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Para las tallas de regular o gran tamaño, Koke prefería los árboles del pan, el pandanos o bombonaje, las palmas o boraus y cocoteros; para las pequeñas, siempre la del árbol llamado palo de balsa, con el que los tahitianos fabricaban sus piraguas. Blanda y dócil, casi una arcilla, sin ojos ni vetas, producía al tacto un efecto carnal. Pero era difícil encontrar palo de balsa en las vecindades de Mataiea. El leñador le dijo que no debía preocuparse. ¿Quería una buena provisión de esa madera? ¿Un tronco entero? Él conocía un bosquecillo de árboles de palo de balsa. Y le señaló el flanco de la escarpada montaña más próxima. Lo guiaría.

Partieron al amanecer, con un atado de provisiones al hombro, vestidos sólo con taparrabos. Paul se había acostumbrado a andar descalzo, como los nativos, algo que hizo también, en los veranos, en Bretaña, y, antes, en la Martinica. Aunque, en los meses que llevaba en la isla, se movió mucho, anduvo siempre por los caminos costeros. Ésta era la primera vez que, como un tahitiano, enfilaba a bosque traviesa, hundiéndose en una vegetación espesa, de árboles, arbustos y matorrales que se enredaban sobre sus cabezas hasta ocultar el sol, y por senderos invisibles para sus ojos, que, en cambio, los de Jotefa-distinguían con facilidad. En la verde penumbra, tachonada de brillos, conmovida por cantos de pájaros que aún no conocía, aspirando ese aroma húmedo, oleaginoso, vegetal, que penetraba por todos los poros de su cuerpo, Paul sintió una sensación embriagadora, plena, exaltante, como producida por un elíxir mágico.

Delante de él, a uno o dos metros, el joven marchaba sin vacilar sobre el rumbo, moviendo los brazos a compás. A cada paso, los músculos de sus hombros, de su espalda, de sus piernas, se insinuaban y movían, con brillos de sudor, sugiriéndole la idea de un guerrero, un cazador de los tiempos idos, internándose en la selva espesa en busca del enemigo cuya cabeza cortaría y llevaría al hombro, de vuelta a casa, para ofrecérsela a su despiadado dios. La sangre de Koke hervía; tenía los testículos y el falo en ebullición, se ahogaba de deseo. Pero -¡Paul, Paul!- no era exactamente el deseo acostumbrado, saltar sobre ese cuerpo gallardo para poseerlo, sino, más bien, abandonarse a él, ser poseído por él igual que posee el hombre a la mujer. Como si hubiera adivinado sus pensamientos, Jotefa volvió la cabeza y le sonrió. Paul enrojeció violentamente: ¿había percibido el muchacho tu verga tiesa, asomando entre los pliegues de tu taparrabos? No parecía darle la menor importancia.

– Aquí se acaba el camino -dijo, señalando-. Sigue en la otra orilla. Hay que mojarse, Koke.

Se hundió en el arroyo y Paul lo siguió. El agua fría le produjo una sensación bienhechora, lo liberó de la insoportable tensión. El leñador, al ver que Paul permanecía en el río, protegido de la corriente por una gruesa roca, dejó en la otra orilla la bolsa de provisiones y su taparrabos, y volvió a sumergirse, riendo. El agua cantaba y formaba ondas y espuma al chocar contra su armonioso cuerpo. «Está muy fría», dijo, acercándose a Paul hasta rozarlo. El espacio era verde azul, no piaba pájaro alguno, y, salvo el rumor de la corriente contra las piedras, había un silencio, una tranquilidad y una libertad que, pensaba Paul, debieron ser los del Paraíso terrenal. Tenía otra vez la verga tiesa y se sentía desfallecer de aquel deseo inédito. Abandonarse, rendirse, ser amado y brutalizado como una hembra por el leñador. Venciendo su vergüenza, de espaldas a Jotefa, se dejó ir hacia él y recostó su cabeza contra el pecho del joven. Con una risita fresca, en la que no detectó asomo de burla, el muchacho le pasó los brazos por los hombros y lo atrajo hasta tenerlo bien sujeto contra su cuerpo. Lo sintió acomodarse, acoplarse. Cerró los ojos, presa de vértigo. Sentía contra su espalda la verga, también dura, del muchacho, frotándose contra él, y, en vez de apartarlo y golpearlo, como hizo tantas veces en el Luzitano, en el Chili y en el Jéróme-Napoléon cuando sus compañeros intentaban usarlo como mujer, lo dejaba hacer, sin asco, con gratitud y -¡Paul, Paul!- también gozando. Sintió que una de las manos de Jotefa rebuscaba bajo el agua hasta atrapar su sexo. Apenas sintió que lo acariciaba, eyaculó, dando un gemido. Jotefa lo hizo poco después, contra su espalda, siempre riéndose.

Salieron del arroyo; con las telas de los taparrabos se sacudieron el agua que chorreaba de sus cuerpos. Luego, comieron las frutas que traían. Jotefa no hizo la menor alusión a lo ocurrido, como si no tuviera importancia o ya lo hubiera olvidado. Qué maravilla, ¿no, Paul? Ha hecho contigo algo que, en la Europa cristiana, provocaría angustias y remordimientos, una sensación de culpa y vergüenza. Pero, para el leñador, ser libre, fue una mera diversión, un pasatiempo. ¿Qué mejor prueba de que la mal llamada civilización europea había destruido la libertad y la felicidad, privando a los seres humanos de los placeres del cuerpo? Mañana mismo empezarías un cuadro sobre el sexo tercero, el de los tahitianos y los paganos no corrompidos por la eunuca moral del cristianismo, un cuadro sobre la ambigüedad y el misterio de ese sexo que, a tus cuarenta y cuatro años, cuando creías conocerte y saberlo todo sobre ti mismo, te había revelado, gracias a este Edén y a Jotefa, que, en el fondo de tu corazón, escondido en el gigante viril que eras, se agazapaba una mujer.

Llegaron al bosquecillo de palo de balsa, hacharon una rama larga, cilíndrica, con la que Paul podría tallar la Eva tahitiana que tenía en proyecto, y emprendieron de inmediato el regreso a Mataiea, cargando el leño al hombro entre los dos. Entraron a la aldea al anochecer. Teha'amana estaba ya dormida. A la mañana siguiente, Paul regaló a Jotefa uno de sus pequeños ídolos. El muchacho se resistía a recibirlo, como si, aceptándolo, desnaturalizara su gesto generoso de acompañar a su amigo a buscar la madera que necesitaba. Finalmente, ante la insistencia de Paul, lo aceptó.

– ¿Cómo se dice en tahitiano «aguas misteriosas», Jotefa?

– Pape moe.

Así se llamaría. Comenzó a pintarlo a la mañana siguiente, temprano, luego de prepararse la habitual taza de té. Tenía a la mano la fotografía de Charles Spitz, pero apenas la consultó, porque la conocía de memoria, y porque mejor modelo para su nuevo cuadro era aquella espalda desnuda del leñador andando delante de él en la espesura, en medio de un ámbito mágico, que conservaba intacta en la retina.

Trabajó una semana en Pape moe. Buena parte del tiempo en ese raro estado de euforia y desasosiego que no había vuelto a sentir desde que pintó El demonio vigila a la niña. Sólo unos cuantos espíritus selectos advertirían el verdadero tema de Pape moe; él no pensaba revelarlo jamás, ni a Teha'amana, con la que no solía comentar sus propios cuadros, y menos en sus cartas a Daniel, a Schuffenecker, a la Vikinga o a los galeristas de París. Ellos verían, en el centro de un bosque de flores, hojas, aguas y piedras lujuriosas, a un ser que, apoyado en las rocas, inclinaba su bello cuerpo sombreado hacia una ligera cascada, para aplacar su sed o rendir culto al invisible diosecillo del lugar. Muy pocos adivinarían el enigma, la incertidumbre sexual de aquella personita que encarnaba un sexo distinto, una opción que la moral y la religión habían combatido, perseguido, negado y exterminado hasta creerla desaparecida. ¡Se equivocaban! Pape moe era la prueba. En esas «aguas misteriosas» sobre las que se inclinaba el andrógino del cuadro flotabas tú también, Paul. Lo acababas de descubrir, luego de un largo proceso que comenzó con el hechizo que ejerció sobre ti, en la Exposición Universal de 1889, la fotografía de Charles Spitz, y terminó en aquel arroyo, sintiendo en tu espalda la verga de Jotefa, y tú, aceptando ser su taata vahine en aquellas soledades sin tiempo ni historia. Nadie sabría nunca que Pape moe era también tu autorretrato, Koke.

Pese a que aquello lo hacía sentirse más cerca del salvaje que hacía años anhelaba ser, lo ocurrido no dejó de incomodarlo. ¿Un marica, tú, Paul? Si alguien te lo hubiera dicho años atrás, le hubieras abollado la cara. Desde niño se jactó siempre de su virilidad y la defendió con los puños. Lo hizo muchas veces, en su lejana juventud, en alta mar, en sus años de marino, en las bodegas y camarotes del Luzitano y del Chili, esos barcos mercantes en los que pasó tres años, y en la nave de guerra, el Jéróme Napoléon, donde sirvió otros dos años, cuando la contienda con los prusianos. Quién te hubiera dicho en esa época que terminarías pintando y esculpiendo, Paul. Ni una sola vez se te pasó por la cabeza ser artista. Entonces soñabas con una gran carrera de lobo de mar por todos los océanos y puertos del mundo, por todos los países, razas y paisajes, mientras ascendías hasta llegar a capitán. Un barco entero y su vasta tripulación a tus órdenes, Ulises.

Desde el principio fue indispensable en el Luzitano, barco de tres mástiles donde lo aceptaron como aspirante en diciembre de 1865, pues se le había pasado la edad para ser admitido en la Academia Naval, usar los puños Y los pies, dar mordiscos y blandir el cuchillo, para conservar el culo intacto. A algunos no les importaba. Subidos de tragos, muchos compañeros se jactaban de haber pasado por ese ritual marinero. Pero a ti sí te importaba. Nunca serías marica de nadie; tú eras un varón. En su primer viaje de aspirante, de Francia a Río de Janeiro, tres meses y veintiún días en alta mar, el otro aspirante, Junot, un pelirrojo bretón lleno de pecas, fue violado en la sala de máquinas por tres fogoneros, que, después, lo ayudaron a secarse las lágrimas, asegurándole que no debía avergonzarse, era una práctica universal del mundo marinero, un bautizo del que nadie se libraba y que, por eso, no ofendía, más bien creaba una hermandad entre la tripulación. Paul sí se libró, para lo cual tuvo que demostrar a esos lobos de mar soliviantados por la falta de mujer que quien quisiera tirarse a Eugene-Henri Paul Gauguin tenía que estar dispuesto a matar o morir. Su fuerza descomunal, y, sobre todo, su resolución y ferocidad, lo protegieron. Cuando, el 23 de abril de 1871, después de cumplir su servicio militar en el Jéróme-Napoléon, fue liberado, seguía con el trasero tan incólume como seis años atrás, al iniciar la carrera naval a la que ahora ponía fin. ¡Cómo se hubieran reído de ti tus compañeros del Luzitano, del Chili y del Jéróme-Napoléon si te hubieran visto en el arroyo de aquel bosquecillo, ya viejo, de taata vahine de un maorí!

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