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La alentó, al menos por unas horas. Pero la realidad volvió a hacerse presente, cuando una cita con un influyente abogado fue bruscamente cancelada. Maitre Trinchant le hizo llegar una ríspida esquela: «Enterado de sus lealtades icarianas comunistas, me niego a recibida. El nuestro sería un diálogo de sordos». «Pero si mi oficio no es otro que tratar de abrir las orejas a los sordos y los ojos a los ciegos», le contestó Madame-la-Colere.

No estaba abatida, pero no le hacía bien recordar sus visitas a los prostíbulos y los finishes de Londres. Ahora, no se apartaban de su memoria. Aunque, en su recorrido por los submundos del capitalismo había visto cosas tristes, nada la sublevó más que el tráfico con esas desventuradas. Pero no olvidaba por ello sus visitas, con un oficial de la Iglesia anglicana, a los barrios obreros de la periferia londinense, esa sucesión de cuarruchos infectos con máquinas de hilar a pedales siempre en acción, atestados de niños desnudos revolcando sus huesos por la pestilencia, y las quejas, repetidas por todas las bocas, como un estribillo: «A los treinta y ocho, a los cuarenta, hombres y mujeres somos considerados inservibles y despedidos de las fábricas. ¿De qué vamos a comer, milady? Los alimentos y las ropas usadas que nos regalan las parroquias ni para los niños alcanzan». En la gran usina de gas de la Horsferry Road Westminster casi mueres asfixiada, por empeñarte en ver de cerca cómo esos obreros cubiertos con un simple taparrabos raspaban el coque de unos hornos que te hicieron pensar en las forjas de Vulcano. Te bastó estar allí cinco minutos para empaparte de sudor y sentir que el calor te arrancaba la vida. Ellos permanecían horas, achicharrándose, y, luego, cuando vaciaban el agua sobre los calderos limpios, tragaban un humo espeso que debía tiznarles las entrañas lo mismo que la piel. Al cabo de ese suplicio, podían tumbarse, de dos en dos, sobre unas colchonetas, por un par de horas. El jefe de planta te dijo que ninguno soportaba más de siete años este oficio, antes de contraer la tuberculosis. Ése era el precio de las iluminadas veredas con postes de gas de Oxford Street, en el corazón del West End, ¡la avenida más elegante del mundo!

Las tres prisiones que visitaste, Newgate, Coldbath Fields y Penitenciary, eran menos inhumanas que los antros obreros. Te dio escalofríos ver los instrumentos de tortura medievales que recibían a los reclusos en el pabellón de ingreso a Newgate. Pero las celdas, individuales o colectivas, eran limpias y los presos y presas -ladrones y ladronas la gran mayoría- comían mejor que los trabajadores de las fábricas. En Newgate el director te permitió conversar con dos asesinos, condenados a la horca. El primero, huraño, se encerró en un mutismo total y no pudiste sacarle palabra. Pero, el segundo, sonriente, jovial, feliz de poder romper la ley de silencio por unos minutos, parecía incapaz de matar a una mosca. Y, sin embargo, había descuartizado a un oficial del ejército. ¿Cómo pudo actuar así, siendo tan comedido y simpático? Tela explicó el patilludo doctor J. Ellistson, profesor de Medicina y discípulo fanático de Franz Josh Gall, fundador de la ciencia frenológica:

– Porque este muchacho tiene dos protuberancias extremadamente desarrolladas en la base posterior del cráneo: los huesecillos del orgullo y la vergüenza. Tóqueselas, señora. Aquí, aquí. ¿Las siente? Estaba fatalmente condenado a matar.

Sólo dos cosas se atrevió Flora a criticar en el sistema penal inglés: la ley de silencio, que obligaba a los presos a jamás abrir la boca -una sola palabra en voz alta acarreaba severísimos castigos- y que estuvieran impedidos de trabajar. El cultivado gobernador de Coldbath Fields, antiguo soldado colonial, le aseguró que el silencio favorecía el acercamiento a Dios, los trances místicos, el arrepentimiento y los propósitos de enmienda. Y, en cuanto al trabajo, el tema se había debatido en el Parlamento. Se estimó que permitir trabajar a los presos sería injusto con los obreros, a los que los delincuentes harían una competencia desleal empleándose por salarios más bajos. En Inglaterra no había limite de edad para ser juzgado yen las tres prisiones Flora encontró niños de ocho y nueve años que purgaban penas por robo y otros latrocinios.

Pero, aunque era lastimoso ver a estos párvulos entre rejas, Flora se dijo que tal vez resultaba preferible para ellos; al menos, comían y dormían bajo techo, en celdas aseadas. En cambio, en la parroquia de Saint Gilles, en las manzanas limitadas por Oxford StreeT y Tottenham Court Road, el barrio de los irlandeses -Bainbridge Street-, los niños se morían literalmente de hambre. Vivían en harapos y dormían poco menos que a la intemperie, en casuchas de cartones y latas sin defensa contra los aguaceros. En medio de charcos de agua inmunda, emanaciones pútridas, fango, moscas y toda clase de alimañas -esa noche, en su pensión, Flora descubrió que la visita al barrio de los irlandeses había llenado sus ropas de piojos- tuvo la sensación de un recorrido de pesadilla, entre esqueletos, viejos encogidos sobre montoncitos de paja y mujeres en jirones. Había basuras por doquier y ratas que se escabullían entre los pies de la gente. Ni siquiera quienes tenían trabajo alcanzaban a dar de comer a sus familias. Todos dependían de los repartos de alimentos de las iglesias para sustentar a los hijos. Comparado con la miseria y degradación de los irlandeses, el barrio de los judíos pobres de Petticoat Lane le pareció menos tétrico. Aunque la pobreza era extrema, había un comercio activo de ropavejeros en un sinnúmero de tienduchas y de sótanos, entre los que se ofrecían también, con grandes aspavientos y a plena luz del día, putas judías semidesnudas. Y el mercado de Field Lane, donde se vendían a precio vil todos los pañuelos robados en las calles de Londres -había que entrar a esa callejuela sin cartera, relojes, ni prendedores-, le pareció más humano, hasta simpático, con su vocinglería desatada y el rumor de las pintorescas discusiones entre vendedores y clientes que pedían rebajas.

En el Asilo de Alienados de Bethleen Hospital ocurrió algo que te heló la sangre, Florita. Ni tus amigos cartistas ni tus amigos owenistas compartían tu tesis de que la locura era una enfermedad social, un producto de la injusticia y una manifestación oscura, instintiva, de rebeldía contra los poderes establecidos. Y por eso nadie te acompañó en el recorrido por los asilos psiquiátricos de Londres. El Bethleen Hospital era antiguo, muy aseado, con jardines cuidados, bien atendido. El director te dijo de pronto, durante el recorrido, que ellos tenían allí a un compatriota tuyo, un marino francés llamado Chabrié. ¿Querrías vedo? Se te cortó la respiración. ¿Podía ser que el buen Zacarías Chabrié de Le Mexicano, a quien habías jugado aquella mala pasada en Arequipa para librarte de su amor, hubiera terminado aquí, loco? Viviste unos minutos de infinita angustia, hasta que trajeron al personaje. No era él, sino un joven apuesto que se creía Dios. Te lo explicó, en calmoso francés y con mucha cautela: era el nuevo Mesías, enviado a la Tierra «para que cesaran las servidumbres y salvar a la mujer del hombre y al pobre del rico». «Los dos estamos en la misma lucha, mi buen amigo», le sonrió Flora. Él asintió con un guiño cómplice.

Había sido una experiencia instructiva, además de agotadora, aquel viaje a Inglaterra de 1839. De ella no sólo resultó tu libro, Promenades dans Londres, publicado a principios de mayo de 1840, que asustó a los periodistas y críticos burgueses por su radicalismo y franqueza, pero no al público, que agotó dos ediciones en pocos meses. También, tu idea de la alianza entre las dos grandes víctimas de la sociedad, las mujeres y los obreros, tu librito La Unión Obrera , y esta cruzada. ¡Cinco años ya, Andaluza, dedicada, en un esfuerzo sobrehumano, a hacer realidad aquel proyecto!

¿Lo conseguirías? Si no te fallaba el organismo, sí. Si Dios te daba un puñadito de años más de vida, seguro que sí. Pero no estabas convencida de vivir los años que te hacían falta. Tal vez porque Dios no existía y no podía por lo tanto escucharte, o porque existía y andaba demasiado tomado por cosas trascendentales para ocuparse de las minucias materiales que te importaban a ti, como tus cólicos y tu lastimada matriz. Cada día, cada noche, te sentías más débil. Por primera vez, te acosaba la premonición de una derrota.

En la última reunión en Carcassonne, uno de los chevaliers al que Flora no había tenido mucho en cuenta, el abogado Théophile Marconi, se ofreció, de manera espontánea, a organizar un comité de la Unión Obrera en la ciudad. Aunque reticente al principio, había quedado finalmente convencido de que la estrategia de Flora era más sólida que los intentos conspiratorios y de guerra civil de sus amigos. La mancomunidad de mujeres y obreros para cambiar la sociedad le parecía algo inteligente y factible. Luego de la reunión con Marconi, un joven obrero, con cara de pícaro, apellidado Lafitte, la escoltó hasta el hotel y la hizo reír con un plan que había tramado para, según le confesó, estafar a los burgueses falansterianos. Se haría pasar por fourierista y ofrecería a los chevaliers una inversión para doblar su capital adquiriendo, a precio ridículo, unos telares robados. Cuando tuviera reunido el dinero, se burlaría de ellos: «La codicia los perdió, señores. Este dinero irá a las arcas de la Unión Obrera, para la revolución». Bromeaba, pero en sus ojos había unos azogues que inquietaron a Flora. ¿Y si la revolución se convertía en un negocio para algunos vivillos? El simpático Lafitte al despedirse le pidió permiso para besarle la mano. Ella se la alcanzó, riéndose y llamándolo «aprendiz de señorito».

La última noche en la ciudad amurallada, soñó con la cuchara de hierro y su tintineo de ultratumba. Era un recuerdo persistente, en el que, en cierto modo, había quedado simbolizado su viaje a Inglaterra: el tintineo de esa cuchara _de metal, sujeta con una cadena a las fuentes de bombeo, en muchas esquinas de Londres, donde los miserables venían a aplacar su sed. Las aguas que esos pobres bebían eran contaminadas, antes de llegar a las fuentes habían pasado por los desagües de la ciudad. La música de la pobreza, Florita. La llevabas en los oídos desde hacía cinco años. A veces te decías que ese tintineo te acompañaría hasta el otro mundo.

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