La última parte del viaje de Le Mexicano, frente a la costa sudamericana, fue la menos ingrata. Haciendo honor a su nombre, el mar Pacífico se mostró siempre calmado, y Flora pudo leer con más tranquilidad, además de los suyos, los libros de la pequeña biblioteca del barco, que contenía autores como Lord Byron y Chateaubriand a los que leía por primera vez. Lo hacía tomando notas, estudiándolos, y descubriendo, en cada página, ideas que la imantaban. También, las lagunas de su educación.
Pero ¿acaso habías tenido alguna educación, Florita? Ésa era la tragedia de tu vida, no André Chazal. ¿Qué clase de educación tenían las mujeres, incluso hoy día? ¿Hubiera sido posible un episodio como el de esas beatas que te llamaron «judía» en la iglesia de Saint-Pierre, y las que te creían una «puta» en el taller de tejedores, si las mujeres recibieran una educación digna de ese nombre? Por eso, las escuelas obligatorias para mujeres de la Unión Obrera revolucionarían la sociedad.
Le Mexicano atracó en el puerto de Valparaíso a los ciento treinta y tres días de haber zarpado de Burdeos, con cerca de dos meses de atraso sobre el tiempo previsto. Valparaíso era una sola calle larguísima, paralela al mar de arenas negras, y en ella se agitaba una humanidad variopinta, donde parecían representados todos los pueblos del planeta, a juzgar por la variedad de lenguas que se hablaba, fuera del español: inglés, francés, chino, alemán, ruso. Todos los mercaderes, mercenarios y aventureros del mundo que venían a buscarse la vida en América del Sur, entraban al continente por Valparaíso.
El capitán Chabrié la ayudó a instalarse en una pensión regentada por una francesa, madame Aubrit. Su llegada provocó una conmoción en el pequeño puerto. Todo el mundo conocía a su tío, don Pío Tristán, el hombre más rico y poderoso del sur del Perú, que había estado exiliado un tiempo aquí en Valparaíso. La noticia de la llegada de una sobrina francesa de don Pío -ir de París!- alborotó el vecindario. Los tres primeros días, Flora debió resignarse a recibir una procesión de visitantes. Las familias principales querían presentar sus saludos a la sobrina de don Pío, de quien todos juraban ser amigos, y, al mismo tiempo, comprobar con sus propios ojos si lo que decía la leyenda de las parisinas -bellas, elegantes y diablas- correspondía a la realidad.
Con las visitas, llegó una noticia que hizo a Flora el efecto de una bomba. Su anciana abuela, la madre de don Pío, en quien había puesto tantas esperanzas para ser reconocida e integrada en la familia Tristán, había fallecido en Arequipa el 7 de abril de 1833, el mismo día en que Flora cumplía treinta años y se embarcaba en Le Mexicano. Mal comienzo para tu aventura sudamericana, Andaluza. Chabrié la consoló como pudo, al ver que ella se ponía lívida. Flora iba a aprovechar la ocasión para decide que estaba demasiado turbada para dar una respuesta a su oferta de matrimonio, pero, él, adivinándola, le impidió hablar:
– No, Flora, no me diga nada. No todavía. No es éste el momento para un asunto tan importante. Siga su viaje, vaya a Arequipa a reunirse con su familia, arregle sus problemas. Yo iré a verla allá, y entonces me hará conocer su decisión.
Cuando, el 18 de julio de 1844, Flora dejó Avignon, rumbo a Marsella, estaba más alentada que los primeros días en la ciudad de los Papas. Había constituido un comité de la Unión Obrera con diez miembros -trabajadores textiles y del ferrocarril, y un panadero- y asistido a dos intensas reuniones secretas con los carbonarios. Éstos, pese a ser reprimidos con dureza, seguían activos en Provenza. Flora les explicó sus ideas, los felicitó por el coraje con que luchaban por sus ideales republicanos, pero consiguió exasperarlos, al decides que formar sociedades secretas y actuar en la clandestinidad, eran chiquillerías, romanticismos tan anticuados como las pretensiones de los icarianos de ir a fundar el Paraíso en América. La lucha había que librada a plena luz, a la vista de todo el mundo, aquí y en todas partes, para que las ideas de la revolución llegaran a los trabajadores y los campesinos, a todos los explotados sin excepción, porque sólo ellos, movilizándose, transformarían la sociedad. Los carbonarios la escuchaban desconcertados. Algunos, le recriminaron ásperamente formularles críticas que nadie le había pedido. Otros, parecían impresionados con su audacia. «Después de su visita, tal vez los carbonarios tengamos que revisar la prohibición de aceptar mujeres en nuestra sociedad», le dijo el jefe, señor Proné, al despedida.