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No se habían vuelto a ver. Entretanto, tú habías escrito tu terrible diatriba contra Inglaterra -Paseos por Londres-, tu librito sobre La Unión Obrera , y aquí estabas ahora, en los confines pirenaicos de Francia, en Carcassonne, tratando de poner en marcha la revolución universal. ¿No te arrepentías de haber abandonado así a la tierna Olympia, Florita? No. Era tu deber actuar como lo hiciste. Redimir a los explotados, unir a los obreros, conseguir la igualdad para las mujeres, hacer justicia a las víctimas de este mundo tan mal hecho, era más importante que el egoísmo maravilloso del amor, que esa indiferencia suprema hacia el prójimo en que a una la sumía el placer. El único sentimiento que ahora tenía cabida en tu vida era el amor a la humanidad. Ni siquiera para tu hija Aline quedaba sitio en tu corazón tan ocupado, Florita. Aline estaba en Amsterdam, trabajando de aprendiz donde una modista, y a veces pasaban semanas sin que te acordaras de escribirle.

La misma noche que Flora llegó a Carcassonne tuvo un desagradable encuentro con los fourieristas locales, quienes, encabezados por su líder, monsieur Escudié, habían organizado su visita. Le reservaron el Hotel Bonnet, al pie de las murallas. Estaba ya acostada, cuando unos golpes en la puerta de su habitación la despertaron. El encargado del hotel se deshacía en excusas: unos señores insistían en veda. Era muy tarde, que volvieran mañana. Pero, como porfiaban tanto, se echó una bata sobre los hombros y salió a su encuentro. La docena de fourieristas locales que venían a darle la bienvenida estaban bebidos. Tuvo un mareo de disgusto. ¿Pretendían estos bohemios hacer la revolución a golpes de champagne y cerveza? A uno de ellos que, con la lengua trabada y la mirada vidriosa, insistía en que se vistiera para mostrarle las iglesias y las murallas medievales a la luz de la luna, le respondió:

– ¡Qué me importan a mí las piedras viejas, cuando hay tantos seres humanos con problemas que resolver! Sepa usted que yo cambiaría, sin vacilar, la más bella iglesia de la Cristiandad por un solo obrero inteligente.

La vieron tan irritada que partieron.

La semana que pasó en la ciudad, los falansterianos de Carcassonne -abogados, peritos agrícolas, médicos, periodistas, farmacéuticos, funcionarios, que se llamaban a sí mismos los chevaliers- resultaron una fuente permanente de problemas. Ávidos de poder, planeaban una acción armada en todo el mediodía francés. Decían haber comprometido a muchos militares y guarniciones enteras. Desde la primera reunión, Flora los criticó con vehemencia. Su radicalismo, les dijo, en el mejor de los casos serviría para reemplazar en el gobierno a unos burgueses por otros, sin modificar el sistema social, y, en el peor, para provocar una represión sangrienta que destrozaría al naciente movimiento obrero. Lo importante era la revolución social, no el poder político. Sus planes conspirativos, sus fantasías violentas, confundían a los trabajadores, los apartaban de los objetivos, los desgastaban en una acción subversiva de índole puramente política, en la que podían ser diezmados por el ejército, en un sacrificio inútil para la causa. Los chevaliers tenían influencia en el medio obrero, y asistieron a las reuniones de Flora con los trabajadores de las hilanderías y fábricas de paños. Su presencia intimidaba a los pobres, quienes, delante de esos burgueses, apenas se atrevían a opinar. En vez de explicar los alcances de la Unión Obrera, tenías que extenuarte, horas de horas, refutando a aquellos politicastros que encandilaban a10s obreros con sus planes de levantamiento armado, para el que, decían, habían escondido en lugares estratégicos muchos fusiles y barriles de pólvora. La perspectiva de tomar el poder por un acto de fuerza era corruptora, encandilaba a los trabajadores.

– ¿Qué diferencia habría entre un gobierno de fourieristas y el de ahora? -rugía Madame-la-Colere, indignada-. ¿Qué mejora puede significar para los obreros que los exploten ustedes o éstos? No se trata de tomar el poder de cualquier manera, sino de acabar de una vez por todas con la explotación y la desigualdad.

En las noches regresaba al Hotel Bonnet tan exhausta como en Londres, en aquel verano de 1839 de jornadas galopantes, en que, del amanecer al anochecer, con olímpico desprecio de los consejos médicos, Flora se dedicó a estudiarlo todo, en aquella ciudad-monstruo de dos millones de habitantes, capital del más grande imperio del planeta, sede de las fábricas más pujantes y de las fortunas más cuantiosas, para mostrar al mundo cómo, detrás de esa fachada de prosperidad, lujo y poderío, anidaban la más abyecta explotación, las peores iniquidades, y una humanidad doliente padecía villanías y abusos a fin de hacer posible la vertiginosa riqueza de un puñado de aristócratas y propietarios.

La diferencia, Florita, era que, en 1839, pese a tener ya esta bala en el pecho, con unas pocas horas de sueño te recuperabas y estabas lista para otra apasionante jornada londinense, aventurándote por aquellos antros donde no ponía los pies ningún turista e invisibles en las crónicas de los viajeros, quienes se deleitaban describiendo las bellezas de los salones y los clubs, el aseo de los parques, el alumbrado público con gas del West End y los sortilegios de los bailes, banquetes, cenas, con que distraían su ociosidad los parásitos de la nobleza. Ahora, te levantabas tan cansada como te habías acostado, y, durante el día, debías recurrir a esa terquedad ciclópea que por fortuna conservabas intacta para cumplir con el programa que te habías impuesto. No era la bala lo más mortificante; eran los cólicos y el dolor en la matriz, contra los que los calmantes ya no te hacían efecto.

Con todo el odio que llegaste a sentir por Londres e Inglaterra desde que viviste allá, en tu juventud, trabajando para los Spence, tenías que reconocer que, sin ese país, sin los trabajadores ingleses, escoceses e irlandeses, probablemente nunca hubieras llegado a darte cuenta de que la única manera de emancipar a la mujer y conseguir para ella la igualdad con el hombre, era hermanando su lucha a la de los obreros, las otras víctimas, los otros explotados, la inmensa mayoría de la humanidad. La idea le vino en Londres, gracias al movimiento cartista, que reclamaba la adopción por ley de una Carta del Pueblo, estableciendo el sufragio universal, el escrutinio secreto, la renovación anual del Parlamento, y que los parlamentarios recibieran un salario pues así los trabajadores podrían aspirar a un escaño. Aunque existía desde 1836, cuando Flora llegó a Londres, en junio de 1839, el movimiento cartista estaba en pleno apogeo. Ella siguió sus desfiles y mítines, sus recolecciones de firmas, y se informó sobre su excelente organización, con comités en aldeas, ciudades y fábricas. Quedaste impresionada. La excitación te mantenía despierta noches enteras, evocando esas marchas de miles y miles de obreros por las calles londinenses. Un verdadero ejército civil. ¿Quién podría oponerse a ellos si todos los explotados y pobres del mundo se organizaban como los cartistas? Mujeres y obreros, juntos, serían invencibles. Una fuerza capaz de revolucionar a la humanidad sin pegar un solo tiro.

Cuando supo que la Convención Nacional del movimiento cartista tenía lugar en esos días en Londres, averiguó dónde se reunían. En un acto audaz, se presentó en la Doctor Johnson's Tavern, un bar de mezquina apariencia, en un impasse de Fleet Street. En un vasto salón humoso y húmedo, mal iluminado, oloroso a cerveza barata y a coles hervidas, se apiñaban un centenar de dirigentes cartistas, entre ellos los principales líderes, O'Brien y O'Connor. Discutían sobre la conveniencia de decretar una huelga general en apoyo de la Carta del Pueblo. Cuando te preguntaron quién eras y qué hacías allí, explicaste, sin que te temblara la voz, que traías el saludo de los obreros y las mujeres de Francia a sus hermanos británicos. Te miraron con extrañeza, pero no te echaron. Había también un puñadito de obreras, que escudriñaban con desconfianza tus ropas burguesas. Durante varias horas, los escuchaste discutir, cambiar propuestas, votar las mociones. Te sentías en estado de trance. Sí, esta fuerza, multiplicada por toda Europa, cambiaría el mundo, traería la felicidad a los desheredados. Cuando, en un momento de la sesión, O'Brien y O'Connor preguntaron si la delegada francesa quería dirigirse a la asamblea, no dudaste un segundo. Trepaste a la tarima de los oradores y, en tu vacilante inglés, los felicitaste y animaste a seguir dando este ejemplo de organización y de lucha a todos los pobres del mundo. Terminaste tu breve alocución con una arenga que dejó a tus oyentes, amantes del método pacífico, totalmente desconcertados: «¡Incendiemos los castillos, brothers!».

Ahora te reías recordando aquella arenga, Florita. Porque tú no creías en la violencia. Hiciste aquel llamamiento incendiario para expresar con una imagen dramática la emoción que te embargaba. Qué privilegio estar allí, entre esos hermanos explotados que comenzaban a levantar cabeza. Tú estabas por el amor, por las ideas, por la persuasión, en contra de las balas y los patíbulos. Por eso te exasperaban estos burgueses truculentos de Carcassonne para quienes todo se resolvería movilizando regimientos y levantando guillotinas en las plazas públicas. ¿Qué se podía esperar de gentes tan estúpidas? La burguesía no tenía remedio, su egoísmo le impediría siempre ver la verdad general. Tú, en cambio, ahora más que nunca, tenías la seguridad de andar por la senda correcta. Acercar las mujeres a los obreros, organizar a unos y otros en una alianza que trascendiera las fronteras y que ninguna policía, ejército, ni gobierno podrían aplastar. Entonces, el cielo dejaría de ser una abstracción, escaparía de los sermones de los curas y de la credulidad de los fieles, y se volvería historia, vida de todos los días y para todos los mortales. «Te admiro, Florita», exclamó, entusiasmada. «Oh, Dios, bastaría que envíes diez mujeres como yo a este mundo para que reine la justicia en la Tierra.»

Entre los fourieristas de Carcassonne el más llamativo era Hugues Bernard. Militante en sociedades secretas de Francia y carbonario en Italia, quería a toda costa la guerra civil. Elocuente y seductor, los obreros lo escuchaban embobados. Flora se le enfrentó; lo llamó «encantador de serpientes», «ilusionista», «corruptor de los trabajadores con su saliva demagógica». En vez de ofenderse, Hugues Bernard la siguió hasta el hotel, fatigándola con lisonjas: era la mujer más inteligente que había conocido, la única con la que se hubiera podido casar. Si no estuviera seguro de ser rechazado, intentaría conquistarla. Flora terminó riéndose. Pero, en vista de sus coqueterías, optó por tenerlo a distancia. También Escudié, el líder de los chevaliers, se empeñó en ganar su amistad. Era un hombre misterioso y lúgubre, vestido de luto, con chispazos de genialidad.

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