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Lo que más la impresionó fueron las limeñas de la buena sociedad. Cierto, parecían ciegas y sordas a la miseria que las rodeaba, esas calles llenas de mendigos e indios descalzos que, en cuclillas e inmóviles, parecían esperar la muerte, ante los que lucían sus elegancias y riquezas sin el menor embarazo. ¡Pero de qué libertad gozaban! En Francia, hubiera sido inconcebible. Vestidas con el atuendo típico de Lima, el más astuto e insinuante que se podía inventar, el de las «tapadas», que constaba de la saya, una estrecha falda y un manto que, como un saco, envolvía hombros, brazos, cabeza y dibujaba las formas de una manera delicada y cubría tres cuartas partes de la cara, dejando al descubierto sólo un ojo, las limeñas, vestidas así-disfrazadas así-, a la vez que fingían ser todas bellas y misteriosas, también se volvían invisibles. Nadie podía reconocerlas -empezando por sus maridos, según las. oía jactarse Flora- yeso les inspiraba una audacia inusitada. Salían solas a la calle -aunque seguidas a distancia por una esclava- y les encantaba dar sorpresas o burlarse con picardías de los conocidos a quienes cruzaban en la calzada, que no podían identificarlas. Todas fumaban, apostaban fuertes sumas en el juego, y hacían gala de una coquetería permanente, a veces desmedida, con los caballeros. La señora Denuelle le fue informando sobre los amores clandestinos, las intrigas amorosas en que esposos y esposas andaban enredados, y que, a veces, si estallaba el escándalo, solían culminar en duelos a sable o pistola a orillas del lánguido río Rímac. Además de salir solas, las limeñas montaban a caballo vestidas de hombre, tocaban la guitarra, cantaban y bailaban, incluso las viejas, con soberbio descaro. Viendo a estas mujeres emancipadas, Florita se veía en apuros cuando, en las reuniones y saraos, aquéllas, abriendo los labios con fruición y con los ojos ávidos, le pedían que les contara «las cosas tremendas que hacían las parisinas». Las limeñas tenían una predilección enfermiza por los zapatitos de raso, de formas audaces y de todos los colores, uno de los artilugios claves de sus técnicas de seducción. Te regalaron un par de ellos y tú, Florita, se los regalarías años después a Olympia, en prenda de amor.

A las cuatro semanas de estar Flora en Lima, apareció en la pensión Denuelle el coronel Bernardo Escudero. Estaba de paso por la capital, acompañando a la Mariscala, que, hecha prisionera en Arequipa, aguardaba

en el Callao el barco que la llevaría exiliada a Chile, adonde, por supuesto, también la escoltaría el militar español. Su marido, el general Gamarra, había huido a Bolivia, luego de que su rebelión contra Orbegoso terminara -en Arequipa, justamente- de modo truculento. La Mariscala y Gamarra entraron a la ciudad conquistada para ellos de aquella.!J1anera bufa por el general San Román, pocos días después de la partida de Flora. Las tropas gamarristas multiplicaban las exacciones contra los vecinos, lo que fue enardeciendo al pueblo arequipeño. Entonces, dos batallones gamarristas, encabezados por el sargento mayor Lobatón, decidieron sublevarse contra Gamarra y plegarse a Orbegoso. Se apoderaron de los puestos de mando, dando vítores a su antiguo enemigo, el presidente constitucional. El pueblo de Arequipa, al oír los disparos, malentendió lo que ocurría, y, harto ya de la ocupación, armado con piedras, cuchillos y escopetas de caza, se lanzócontra los sublevados creyéndolos todavía gamarristas. Cuando advirtieron su yerro, ya era tarde, pues habían linchado al sargento mayor Lobatón y a sus principales colaboradores. Entonces, más encolerizados todavía, atacaron al desconcertado ejército de Gamarra y San Román, que se desintegró ante la embestida popular. Los soldados cambiaron de bando o se dieron a la fuga. El general Gamarra alcanzó a huir, disfrazado de mujer, y, rodeado de un pequeño séquito, fue a asilarse a Bolivia. La Mariscala, a quien la muchedumbre enfurecida buscaba para lincharla, se tiró por el techo de la vivienda donde estaba hospedada, a una casa vecina, donde horas después fue capturada por las tropas regulares de Orbegoso. Siempre diestro y veloz para adaptarse a las nuevas circunstancias políticas, ahora don Pío Tristán presidía el Comité Provisional de Gobierno de Arequipa, que se había declarado orbegosista y puesto la ciudad a las órdenes del presidente constitucional. Este comité había decidido el exilio de la Mariscala, que el gobierno de Lima confirmó.

Florita rogó a Bernardo Escudero que la llevara a conocerla. Estuvo con doña Pancha a bordo del barco inglés William Rusthon, que le servía de prisión. Aunque derrotada, y semidestruida (moriría unos meses después), a Flora le bastó ver a esta mujer de talla mediana, robusta, de fiera cabellera y ojos azogados, y encontrar su mirada orgullosa, desafiante, para sentir la fuerza de su personalidad.

– Yo soy la salvaje, la feroz, la terrible doña Pancha que se come crudos a los niños -le bromeó la Mariscala, con voz brusca y seca. Vestía con elegancia estridente, y tenía sortijas en todos los dedos, zarcillos de diamantes y un collar de perlas-. Mi familia me ha pedido que me vista así, en Lima, y he tenido que darle gusto. Pero, la verdad, yo me siento más cómoda con botas, guerrera y pantalones, y sobre el lomo del caballo.

Estaban conversando en cubierta, cordialmente, cuando, de pronto, doña Pancha palideció. Le comenzaron a temblar las manos, la boca, los hombros. Volteó los ojos y a sus labios asomó una espuma blanca. Escudero y las damas que la acompañaban debieron llevársela cargada al camarote.

– Desde el desastre de Arequipa, los ataques le repiten todos los días -le contó Escudero, esa noche-. Y, a menudo, varias veces al día. Se quedó muy apenada de no haber podido charlar más con usted. Me dijo que la invitara a volver al barco, mañana.

Flora volvió y se encontró con una mujer deshecha, un espectro de labios exangües, ojos hundidos y manos temblorosas. En una noche le habían caído muchos años encima. Incluso para hablar, tenía dificultad.

Pero, no era éste su último recuerdo de Lima. Sino la visita a la hacienda Lavalle, la más grande y próspera de la región, a dos leguas de la capital. El dueño, señor Lavalle, hombre exquisito, de gran refinamiento, le habló en buen francés. La hizo recorrer los cañaverales, los molinos de agua donde se trituraba la caña, los calderos de la refinería donde se separaba el azúcar de la melaza. Flora quería a toda costa hacerle hablar de sus esclavos. Ya a finales de la visita, el señor Lavalle tocó el tema:

– La falta de esclavos nos está arruinando a los agricultores -se quejó-. Figúrese, yo tenía mil quinientos y me quedan apenas novecientos. Por la falta de aseo, el descuido, la holgazanería y sus costumbres bárbaras se llenan de enfermedades y mueren como moscas.

Flora se atrevió a insinuar que, tal vez, la existencia miserable que llevaban y la ignorancia debido a la falta total de educación explicara que los esclavos fueran tan propensos a enfermarse.

– Usted no conoce a los negros -replicó el señor Lavalle-. Dejan morir a sus hijos de perezosos que son. Su indolencia no tiene límites. Son peores que los indios, todavía. Sin el látigo, no se consigue nada de ellos.

Flora no pudo contenerse más. Exclamó que la esclavitud era una aberración humana, un crimen contra la civilización, y que, tarde o temprano, también en el Perú se aboliría, igual que en Francia.

El señor Lavalle se quedó mirándola, desconcertado, como si descubriera a otra persona a su lado.

– Mire usted lo que ha pasado en la antigua colonia francesa de Santo Domingo desde que se emancipó a los esclavos -replicó, por fin, incómodo-. El caos total y el retorno a la barbarie. Allá los negros se están comiendo unos a otros.

Y, para mostrarle los extremos a que podían llegar aquellas gentes, la condujo a los calabozos de la hacienda. En una celda semi a oscuras, con el suelo lleno de paja -parecía el cubil de alguna fiera-, le mostró a dos negras jóvenes, totalmente desnudas, encadenadas a la pared.

– ¿Por qué cree usted que están aquí? -le dijo, con tonito triunfal-. Estos monstruos mataron a sus propias hijas recién nacidas.

– Las comprendo muy bien -repuso Flora-. En el caso de ellas, yo hubiera hecho el mismo favor a una hija mía. Librarla, aunque sea con la muerte, de una vida de infierno, como esclava.

¿Empezaste ahí, Florita, en esa hacienda cañera de las afueras de Lima, delante de este caballero limeño afrancesado, esclavista y feudal, tu carrera de agitadora y rebelde? En todo caso, sin aquel viaje al lejano Perú, sin las experiencias vividas allí, no serías lo que eras ahora.

¿Qué eras ahora, Andaluza? Una mujer libre, sí. Pero una revolucionaria fracasada en toda la línea. Por lo menos, aquí, en Nlmes, esta ciudad de ensotanados que apestaba a incienso. Porque, el 5 de agosto, día de su partida a Montpellier, cuando hizo el balance de su estadía, el resultado no pudo ser más pobre. Sólo setenta ejemplares vendidos de La Unión Obrera ; los otros cien que trajo, debió dejados donde el doctor Pleindoux. Y no pudo constituir un comité. En las cuatro asambleas, ninguno de los asistentes se animó a trabajar por la Unión Obrera. Por supuesto, nadie fue a despedida a la estación la mañana de su partida.

Pero, unos días después, ya en Montpellier, por una asustada misiva del administrador del Hotel du Gard supo que, después de todo, alguien se había interesado por ella en Nimes, aunque, felizmente, sólo después de su partida. El comisario local, acompañado de dos gendarmes, se presentó en el establecimiento con una orden firmada por el alcalde de Nimes, ordenando su expulsión inmediata de la ciudad «por azuzar a los obreros nimenses a pedir aumento de salario».

La noticia le provocó una carcajada y la tuvo todo el día de buen humor. Vaya, vaya. No eras una revolucionaria tan fracasada, pues, Florita.

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