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¿Qué harías, entonces? Salir cuanto antes de esta maldita isla de Tahití a la que Europa ya había podrido, acabando con todo lo que la hacía, antes, salvaje y respirable. ¿Adónde llevarías tus huesos cansados y tu cuerpo enfermo, Paul? A las Marquesas, naturalmente. Allá, un pueblo maorí todavía libre, indómito, conservaba intacta su cultura, sus costumbres, el arte de los tatuajes, y, en el fondo de los bosques, lejos de la vigilancia occidental, practicaba el canibalismo sagrado. Sería un baño lustral, Koke. En ese nuevo ambiente, fresco y virgen, la enfermedad impronunciable se detendría. Era posible que allá volvieras a empuñar los pinceles, Paul.

Le bastó tornar la decisión para que las cosas comenzaran a organizarse de modo favorable. Acababan de darle de alta en el Hospital Vaiami, cuando, como una bomba, llegó la noticia de que París había removido de su cargo al gobernador Gustave Gallet. Los colonos para los que trabajabas quedaron tan felices con la noticia, que no te costó trabajo convencerlos de que, luego de este triunfo, ya no tenía sentido seguir sacando el periódico. Te despidieron con una buena gratificación.

Pocos días después, cuando, en uno de esos estados febriles que precedían siempre sus grandes cambios de vida, hada averiguaciones sobre barcos entre Tahití y las islas Marquesas, Pierre Levergos vino a decide que Axel Nordman, un caballero sueco recién avecindado en Tahití, quería comprarle su cabaña de Punaauia. La había visto, al pasar, y se prendó de ella. Paul cerró el negocio en cuarenta y ocho horas, con lo que reunió dinero para su pasaje, el flete de sus pocas pertenencias, e incluso para regalar una pequeña cantidad a Pau'ura y el pequeño Émile. La muchacha se negó terminantemente a acompañado a las Marquesas. ¿Qué iba a hacer allí, tan lejos de su familia? Ése era un mundo muy remoto y peligroso. Koke se moriría en cualquier momento ¿y qué harían ella y el niño? Prefería regresar donde su familia.

No te importó mucho. La verdad, Pau'ura y Émile hubieran sido un estorbo para empezar esta nueva existencia. En cambio, te irritó que Pierre Levergos se negara a acompañarte. Le ofreciste llevarlo de cocinero y compartir con él todo lo que tenías. Tu vecino fue categórico: ni por todo el oro del mundo se movería de aquí. Jamás cometería la locura de seguirte en esa descabellada decisión. Entonces, Paullo llamó aburguesado, cobarde, mediocre y desleal.

Pierre Levergos quedó un buen rato pensativo, sin responder a tus insultos, masticando una brizna de hierba con esa boca a la que faltaba la mitad de los dientes. Estaban sentados a la intemperie, junto al gran árbol de mango que les daba sombra. Por fin, sin alzar la voz, con aire tranquilo, deletreando las palabras, te habló así:

– Andas diciendo por todas partes que te vas a las Marquesas porque allá conseguirás modelos menos caras, porque allá hay tierras vírgenes y una cultura menos decadente. Yo creo que les mientes. Y te mientes también a ti, Paul. Te vas de Tahití por las ronchas de tus piernas. Aquí, ya ninguna mujer quiere acostarse contigo, por lo mal que huelen. Es por eso que Pau'ura no quiere acompañarte. Piensas que, en las Marquesas, como son más pobres que aquí, te podrás comprar niñas por un puñadito de dulces. Otro sueño tuyo que se convertirá en pesadilla, vecino, ya verás.

Nadie lo fue a despedir al puerto de Papeete el 10 de septiembre de 1901, cuando subió a La Croix du Sud, que partía hacia Hiva Oa. Llevaba consigo su armonio, su colección de estampas pornográficas, su baúl de recuerdos, su autorretrato como Cristo en el Gólgota y una pequeña pintura de Bretaña bajo la nieve. Pese a las insistencias del nuevo propietario de su casa de Punaauia de que se llevara todo, dejó allí algunos rollos de pintura y una docena de tallas de madera de sus inventados tupapaus. Según se lo comunicaría el señor Axel Nordman por carta, unos meses más tarde el nuevo propietario de su cabaña echó al mar todos esos monigotes porque asustaban a su hijito pequeño.

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