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Pero nunca pudiste conformarte a aquellos aspectos de la filosofía de Fourier que concernían al sexo. ¿Era tu culpa? Olympia creía que sí. Comprendías las altruistas intenciones del maestro: que nadie, por sus vicios o manías, quedara excluido de la sociedad ni de la dicha. Santo y bueno. Pero ¿era realizable aquello de formar falansterios por afinidades sexuales, reuniendo a los invertidos, a las sáficas, a los que gozaban recibiendo o impartiendo dolor, a los mirones y onanistas, en pequeños enclaves donde se sentirían normales? Aunque no tenías argumentos para refutada, la sola idea de aquella tesis te hacía ruborizar. y sospechabas que la propuesta era demasiado osada para ser realista. Además, imaginar la vida en aquellos falansterios de excéntricos sexuales, practicando lo que el maestro Fourier llamaba «la orgía noble», te provocaba escalofríos. Olympia tenía razón cuando, jugando con tu cuerpo en el lecho, te hacía enrojecer de pies a cabeza con sus caprichos: «Eres una puritana, Florita, una monjita laica».

Desde luego que compartías la afirmación de Fourier de que la civilización está en relación directamente proporcional con el grado de independencia del que disfrutan las mujeres. Otras afirmaciones suyas te dejaban confusa. Como la absoluta seguridad del anciano de que el mundo duraría exactamente ochenta mil años y de que en ese tiempo cada alma transmigraría entre la Tierra y otros planetas ochocientas diez veces y tendría mil seiscientas veintiséis existencias. ¿No parecía todo eso más cerca de la superstición que de la ciencia?

De otra parte, se te encogía el corazón viendo, o imaginando, al sabio viejecillo, cada mediodía, levantándose presuroso de los cafetines del Palais Royal donde iba a escribir y leer, para remontar la colina de Montmartre, rumbo a su casita de la rue de Saint-Pierre, a esperar, según lo había anunciado desde 1826, al mecenas, el capitalista rico e ilustrado que vendría a comunicarle que estaba dispuesto a financiar el primer falansterio, semilla de la futura humanidad feliz. Te llenaba los ojos de lágrimas pensar que, con su indestructible fe en la bondad innata de los seres humanos, desde 1826 hasta la víspera de su muerte, ello de octubre de 1837, Charles Fourier estuvo esperando, en su casa, de doce a dos, al visitante que nunca llegó. ¿Había algo más patético que esa larga e inútil espera de once años?

Los discípulos de Fourier, empezando por Victor Considérant, el director de La Phalange , no lo pensaban así. Todavía ahora, en 1844, siete años después de muerto el maestro, eran capaces de creer en capitalistas capaces de actos magnánimos. ¿Magnánimos? Suicidas, más bien. Pues, en el hipotético caso de que el falansterianismo triunfara, el capitalismo desaparecería en el mundo. Pero, no ocurriría, y tú, Florita, a pesar de tu escasa ciencia, entendías muy bien por qué. Los capitalistas serían malvados y egoístas, pero sabían lo que les convenía. Jamás financiarían un patíbulo para que les cortaran el pescuezo. Por eso ya no creías en los fourieristas, por eso los mirabas con conmiseración. Pese a ello, habías mantenido una buena relación con Victor Considérant, quien, desde 1836, te publicó en La Phalange cartas y artículos, a veces muy críticos de la propia revista. Y, a pesar de ser consciente de que ya no estabas con ellos, te dio cartas y recomendaciones para esta gira por el interior de Francia.

Cuando el doctor Amador, el homeópata de Montpellier, a quien Flora vio varias veces en esta semana, la oía criticar de manera destemplada a fourieristas y sansimonianos, acusándolos de «débiles» y «burgueses», se burlaba de su «espíritu incendiario». Flora advertía en el español -hablaba acariciándose las cuidadas patillas canosas que le bajaban hasta la mandíbula- una visible atracción por su persona. No dejaba de halagarte, Andaluza. Sin embargo, esa cordial relación terminó de manera bastante brusca el día en que te enteraste, por el mismo Amador, de que éste, en sus clases de la Facultad de Medicina de la Universidad de Montpellier, no enseñaba la homeopatía, inaceptable para la academia, sino la medicina alopática o tradicional, por la que -te lo había dicho de manera tajante- sentía el desdén que merecen las cosas viejas, las ideas apolilladas.

– ¿Cómo puede usted enseñar algo en lo que no cree y encima cobrar por ello? -le espetó una escandalizada Madame-la-Colere-. Es una incoherencia y una inmoralidad.

– Bueno, bueno, no sea usted tan severa -contemporizó él, sorprendido con esa reacción tan viva-. Amiga mía, tengo que vivir. No siempre se puede ser absolutamente coherente y ético en la vida, a menos que se tenga vocación de mártir.

– Yo debo tenerla -afirmó Madame-la-Colere-. Porque trato siempre de actuar de una manera rectilínea,

de acuerdo a mis convicciones. Se me caería la lengua si tuviera que enseñar cosas en las que no creo, simplemente para justificar un sueldo.

Fue la última vez que se vieron. Sin embargo, pese a haber quedado, sin duda, escaldado con las críticas de Flora, el doctor Amador le envió al Hotel du Midi a un carpintero. André Médard resultó ser un muchacho inquieto y simpático. Había formado una sociedad obrera de ayuda mutua, a la que la invitó.

– ¿Por qué ha decidido usted no hablar en Montpellier, señora?

– Porque me aseguraron que no encontraría aquí un solo obrero inteligente -lo provocó Flora.

– Aquí hay cuatrocientos obreros inteligentes, señora -se rió el muchacho-. Yo soy uno de ellos.

– Con cuatrocientos obreros inteligentes yo haría la revolución en toda Francia, hijo mío -le repuso Flora.

La reunión que André Médard le organizó, con dieciséis hombres y cuatro mujeres, resultó excelente. Estaban desinformados, pero eran curiosos, con ganas de escuchada, y mostraron interés por la Unión Obrera y los Palacios de los Trabajadores. Compraron algunos libros y aceptaron formar un comité de cinco miembros -una mujer entre ellos- para promover el movimiento en Montpellier. Contaron a Flora cosas que la sorprendieron. Bajo su apariencia tranquila, de próspera ciudad burguesa, Montpellier era, según ellos, un polvorín. No había trabajo y muchos desempleados merodeaban por las calles desafiando la prohibición de las autoridades y apedreando a veces las carrozas y las casas de los ricos, numerosos en la ciudad.

– Si no nos apresuramos y cambiamos la situación pacíficamente gracias a la Unión Obrera, Francia, acaso Europa entera, estallarán -afirmó Flora, al término de la reunión-. La carnicería será terrible. ¡Manos a la obra, amigos!

A diferencia de sus primeros días en Montpellier, descansados, los tres últimos fueron de una actividad desbordante, gracias al preparado homeopático del doctor Amador, que la hacía sentirse eufórica y llena de energía. Intentó visitar la cárcel, sin éxito, y recorrió las librerías dejando ejemplares de La Unión Obrera. Por último, se reunió con una veintena de fourieristas locales. Como siempre, la decepcionaron. Eran profesionales y burócratas incapaces de pasar de la teoría a la acción, con una desconfianza innata hacia los obreros, en los que parecían anticipar un peligro para su tranquilidad burguesa. A la hora de las preguntas, un abogado, maítre Saissac, consiguió sacada de sus casillas, reprochándole «sobrepasar las funciones de la mujer, que no debía abandonar nunca el cuidado del hogar por la política». El abogado se ofendió cuando ella lo llamó «un prehistórico, un preciudadano, un troglodita social».

Maítre Saissac tenía algo de la cara apergaminada, amarillenta, avejentada por la penuria, la amargura y el rencor, de André Chazal, en aquellos años de 1835, 1836, 1837. Flora debió vedo varias veces y enfrentarse a él, en una guerra de la que le quedaba como recuerdo esta bala en el pecho que los buenos doctores Récamier y Lisfranc no consiguieron extraerle. Entre 1835 y 1837, Chazal raptó tres veces a la pobre Aline (y dos a Ernest-Camille), convirtiendo a esa niña en el ser triste, melancólico e inhibido que era ahora. Y, cada vez, los pesadillescos tribunales a los que Flora acudió a reclamar la custodia de sus dos hijos, le dieron la razón a él, pese a ser un vago, un alcohólico, un vicioso, un degenerado, un pobre diablo que vivía en un cuchitril hediondo, donde ese par de niños sólo podían llevar una existencia indigna. ¿Y, por qué? Porque André Chazal era el marido, el que tenía las potestades y derechos, aunque fuese una excrecencia humana capaz de buscar placer en el cuerpo de su propia hija. Tú, en cambio, que habías conseguido, mediante tu esfuerzo, educarte y publicar, llevar una existencia decorosa, que hubieras podido asegurar a esos dos niños una buena educación y una vida decente, siempre fuiste mal vista por esos jueces en cuya cabeza toda mujer independiente era una puta. ¡Infelices!

¿Cómo habías conseguido, Florita, en esos años frenéticos, a la vez que peleabas ante los tribunales y en las calles con André Chazal, escribir las Peregrinaciones de una paria?' Esa memoria de tu viaje al Perú apareció en dos volúmenes, en París, a principios de 1838, y en pocas semanas te hizo conocida en los medios intelectuales y literarios franceses. La escribiste gracias a esa energía indomable, que sólo estos últimos meses, durante esta gira, comenzabas a perder.

Un libro escrito a salto de mata, entre carreras a las comisarías, ante los jueces de instrucción y citaciones a la policía, para responder a las demandas enloquecidas de Chazal, quien quería -lo confesó él mismo ante el tribunal que lo juzgó por intento de asesinato- no tanto arrebatarte la custodia de los hijos, sino vengarse, vengarse de esa atrevida que, pese a ser su esposa ante la ley, había osado abandonado y se jactaba ante el mundo en artículos y libros de sus indignas hazañas, huir del hogar, viajar por el Perú haciéndose pasar por soltera y dejándose cortejar por otros hombres, y, además, lo calumniaba, presentándolo ante la opinión pública como un ser abusivo y brutal.

Y, en efecto, André Chazal se vengó. Violando a la pobre Aline, por lo pronto, a sabiendas de que ese crimen heriría a la madre tanto como a la niña. Volvió a sentir el vértigo de aquella mañana de abril de 1837, cuando llegó a sus manos la cartita de Aline. La niña la entregó a un aguatero servicial que se la llevó a Flora en persona. Enloquecida, fue a rescatar a sus hijos y denunció a la policía al incestuoso violador. Éste la agredió, en la calle, antes de ser aprehendido por los agentes. Lo increíble -¿verdad, Florita?- era que, gracias a las habilidades retóricas del abogado Jules Favre, el juicio, en vez de ser sobre la violación y el incesto cometidos por su marido, giró sobre la personalidad anómala, de dudosa moral y conducta reprobable ¡de Flora Tristán! El tribunal declaró que la violación «no había sido probada» y ordenó que los niños fueran a un internado donde sus padres podrían visitados por separado. Ésa era la justicia en Francia para las mujeres, Florita. Por eso estabas en esta cruzada, Andaluza.

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