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– Usted sería un buen revolucionario, Escudié, si tuviera un poco más de amor y algo menos de apetitos.

– Ha dado usted en el clavo, Flora -asintió el esbelto y cadavérico fourierista, muy serio, con expresión mefistofélica-. Es el gran problema de mi vida: los apetitos. La carne.

– Olvídese de la carne, Escudié. Para la revolución sólo hace falta el espíritu, la idea. La carne es un estorbo.

– Eso es más fácil de decir que de hacer, Flora -afirmó el falansteriano, adoptando un tono elegíaco y con una mirada que la alarmó-. Mi carne es un compuesto de todas las legiones infernales. Si se asomara al mundo de mis deseos, usted, que parece tan pura, caería muerta de espanto. ¿Ha leído al marqués de Sade, por casualidad?

Flora sintió que las piernas le temblaban. Se las arregló para desviar la conversación, temerosa de que Escudié, lanzado por ese camino, le desvelara su infierno secreto, esos fondos lúbrico s de su alma donde, a juzgar por sus pupilas encanalladas, debían anidar muchos demonios. Sin embargo, en un movimiento infrecuente en ella, de pronto se vio haciendo confidencias al macabro fourierista. Ella era una mujer libre, y había demostrado con creces en sus cuarenta y un años de vida no temer a nadie ni a nada. Pero, pese a su pasajera aventura con Olympia, el sexo le seguía provocando un malestar difuso, porque la vida le había mostrado, una y otra vez, que, al mismo tiempo que exaltación y goce, el deseo carnal era también una pendiente por la que el hombre rodaba rápido hacia la bestia, hacia las formas más salvajes de la crueldad y la injusticia contra la mujer. Ella lo había sabido desde joven, gracias a André Chazal, estuprador de su esposa y luego de su propia hija, pero, sobre todo, lo había visto y tocado con un espanto que nunca se borraría de su memoria en el viaje a Londres de 1839. Escenas tan bochornosas que los editores de Promenades dans Londres la obligaron a suavizar, y que, luego, una vez publicado el libro, ni un solo crítico se atrevió a comentar. A diferencia de Peregrinaciones de una paria, elogiado por doquier, sus denuncias contra las lacras de la metrópoli londinense habían sido cobardemente silenciadas por la intelectualidad parisina. Pero, qué te importaba, Florita. ¿No era una señal de que andabas por el buen camino? «Sí, sí, sin duda», la alentó Escudié.

La idea de vestirse de hombre se la dio, a poco de llegar a Londres, un amigo owenista que la vio afligirse al saber que la entrada al Parlamento británico estaba prohibida a las mujeres. La ayudó un diplomático turco, quien le suministró el disfraz. Tuvo que hacer unos arreglos a los pantalones bombachos y al turbante, y rellenar las babuchas con papel. Aunque sintió inquietud al cruzar el pórtico del imponente local vecino al Támesis, corazón del poder imperial británico, luego, escuchando las intervenciones de los diputados, olvidó por completo su suplantada identidad. La mayoría de los parlamentarios le causó una impresión penosa, por su vulgaridad y su tosca manera de repantigarse sobre los escaños con los sombreros puestos. Sin embargo, cuando oyó a Daniel O'Connell, el líder de los independentistas irlandeses, el primer irlandés católico en ocupar un escaño en la Cámara de los Comunes, que había diseñado una estrategia de lucha no violenta contra el colonialismo inglés, se emocionó. Ese hombre feo, con apariencia de cochero endomingado, cuando hablaba -propugnando la abolición de la esclavitud y el sufragio universal- se volvía hermoso, irradiaba decencia e idealismo. Era un orador tan brillante que todos lo escuchaban, atentos. Oyendo a O'Connell Flora tuvo la idea del Defensor del Pueblo, que incorporó a su proyecto de la Unión Obrera: el movimiento de mujeres y trabajadores llevaría al _congreso un portavoz, pagándole un salario, para que defendiera allá los intereses de los pobres.

A menudo se disfrazó de hombre en esos cuatro meses. Se había propuesto dar cuenta de la vida que llevaban las cien mil prostitutas callejeras que, se decía, merodeaban por Londres, y de lo que ocurría en los burdeles de la ciudad, y jamás hubiera podido explorar esos antros sin disimular su sexo tras unos pantalones y una levita de varón. Aun así, resultaba peligroso adentrarse en zadas en este negocio, eran los finishes del West End, el Londres céntrico, el de las diversiones elegantes. Allí, Florita, tocaste el colmo de la iniquidad. Los finishes eran las tabernas-burdeles, los bares meretricios donde los ricos, los nobles, los privilegiados de esta sociedad de amos y de esclavos supuestamente libres, iban to finish sus noches de orgía. Los visitaste vestida de petimetre, con un joven de la legación francesa que había leído tus libros y que te prestó el atuendo masculino, no sin antes tratar de disuadirte, pues, te aseguró, la experiencia te espantaría. Tenía toda la razón. Tú, que creías haberlo visto todo sobre la animalización del ser humano, no habías visto aún los extremos a que podía llegar la vejación de la mujer.

Las damiselas de los finishes no eran las prostitutas hambrientas, muchas de ellas tuberculosas, de Waterloo Road. Eran cortesanas bien vestidas, de colores llamativos, enjoyadas, de maquillajes estridentes, que, a partir de la medianoche, dispuestas en fila como coristas de music-hall, recibían a los ricachones que habían estado cenando, o en los teatros y conciertos, y venían a terminar la fiesta en estos cenáculos de lujo, bebiendo, bailando, y, algunos, subiéndose a los reservados de los altos con una o dos muchachas para hacerles el amor, azotadas o hacerse azotar por ellas, lo que en Francia llamaban le vice anglais. Pero, en los finishes, la verdadera diversión no era la cama ni el látigo, sino el exhibicionismo y la crueldad. Comenzaba a las dos o tres de la madrugada, cuando lores y rentistas se habían quitado chaquetas, corbatas, chalecos y tirantes, y empezaban las ofertas. Ofrecían guineas lucientes y contantes a las mujeres -muchachas, adolescentes, niñas- para que bebieran las bebidas que ellos les preparaban. Se las embutían en el estómago, regocijados, festejándose unos a otros en corros estremecidos por las carcajadas. Al principio les daban a beber ginebra, sidra, cerveza, whisky, cognac, champagne, pero, pronto, mezclaban el alcohol con vinagre, mostaza, pimienta y peores porquerías, para ver a las mujeres que, con tal de embolsillarse aquellas guineas se bebían los vasos de un tirón, caer al suelo haciendo muecas de asco, retorciéndose y vomitando. Entonces, los más ebrios o perversos, entre aplausos, azuzados por los corros, se abrían las braguetas y las meaban encima o, los más audaces, se masturbaban sobre ellas para enmelarlas con su esperma. Cuando, a las seis o siete de la mañana, los noctámbulos, cansados de diversión y ahítos de trago y de maldad, habían caído en el so por imbécil de los beodos, entraban los lacayos al local a arrastrarlos a sus fiacres y berlinas, para llevárselos a dormir la borrachera a sus mansiones.

Nunca habías llorado tanto, Flora Tristán. Ni siquiera al saber que André Chazal había violado a Aline, lloraste como después de aquellas dos amanecidas en los finishes londinenses. Entonces decidiste romper con Olympia para consagrar todo tu tiempo a la revolución. Nunca habías sentido tanta compasión, tanta amargura, tanta rabia. Revivías esos sentimientos en esta noche desvelada de Carcassonne, pensando en aquellas cortesanas de trece, catorce o quince años -una de las cuales hubieras podido ser tú si te raptaban cuando trabajabas para los Spence- atragantándose esas pócimas por una guinea, dejando que el veneno líquido les destrozara las entrañas por una guinea, permitiendo que las escupieran, mearan y regaran con semen por una guinea, para que los ricos de Inglaterra tuvieran un momento de animación en sus vidas vacías y estúpidas. ¡Por una guinea! Dios mío, Dios mío, si existías, no podías ser tan injusto para quitarle la vida a Flora Tristán antes de que pusiera en marcha la Unión Obrera universal que acabaría con las maldades de este valle de lágrimas. «Dame cinco, ocho años más. Eso me bastará, Dios mío.»

Carcassonne no era una excepción a la regla, por supuesto. En las fábricas de paños, donde le prohibieron la entrada, los hombres ganaban de uno cincuenta a dos francos diarios y las mujeres, por idéntico trabajo, la mitad. Los horarios se alargaban de catorce a dieciocho horas diarias. En las sederías e hilanderías de lana trabajaban niños de siete años por ocho centavos al día, pese a prohibido la ley. El clima de hostilidad contra ella era muy grande. Su gira se había hecho conocida en la región y, últimamente, en las ciudades, los enemigos afilaban los cuchillos para recibida. Flora descubrió que los patronos hacían circular en Carcassonne unas hojas volanderas acusándola de «bastarda, agitadora y corrupta, que abandonó a su marido y a sus hijos, tuvo amantes y es ahora sansimoniana y comunista icariana». Esto último le dio risa. ¿Cómo se podía ser, a la vez, sansimoniana e icariana? Los dos grupos se detestaban. Habías sido simpatizante de Saint-Simon hacía algunos años, cierto, pero eso era ya tu prehistoria. Aunque habías leído la novela Viaje por lcaria, de Étienne Cabet (tenías la primera edición, de 1840, dedicada por él), que le había ganado tantos seguidores en Francia, nunca sentiste la menor simpatía por Cabet ni por sus discípulos, esos tránsfugas de la sociedad que se llamaban «comunistas». Por el contrario, siempre los criticaste, de palabra y en artículos, por prepararse, bajo la batuta de su inspirador, ese aventurero, carbon_io y procurador en Córcega antes de convertirse en profeta, a viajar a algún país remoto -América, la selva africana, China- a fundar, en un lugar apartado del resto del mundo, la república perfecta que describía Viaje por lcaria, sin dinero, sin jerarquías, sin impuestos, sin autoridad. ¿Había algo más egoísta y cobarde que semejante ensueño de escapistas? No, no había que huir de este mundo imperfecto a fundar un retiro celestial para un grupito de escogidos, allá, donde nadie más llegara. Había que luchar contra las imperfecciones de este mundo en este mismo mundo, mejorado, cambiado hasta hacer de él una patria feliz para todos los mortales.

Al tercer día en Carcassonne, se presentó en el Hotel Bonnet un hombre ya maduro que no quiso dar su nombre. Le confesó ser policía, comisionado por sus jefes para seguirle los pasos. Era afable y algo tímido, de imperfecto francés, que, para su sorpresa, conocía las Peregrinaciones de una paria. Se declaró su admirador. Le advirtió que las autoridades de toda la región habían recibido instrucciones de hacerle la vida imposible, de malquistada con la gente, pues la consideraban una agitadora dedicada a predicar la subversión contra la monarquía en el mundo del trabajo. Pero, respecto a él, Flora nada debía temer: jamás haría algo que pudiera dañarla. Se mostraba tan emocionado al decide estas cosas que Flora, en un arranque, lo besó en la frente: «No sabe usted el bien que me hace oído, amigo mío»,

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