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X. Nevermore Punaauia, mayo de 1897

Cuando, a fines de mayo de 1896, Pau'ura le dijo que estaba encinta, Koke no dio importancia a la noticia. y su vahine tampoco; a la manera maorí, tomaba su preñez sin alegría ni amargura, con tranquilo fatalismo. Había sido una pésima época para él, por el rebrote de las llagas, los dolores al tobillo y las penurias económicas luego de gastarse hasta el último centavo de la herencia del tío Zizi. Pero el embarazo de Pau'ura coincidió con un cambio de suerte. Al mismo tiempo que las llagas de sus piernas una vez más comenzaban a cerrarse, le llegó un envío de mil quinientos francos de Daniel de Monfreid: Ambroise Vollard había vendido unas telas y una escultura, por fin. Al ex soldado francés, Pierre levergos, que, luego de dejar el uniforme se había instalado en una finquita de frutales en los alrededores de Punaauia y venía a veces a fumarse una pipa y a tomarse un trago de ron con él, Paul le aseguró, medio en broma medio en serio:

– Desde que supieron que iba a ser padre de un tahitiano, los Ariori han decidido protegerme. A partir de ahora, con ayuda de los dioses de esta tierra, las cosas irán bien.

Así ocurrió, por un tiempo. Con dinero y la salud algo mejorada -aunque sabía que el tobillo lo atormentaría siempre y seguiría cojo de por vida- luego de pagar deudas pudo volver a comprar aquellos toneles de vino, que, en la puerta de su cabaña, recibían a los visitantes, y organizar, los domingos, aquellas comidas en las que el plato estrella era una tortilla babosa, casi líquida, que preparaba él mismo, con aspavientos de maestro cocinero. Las fiestas provocaron de nuevo las iras del párroco católico y del pastor protestante de Punaauia, pero Paul no les hacía el menor caso.

Estaba de buen humor, animoso, y, para su propia sorpresa, conmovido al ver cómo comenzaban a ensancharse la cintura y el vientre de su vahine. La chiquilla no tuvo, los primeros meses, esos vómitos y mareos que acompañaron todos los embarazos de Mette Gad. Por el contrario, Pau'ura continuó su régimen de vida, como si ni siquiera advirtiese que germinaba un ser en sus entrañas. A partir de septiembre, cuando comenzó a abultarse su vientre, adquirió una suerte de placidez, de lentitud cadenciosa. Hablaba despacio, respirando hondo, movía las manos en cámara lenta y caminaba con los pies muy abiertos para no perder el equilibrio. Koke dedicaba mucho tiempo a espiarla. Cuando la veía inspirar hondo, llevándose las manos al vientre, como queriendo auscultar al niño, lo embargaba una sensación desconocida: la ternura. ¿Te estabas volviendo viejo, Koke? Tal vez. ¿Podía un salvaje sentirse ilusionado por la universalmente compartida experiencia de la paternidad? Sí, sin duda, ya que te sentías feliz con esa criatura de tu semen que pronto iba a nacer.

Su estado de ánimo se reflejó en cinco cuadros que pintó deprisa, en torno al tema de la maternidad: Te arii vahine (La mujer noble); No te aha oe riri (¿Por qué estás enojada?); Te tamari no atua (El hijo de Dios); Nave nave mahana (Días deliciosos) y Te rerioa (El sueño). Cuadros en los que apenas te reconocías, Koke, pues en ellos la vida se mostraba sin drama, tensiones ni violencia, con apatía y sosiego, en medio de paisajes de suntuoso colorido. Los seres humanos parecían un escueto trasunto de la paradisíaca vegetación. ¡La pintura de un artista satisfecho!

La niña nació tres días antes de la Navidad de 1896, al atardecer, en la cabaña donde vivían, atendida por la partera del lugar. Fue un parto sin complicaciones, con el telón de fondo de los coros navideños que ensayaban las niñas y niños de Punaauia en las iglesias protestante y católica. Koke y Pierre Levergos celebraron el nacimiento con vasos de ajenjo, sentados al aire libre, entonando canciones bretonas que el pintor acompañaba con su mandolina.

– Un cuervo -dijo Koke, de pronto, dejando de tocar y señalando el gran mango vecino.

– En Tahití no hay cuervos -se sorprendió el ex soldado, levantándose de un salto, para ir a ver-. Ni cuervos ni serpientes. ¿No sabías, acaso?

– Es un cuervo -insistió Koke-. He visto muchos en mi vida. En la casa de Marie-Henry, la Muñeca, en Le Pouldu, uno venía a dormir todas las noches a mi ventana, a advertirme una desgracia que yo no adiviné. Nos hicimos amigos. Ese pajarraco es un cuervo.

No pudieron confirmado, pues, cuando se acercaron al mango, el bulto oscuro, la sombra alada, se esfumó.

– Es un ave de mal agüero, lo sé muy bien -insistió Koke-. El de Le Pouldu vino a anunciarme una tragedia. Éste ha venido hasta aquí con la noticia de otra catástrofe. Se me abrirán los eczemas, o, en la próxima tormenta, a esta cabaña le caerá un rayo y la incendiará.

– Era otro pajarraco, quién sabe cuál -porfió Pierre Levergos-. En Tahití, en Moorea y demás islas de acá, jamás se ha visto un cuervo.

Dos días después, mientras Koke y Pau'ura discutían sobre dónde llevar a la niña a bautizar -ella quería la iglesia católica, pero él no, pues el padre Damián era peor enemigo suyo que el reverendo Riquelme, más tratable-, la criatura se puso rígida, comenzó a amoratarse como si le faltara la respiración y quedó inmóvil. Cuando llegaron al puesto sanitario de Punaauia, ya había expirado. «Por un defecto congénito en el sistema respiratorio», según el parte de defunción que firmó el oficial de la salud pública.

Enterraron a la niña en el cementerio de Punaauia, sin servicio religioso. Pau'ura no lloró, ni ese día ni los siguientes, y, poco a poco, retornó su rutina, sin mencionar para nada a su hijita fallecida. Paul tampoco hablaba de ella, pero pensaba día y noche en lo ocurrido. Este pensamiento llegó a torturarle el espíritu como, meses atrás, el Retrato de Aline Gauguin, cuyo paradero nunca averiguó.

Pensabas en la niña muerta y en el siniestro pajarraco -era un cuervo, estabas seguro, por más que nativos y colonos aseguraran que no había cuervos en Tahití-. Aquella silueta alada removía viejas imágenes de tu memoria, de un tiempo que, aunque no tan lejano, sentías ahora remotísimo. Trató de procurarse alguna publicación, en la modesta biblioteca del Club Militar de Papeete, y en la biblioteca particular del colono Auguste Goupil -la única digna de ese nombre en toda la isla-, donde apareciera la traducción al francés. del poema El cuervo, de Edgar Allan Poe. Lo habías escuchado leer en alta voz al traductor, tu amigo, el poeta Stéphane Mallarmé, en su casa de la rue de Rome, en esas tertulias de los martes a las que, en una época, solías concurrir. Recordabas con claridad las explicaciones del elegante y fino Stéphane sobre el período atroz de la vida de roe, deshecho por el alcohol, la droga, el hambre y las penalidades familiares allá en Filadelfia, en que había escrito la primera versión de aquel texto. Ese tremendo poema, traducido de modo tan tétrico y a la vez tan armonioso, tan sensual y tan macabro, te llegó al tuétano, Paul. La impresión de esa lectura te incitó a hacer un retrato de Mallarmé, como homenaje a quien había sido capaz de verter de manera tan astuta, en francés, aquella obra maestra. Pero a Stéphane no le gustó. Acaso tenía razón, acaso no llegaste a atrapar su elusiva cara de poeta.

Recordó que, en la cena del Café Voltaire del 23 de marzo de 1891 que le dieron sus amigos para despedido, en vísperas de su primer viaje a Tahití, y que había presidido, justamente, Stéphane Mallarmé, éste leyó dos traducciones de El cuervo, la suya y la del tremebundo poeta Charles Baudelaire, que se jactaba de haber hablado con el diablo. Luego, en agradecimiento por el retrato, Stéphane regaló a Paul un ejemplar dedicado de la pequeña edición privada de su traducción, aparecida en 1875. ¿Dónde estaba ese librito? Revisó el baúl de los cachivaches, pero no lo encontró. ¿Quién de tus amigos se había quedado con él? ¿En cuál de tus innumerables mudanzas se extravió ese poema que ahora tenías urgencia -como de alcohol, como de láudano cuando te atacaban los dolores- de volver a leer? La desazonadora memoria de lo que significó buscar el retrato de tu madre te impidió rogar a tus amigos que trataran de encontrar aquella traducción del poema de Poe.

N o recordaba los versos, sólo el ritmo con que terminaban las estrofas -«Nevermore», «Nunca más»-, y también el desarrollo y la anécdota. Un poema escrito para ti, Koke, el tahitiano, en este momento de tu vida. Te sentías -eras- el estudiante aquel al que, en esa medianoche borrascosa, cuando está sumido en sus cavilaciones y lecturas, con el corazón destrozado por la muerte de su amada Leonor, viene a interrumpir un cuervo. Irrumpe por la ventana de su estancia, traído por la tempestad o enviado por las tinieblas, y se posa sobre el busto de blanco mármol de Palas, que custodia la puerta. Recordabas con lucidez febril la melancolía y los matices macabros del poema, sus alusiones a la muerte, al horror, a la desdicha, al infierno «‹las playas de Plutón»), a la tiniebla, a la incertidumbre del más allá. A todas las preguntas del estudiante sobre su amada, sobre el futuro, el pajarraco respondía con el siniestro graznido «‹¡Nunca más!», «Nevermore») hasta crear una angustiosa conciencia de eternidad, de tiempo inmóvil. Y los versos finales, cuando la historia abandona, condenados a seguir frente a frente, hasta el fin de los tiempos, al estudiante y su negra visita.

Tenías que pintar, Koke. La crepitación espiritual que no te invadía hacía tiempo estaba ahí, de nuevo, exigiéndotelo, convirtiéndote en un ser convulsionado, incandescente. Sí, sí, por supuesto: pintar. ¿Qué pintarías? Afiebrado, comido por la excitación y ese hervor de la sangre que le erizaba la piel, subía hasta su cerebro y lo hacía sentirse seguro, poderoso, triunfante, dispuso una tela en el bastidor y la aseguró sobre el caballete con tachuelas. Comenzó a pintar a la niña muerta, tratando de resucitada desde las creencias y las supersticiones de los antiguos maoríes, esas de las que no quedaba rastro o que los actuales mantenían tan ocultas, tan secretas, que estaban vedadas para ti, Koke. Trabajó jornadas enteras, mañana y tarde, con un descanso al mediodía para una corta siesta, reinventando el cuerpecillo ínfimo, la carita amoratada. Al atardecer del tercer día, cuando la luz declinante ya no le permitía trabajar con comodidad, echó un brochazo de pintura blanca sobre la imagen tan afanosamente construida. Se sentía asqueado, enardecido, con una rabia que le rebalsaba por las orejas y los ojos, esa ira que lo poseía cuando, luego de una racha de entusiasmo que lo empujaba a trabajar, advertía que había fracasado. Lo que te mostraba la tela era basura, Koke. Entonces, a la decepción, a la frustración, a la sensación de impotencia, se sumó un dolor agudo en las articulaciones y los huesos. Dejó los pinceles junto a la paleta y decidió beber, hasta la inconsciencia. Cuando cruzaba el dormitorio hacia la entrada, donde estaba el tonel de clarete, vio, sin ver, a Pau'ura desnuda, tendida de costado, la cara vuelta hacia las rectangulares aberturas del tabique por las que, en un cielo azul cobalto, asomaban las primeras estrellas. Los ojos de su vahine se posaron un instante sobre él, indiferentes, y regresaron a mirar el cielo, con serenidad, o, acaso, desinterés. En ese desgano crónico de Pau'ura hacia todo había algo misterioso, hermético, que lo intrigaba. Se detuvo en seco, se acercó a ella, y, de pie, la observó. Sentías una sensación extraña, una premonición.

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