porque Vaeoho, asqueada, se negó, amenazándolo con dejado si la obligaba a curarlo. Conservaba las vendas sucias dos o tres días, oliendo mal y llenas de moscas, que también se cansaba de espantar. El doctor Buisson, director de Sanidad en Hiva Da, a quien había conocido en Papeete, le ponía inyecciones de morfina y le daba láudano. Le calmaba el dolor, pero lo mantenía en un estado de sonambulismo idiota, y el presentimiento agudo de un deterioro rápido de su estado mental. ¿Ibas a terminar como el Holandés Loco, Paul? En junio de 1902 le fue casi imposible caminar, por el dolor en las piernas. Apenas le quedaba dinero de la venta de su casa de Punaauia. Invirtió sus últimos ahorros en comprarse un cochecito tirado por un pony que, cada tarde, embutido en una camisa verde y un pareo azul, su gorrita parisina y un nuevo bastón de madera al que había labrado -otra vez- como empuñadura un falo erecto, lo llevaba, dando un rodeo por la misión protestante y los hermosos tamarindos de la casa del pastor Vernier, hacia la Bahía de los Traidores. A esta hora estaba siempre llena de chiquillos y chiquillas bañándose en el mar o montando a pelo los caballitos salvajes que relinchaban y saltaban sobre las olas, desafiantes. Frente a la bahía, la islita desierta de Hanakee parecía un cachalote dormido, una gran ballena de esas que venían a buscar antes, desde Norteamérica, los barcos balleneros a los que los nativos de Hiva Oa tenían todavía un miedo cerval. Porque, según contaban, la tripulación de aquellas naves solía emborrachar a los indígenas para luego secuestrarlos y llevárselos consigo, como esclavos. Con uno de estos balleneros había ocurrido aquel episodio que daba a la bahía su nombre infame. Hartos de los secuestros, los nativos de Hiva Oa habrían recibido con fiestas, bailes y comilonas de pescado crudo y cerdo salvaje a la tripulación de uno de estos barcos. Y, en medio del festín, los degollaron a todos. «¡Confiesen que se los comieron!», rugía Koke, exaltado, cada vez que oía esta historia. «¡Bravo! ¡Muy bien hecho! ¡Hicieron bien!» Poco antes de que se ocultara el sol, Koke regresaba a La Casa del Placer dando un rodeo que lo hacía cruzar la única calle de Atuona. La recorría muy lentamente, conteniendo al pony, desde el embarcadero hasta la pensión del chino-maorí Matikana, saludando ceremoniosamente a todo el mundo, aunque, a la mayoría, sus ojos fueran ya incapaces de identificar cabalmente.

A su llegada, porque habían oído hablar de él como editor de Les Guépes, los católicos de la isla lo recibieron como a uno de los suyos. Pero, luego, su vida disipada, sus borracheras, sus intimidades con los nativos, las leyendas facinerosas sobre lo que ocurría en La Casa del Placer, lo convirtieron en un réprobo. Los protestantes, a quienes tanto había atacado en Les Guépes, lo miraban de lejos, con resentimiento. Pero, la brusca partida del doctor Buisson, trasladado a Papeete a mediados de junio, lo impulsó a acercarse al pastor protestante, Paul Vernier, a quien había atacado personalmente en su revista. Ky Dong y Tioka lo llevaron a él, diciéndole que era la única persona en Atuona que tenía algunos conocimientos de medicina y podía ayudado. El pastor Vernier, hombre manso y generoso, lo recibió sin sombra de rencor por los agravios recibidos, y, en efecto, trató de ayudarlo, con ungüentos y calmantes para las piernas. Algún efecto le hicieron, pues, en julio de 1902, fue capaz de nuevo de dar pequeños paseos valiéndose de sus propios pies.

Para celebrar su momentánea mejoría, el gendarme Désiré CharpilleTtuvo la idea de nombrado -ya que era un artista- juez del tradicional concurso musical que se llevaba a cabo el 14 de julio entre los coros de los dos colegios de la isla, el católico y el protestante. La rivalidad entre ambas misiones se manifestaba en las cosas más nimias. Tratando de no envenenar más esta rivalidad, Paul optó por un fallo salomónico: empate entre los concursantes. Pero esa repartición dejó insatisfechas a las dos iglesias, que quedaron ambas enojadas con él. De manera que debió retirarse hacia La Casa del Placer en medio de las recriminaciones y la hostilidad general.

Pero, cuando el carrito tirado por el pony llegó a su casa, lo recibió una agradable sorpresa. Ahí estaba su vecino, Tioka, el maorí de la barba blanca, esperándolo. Muy serio, le dijo que, luego del tiempo transcurrido, lo consideraba un verdadero amigo. Venía a proponerle que celebraran la ceremonia de la amistad recíproca. Era muy simple. Consistía en intercambiar los nombres respectivos, sin perder los propios. Así lo hicieron, y, desde entonces, su vecino pasó a llamarse Tioka-Koke, y él, Koke-Tioka. Ya eras todo un marquesano, Paul.

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