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¿Estabas vivo? Estabas vivo. Pero confuso, aturdido, avergonzado, sin fuerzas ni para levantar los brazos. Era el atardecer y, a lo lejos, presentía la última llamarada del crepúsculo. A ratos, perdía la conciencia y una galería de imágenes desfilaba por su mente. Una sobre todo, recurrente, sobre la cubierta del féróme-Napoléon. Un oficial te preguntaba: «¿Dónde le rompieron la nariz, marinero Gauguin?». «No está rota, señor, es así. Pese a mis ojos azules y a mi apellido francés, soy un Inca, señor. Mi marca es mi nariz.» Se había hecho de noche; cuando abría los ojos, veía estrellas y temblaba de frío. Se dormía, se despertaba, se volvía a dormir y de pronto supo con total lucidez qué título convenía al cuadro que había estado pintando estos últimos meses, después de medio año sin tocar los pinceles ni hacer un solo boceto en sus cuadernos. Esta certeza le inyectó una seguridad tranquilizadora y eclipsó la vergüenza que sentía por haber fracasado también en su suicidio, como Charles Laval en el Caribe, en abril o mayo de 1887, cuando contrajo la peste. Con los primeros destellos del alba recuperó la lucidez y las fuerzas para enderezarse y ponerse de pie. Las piernas le temblaban pero no le ardían y el tobillo no le causaba ahora molestia alguna. Antes de emprender el regreso, estuvo un buen rato sacándose a manotazos las hormigas rojas que ambulaban por su cuerpo. Qué frustradas se sentirían de que no murieras, Koke, qué banquete se hubieran dado con tu esqueleto podrido, pero tan terco y tan estúpido que se empeñaba en vivir.

Aunque la sed lo torturaba -tenía la lengua petrificada como la de un lagarto- mientras iba bajando la ladera de la montaña, hacia el valle, no se sentía mal, ni del cuerpo ni del espíritu, y, más bien, invadido por una excitación optimista. Ansiabas llegar pronto a tu casa, sumergirte en el río de Punaauia en el que te bañabas cada mañana antes de empezar a trabajar, beber un litro de agua y un té bien caliente con un chorrito de ron (¿quedaba ron?), y luego, encendiendo la pipa (¿quedaba tabaco?), meterte al estudio y, sin pérdida de tiempo, pintar aquel título que habías descubierto gracias a tu frustrado suicidio, en letras negras, en el rincón superior izquierdo de esa arpillera de cuatro metros de largo a la que habías estado imantado estas últimas semanas. ¿Una obra maestra? Sí, Koke. En aquel rincón superior presidirían la tela esas preguntas tremendas. No tenías la menor idea de las respuestas. Pero, sí, la seguridad de que en las doce figuras del cuadro, que trazaban, en un arco de sentido contrario al de las agujas del reloj, la trayectoria humana desde que la vida comienza en la infancia hasta que termina en la indigna vejez, estaban esas respuestas para quien supiera buscarlas.

Poco antes de llegar al valle se dio con una pequeña cascada que caía del flanco de la montaña sobre un surco de moho. Bebió, con felicidad. Se mojó la cara, la cabeza, los brazos, el pecho, y descansó, sentado en la orilla del sendero, las piernas en el vacío, sumido en un agradable atontamiento. Hizo el resto del camino borracho de fatiga, aunque animoso.

Entró a su casa cerca del mediodía, como si acabara de dar la vuelta al mundo. El pequeño Émile dormía desnudo, bocarriba, en su camastro, y Pau'ura, sobre las esteras, con el gato enroscado en sus piernas, trataba de sacar una melodía a la guitarra. Lo miró y le sonrió, sin dejar de acariciar las cuerdas de ese instrumento que nunca llegaría a amansar. Desafinaba en cada nota.

– Intenté matarme y fracasé, tragué tanto veneno que me vinieron vómitos yeso me salvó, pero me he quedado sin arsénico para mis piernas-dijo él, despacio, en francés, que Pau'ura entendía perfectamente, aunque lo hablara con dificultad-. No sólo soy un artista fracasado y un muerto de hambre. También, un suicida fracasado. Anda, prepárame una taza de té.

La expresión ida de su mujer no se alteró. De manera mecánica, esbozó otra sonrisa, mientras sus manos seguían empeñadas en sacar algunos acordes a la maltratada guitarra.

– Koke -dijo, sin moverse del sitio-. Una taza de té.

– Una taza de té! -repitió él, tumbándose en la cama, y azuzándola con

las manos-. ¡Ahora mismo!

Ella se desprendió del gato, dejó en el suelo la guitarra y fue con suave contoneo hacia la puerta. Parecía mayor de sus dieciséis o diecisiete años. Era rellenita, no muy alta, de largos cabellos azulados que le barrían los hombros y una piel sedosa, que, en contraste con su pareo rojo, parecía fosforecer. Una linda muchachita, acaso la más bonita vahine con la que habías convivido desde que pisaste Tahití. Había parido ya dos veces y no se le había deformado el cuerpo en lo más mínimo; su silueta seguía esbelta y juvenil. Llevabas ya años con ella, pero nunca habías llegado a quererla como a Teha' amana, a la que, de cuando en cuando, todavía echabas de menos con irreprimible nostalgia. ¿Y por qué no habías llegado a quererla, Koke, si, además de bella, era tan sumisa y servicial? Porque era demasiado tonta. En los últimos tiempos, había reducido los diálogos con su mujercita tahitiana a lo esencial. Si estaba callada, llegaba a sentir por Pau'ura cierto afecto; era una compañía, una ayuda, y, cuando lo asaltaba el deseo, algo que ahora le ocurría con menos frecuencia que antes, un cuerpo joven, duro y sensual. Pero, cuando abría la boca y hablaba, en su pobre francés o en un tahitiano que no siempre le resultaba comprensible, lo deprimía la banalidad de sus preguntas y su incapacidad para entender las explicaciones que él intentaba darle. Pero, sobre todo, lo exasperaba su desidia infinita para interesarse en cualquier cosa espiritual, intelectual, artística, o simplemente inteligente. ¿Había entendido que quisiste matarte? Lo había entendido muy bien. Pero, como todo lo que su marido hacía estaba bien, qué comentario iba a hacer al respecto. ¿Acaso tenía voz ni voto en las cosas de su amo y señor? No era una mujer, Koke. Era un cuerpecito adolescente, un cañita y unas tetas, nada más.

Se quedó dormido. Pero no por mucho rato, pues cuando abrió los ojos la taza de té que le había dejado Pau'ura junto a la cama, estaba todavía caliente. Fue en busca de la última botella de ron de la despensa. Estaba casi vacía, pero las pocas gotas que escurrió sobre el té, encendieron la bebida. La paladeó a sorbitos, mientras, con miedo, pasaba a su estudio. Echó una larga ojeada a la inmensa tela tensada sobre el caballete que, como el andamiaje de un edificio, construyó especialmente para ella. Los

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