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– Tal vez usted no entiende las necesidades de los hombres, señora, porque es mujer. Ustedes están felices con tener un marido. Les basta y sobra. Pero, a nosotros, una mujer sola toda la vida nos resulta aburrido. Quizás usted no se dé cuenta, pero hombres y mujeres somos muy distintos. Hasta la Biblia lo dice.

El vértigo te rondaba cuando oías estos lugares comunes, Florita. En ninguna parte habías visto, como en esta ciudad de mercaderes ostentosos, una exhibición tan cínica de la lujuria y de la explotación sexual. Ni tantas prostitutas que buscaran clientes con osadía y descaro parecidos. Tus intentos de hablar con las rameras de las callejuelas llenas de barcitos y burdeles vecinos al puerto -menos sórdidos que los de Londres, tenías que reconocerlo fueron un fracaso. Muchas no te entendían, pues eran argelinas, griegas, turcas o genovesas que apenas chapurreaban francés. Todas se alejaban de ti, asustadas, temiendo que fueras una predicadora religiosa o un agente de la autoridad. Hubieras tenido que disfrazarte de hombre, como en Inglaterra, para ganar su confianza. Creías soñar cuando, en las reuniones con hombres de prensa, profesionales con simpatías fourieristas, sansimonianos o icarianos, e incluso trabajadores del montón, oías hablar con desparpajo y admiración de los banqueros, armadores, consignatarios y comerciantes que adquirían queridas, de las casas que les ponían, de las ropas y joyas con que las vestían y adornaban, y de cómo las mimaban: «Qué bien tiene a sus amantes el señor Laferriere», «Nadie como él para tratarlas, es un gran señor». ¿Qué revolución se podía hacer con gentes así?

En materia de exhibicionismo de poder y de riqueza estos mercaderes no se parecían a los ricos de París o de Londres, sino a los de la lejana Arequipa. Porque Flora comprendió por primera vez, en su vertiginosa dimensión, lo que significaban «privilegio» y «riqueza», al llegar al Perú, en aquel septiembre de 1833, cuando, luego del viaje desde Islay, una cabalgata de decenas de personas, todas vestidas a la moda de París, y casi todos parientes suyos de sangre o políticos -las familias principales de Arequipa eran bíblicas por lo vastas y todas emparentadas entre sí-, salió a darle el encuentro a las alturas de Tiabaya. La escoltaron hasta la casa de don Pío Tristán, en la calle de Santo Domingo, en el centro de la ciudad. Recordaba como una fantasmagoría aquella entrada triunfal en la tierra de su padre: el verdor y la armonía del valle regado por el río Chili, las recuas de llamas de orejas tiesas y los tres soberbios volcanes coronados de nieve a cuyos pies se esparcían las casitas blancas, hechas de piedra sillar, de esa ciudad de treinta mil almas que era Arequipa. El Perú tenía unos cuantos años de República, pero todo en esta ciudad, donde los blancos se hacían pasar por nobles y soñaban con serio, delataba la colonia. Una ciudad llena de iglesias, de conventos, de monasterios, de indios y negros descalzos, de rectas calles de adoquines desportillados en medio de las cuales corría una acequia donde las gentes echaban las basuras, los pobres meaban y cagaban y bebían las acémilas, los perros y los niños callejeros, y, entre viviendas miserables y rancherías de desechos y tablones y paja, se levantaban de pronto, majestuosas, palaciegas, las casas principales. La de don Pío Tristán era una de ellas. Él no estaba en Arequipa sino en sus ingenios azucareros de Camaná, pero la gran casona de blanca fachada de sillar esperaba a Flora vestida de gala, en medio de un estruendo de cohetones. Iluminaban el gran patio de entrada hachones de resina y toda la servidumbre -domésticos y esclavos- estaba allí formada para darle la bienvenida. Una mujer con mantilla, las manos llenas de anillos y el cuello de collares, la abrazó: «Soy tu prima Carmen de Piérola, Florita, ésta es tu casa». No

podías creer lo que veías: te sentías una pordiosera rodeada de tanto lujo. En el gran salón de recepciones todo brillaba; a la inmensa araña de cristal de roca se añadían, por el contorno, candelabros con velas de colores. Mareada, pasabas de una a otra persona, extendiendo la mano. Los caballeros te la besaban, haciendo galantes venias, y las señoras te abrazaban, a la usanza española. Muchos te hablaron en francés y todos te preguntaban por una Francia que desconocías, la de los teatros, las tiendas de modas, las carreras de caballos, los bailes de la Ópera. Había también allí varios monjes dominicos de blancos hábitos adscritos a la familia Tristán -¡ la Edad Media, Florita!- y, en medio de la recepción, de pronto, el prior pidió silenció para pronunciar unas palabras de saludo a la recién llegada e implorar para ella, durante su estancia en Arequipa, la bendición del cielo. La prima Carmen había preparado una cena. Pero tú, medio muerta de fatiga por el viaje, la sorpresa y la emoción, te excusaste: estabas agotada, preferías descansar.

La prima Carmen -cordialísima, efusiva, sin cuello y la cara cubierta de marcas de viruela- te acompañó hasta tus aposentos, en un ala posterior de la casona: una amplia recámara y un dormitorio de techo abovedado, altísimo. En la puerta te mostró a una negrita de ojos vivos, que las esperaba, inmóvil como una estatua:

– Esta esclava, Florita, es para ti. Te ha preparado un baño de agua y leche tibia, para que duermas fresquita.

Igual que los ricos de Arequipa, los mercaderes de Marsella no parecían darse cuenta de lo obsceno que era el espectáculo de la abundancia que ofrecían, rodeados de miserables. Es verdad que los pobres de Marsella eran ricos en comparación con esos indios pequeñitos, arrebujados en sus ponchos, que pedían limosna en las puertas de las iglesias arequipeñas mostrando sus ojos ciegos o sus miembros lisiados para despertar la piedad, o trotaban junto a sus rebaños de llamas, llevando sus productos al mercado de los sábados, bajo los portales de la Plaza de Armas. Pero, aquí, en Marsella, también había muchos desvalidos, casi todos inmigrantes, y, por serlo, explotados en los talleres, en el puerto y en las fincas agrícolas de los alrededores.

No había pasado una semana en Marsella, y, pese a lo mal que se sentía, celebrado buen número de reuniones y vendido medio centenar de ejemplares de La Unión Obrera , cuando vivió una experiencia que recordaría luego, a veces con carcajadas y a veces indignada. Una señora que sólo dejaba su nombre, nunca su apellido, madame Victoire, vino a buscarla varias veces a la posada de los españoles. A la cuarta o quinta vez, dio con ella. Era una mujer sin edad, que cojeaba del pie izquierdo. Pese al calor, vestía de oscuro, con un pañuelo cubriéndole los cabellos y una gran bolsa de tela colgando del brazo. Insistió tanto en que conversaran a solas, que Flora la hizo pasar a su cuarto. Madame Victoire debía ser italiana o española, por su acento, aunque también podía ser de la región, pues los marselleses hablaban el francés con un deje que a ratos le resultaba a Flora incomprensible. Incontinente, madame Victoire la halagaba -qué cabellera de azabache, esos ojos brillarían como luciérnagas en la noche, qué delicada silueta, qué pequeñitos sus pies- hasta hacerla ruborizar.

– Es usted muy amable, señora -la interrumpió-. Pero, tengo muchos compromisos y no puedo demorarme. Para qué quería verme.

– Para hacerte rica y feliz -la tuteó madame Victoire, abriendo los brazos y los ojos, como abarcando un universo de lujo y fortuna-. Esta visita mía puede cambiar tu vida. Nunca tendrás palabras para agradecérmelo, bella.

Era una alcahueta. Venía a decide que un hombre muy rico, generoso y apuesto, de la alta sociedad de Marsella, la había visto, se había prendado de ella -espíritu romántico, el caballero creía en el amor a primera vista- y estaba dispuesto a sacarla de esta pensión de mala muerte, ponerle casa y ocuparse de sus necesidades y caprichos de manera que su vida estuviera en adelante a la altura de su belleza. ¿Qué te parecía, Florita?

Boquiabierta, arrebatada, Flora tuvo un ataque de risa que le cortó la respiración. Madame Victoire se reía también, creyendo el negocio concluido. Y se llevó menuda sorpresa cuando vio a Flora pasar de la risa a la furia, y abalanzarse sobre ella gritándole improperios y amenazándola con denunciada a la policía si no se marchaba de inmediato. La celestina partió murmurando que, una vez que recapacitara, lamentaría esta reacción infantil.

– Hay que pescar a la suerte cuando pasa, bella, porque nunca regresa.

Flora se quedó cavilando. La indignación cedía el sitio a un sentimiento de vanidad, de coquetería íntima. ¿Quién pretendía ser tu amante y protector? ¿Un viejo en ruinas? Debías haber fingido interés, sonsacar su nombre a madame Victoire. Entonces, te hubieras presentado ante él a tomarle cuentas. Pero, una propuesta así, de uno de esos ricos y lujuriosos marselleses, indicaba que, pese a tantas desventuras, a tu vida sin tregua, a las enfermedades, debías ser todavía una mujer atractiva, capaz de inflamar a los hombres, de incitados a hacer locuras. Llevabas bien tus cuarenta y un años, Florita. ¿No te decía Olympia a veces, en los momentos más apasionados: «Sospecho que eres inmortal, amor mío»?

En Arequipa, todos tenían a la francesita recién llegada por una belleza. Se lo dijeron desde el primer día sus tías y tíos, primas y primos, sobrinas y sobrinos, y la maraña de parientes de parientes, amigos de la familia y curiosas y curiosos de la sociedad arequipeña, que, las primeras semanas, vinieron a presentarle sus respetos, trayéndole regalitos, y a satisfacer esa curiosidad frívola, chismosa, malsana, una enfermedad endémica de la «buena sociedad» arequipeña (así le decían ellos mismos). Con qué distancia y desprecio veías ahora a toda esa gente que había nacido y vivía en el Perú pero sólo soñaba con Francia y con París, a esos republicanos recientes que fingían ser aristócratas, a esas damas y caballeros decentísimos cuyas vidas no podían ser más hueras, parásitas, egoístas y frívolas. Ahora podías hacer esos juicios tan severos. Entonces, no. No todavía. En esos primeros meses en la tierra de tu padre viviste halagada, feliz, entre ricos burgueses. Esas sanguijuelas de lujo, con sus amabilidades, invitaciones, cariños y galanterías, te hacían sentir rica también, decente y burguesa y aristócrata también, Florita.

Te creían virgen y soltera, por supuesto. Nadie sospechaba la dramática vida conyugal de la que huiste. Qué maravilloso levantarte y ser servida, tener una esclava siempre allí esperando tus órdenes, no preocuparte jamás por el dinero, porque, mientras estuvieras en esta casa, siempre habría para ti comida, techo, cariño, y un vestuario que, gracias a la generosidad de la parentela, sobre todo tu prima Carmen de Piérola, se multiplicó en pocos días. ¿Significaba este tratamiento que don Pío y la familia Tristán habían decidido olvidar que eras una hija natural y reconocerte los derechos de hija legítima? No lo sabrías de manera definitiva hasta la vuelta de don Pío, pero los indicios eran alentadores. Todos te trataban como si jamás te hubieras apartado de la familia. A lo mejor el corazón de tu tío Pío se ablandó. Te reconocería como hija legítima de su hermano Mariano y te daría la parte de la herencia de tu abuela y de tu padre que te correspondía. Volverías a Francia con una renta que te permitiría vivir en el futuro como una burguesa.

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