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¡Ay, Florita! Mejor que no ocurriera, ¿verdad? Hubieras terminado convertida en una de esas mujeres ricas y estúpidas que ahora despreciabas tanto. Mucho mejor que sufrieras aquella decepción en Arequipa y que aprendieras, a fuerza de reveses, a reconocer la injusticia, odiarla y combatirla. La tierra de tu padre no te devolvió a Francia opulenta, pero sí convertida en una rebelde, en una justiciera, en una «paria», como te llamarías a ti misma, con orgullo, en el libro en el que decidiste contar tu vida. Después de todo, tenías muchas cosas que agradecer a Arequipa, Horha.

La reunión más interesante de Marsella la celebró en una cofradía de talabarteros. En el local, impregnado de olor a cueros, tintes y madera húmeda, con una veintena de personas, súbitamente se presentó Benjamin Mazel, gallardo y exuberante discípulo de Charles Fourier. Era un cuarentón lleno de energía, de cabellos alborotados de poeta romántico, envuelto en una capa constelada de lamparones y de caspa, de verba exaltada. Llevaba consigo, lleno de anotaciones, un ejemplar de La Unión Obrera. Sus opiniones y críticas te sedujeron de inmediato. Mazel, cuyo atlético corpachón y su entusiasmo a flor de piel te recordaban al coronel Clemente Althaus, de Arequipa, dijo, gesticulando como un italiano, que, en el proyecto de reforma social de la Unión Obrera, faltaba, junto al derecho al trabajo y a la instrucción, el derecho al pan cotidiano y gratuito. Expuso su tesis con detalle y convenció en el acto a la veintena de talabarteros y a la propia Flora. En la futura sociedad, las panaderías, todas en manos del Estado, prestarían un servicio público, como las escuelas y la policía; dejarían de ser instituciones comerciales y suministrarían pan a los ciudadanos de manera gratuita. El costo se financiaría con los impuestos. Así, nadie se moriría de hambre, nadie viviría ocioso y todos los niños y jóvenes recibirían educación.

Mazel escribía opúsculos y había dirigido un periodiquito que fue clausurado por subversivo. Mientras, alrededor de una mesa con refrescos y tazas de té, Flora lo oía contar sus percances políticos -había sido arrestado varias veces por agitador-, no podía dejar de recordar a Althaus, la persona que, con la Mariscala, más la impresionó aquel año de 1833, en el Perú. Como Mazel, Clemente Althaus chorreaba energía y vitalidad por todos los poros de su cuerpo y personificaba la aventura, el riesgo, la acción. Pero, a diferencia de Mazel, no le importaba la injusticia, ni que hubiera tantos pobres y tan pocos ricos, ni que estos últimos fueran tan crueles con los desvalidos. A Althaus le interesaba que hubiera guerras en el mundo, para participar en ellas, disparando, matando, mandando, diseñando una estrategia y aplicándola. Hacer la guerra era su vocación y su profesión. Alemán alto, rubio, de cuerpo apolíneo y ojos azules acerados, cuando Flora lo conoció parecía mucho más joven de sus cuarenta y ocho años. Hablaba francés tan bien como alemán y español. Era mercenario desde adolescente. Había crecido peleando en los campos de batalla de un extremo a otro de Europa, en las filas de la alianza, durante las guerras napoleónicas, y cuando éstas terminaron, se vino a América del Sur en busca de otras guerras donde alquilarse como ingeniero militar. Contratado por el gobierno del Perú y nombrado coronel del ejército peruano, llevaba catorce años participando en todas las guerras civiles que sacudieron a la joven República desde el día de su independencia, cambiando de bando una y otra vez, según las ofertas que recibía de los combatientes. Flora descubriría pronto que, empezando por su tío don Pío Tristán -virrey de la colonia española y después presidente de la República -, cambiar de bando era el deporte más popular de la sociedad peruana. Lo curioso es que todos se jactaban de ello, como de un arte refinado para sortear los peligros y beneficiarse del estado crónico de conflictos armados en que vivía sumido el país. Pero, nadie se ufanaba con tanta gracia y descaro de esa falta de principios, ideales y lealtades, de la pura búsqueda de la aventura y de la paga a la hora de decidir por quién combatir, como el coronel Clemente Althaus. Estaba en Arequipa porque en esta ciudad, a la que llegó en el Estado Mayor de Simón Bolívar, se había enamorado de Manuela de Flores, prima hermana de Flora, hija de una hermana de don Pío y de don Mariano, con la que se casó. Como su mujer estaba en Camaná, con don Pío y su corte, Althaus se convirtió en el inseparable compañero de Flora. Le enseñó todos los lugares interesantes de la ciudad, desde sus iglesias y conventos centenarios hasta los misterios religiosos que se representaban al aire libre, en la Plaza de las Mercedes, ante una abigarrada muchedumbre que seguía, horas de horas, los mimos y recitados de los actores. Él la llevó a las peleas de gallos en los dos coliseos de Arequipa, a los lances de toros en la Plaza de Armas, al teatro donde se montaban comedias clásicas de Calderón de la Barca o farsas anónimas, y a las procesiones, muy frecuentes, que a Flora le hicieron pensar en lo que debían de haber sido las bacanales y los saturnales: unas indecentes bufonadas para entretener al pueblo y mantenerlo aletargado. Precedidos por bandas de músicos, zambos y negros disfrazados de pierrots, arlequines, tontos, mascaritas, se contorsionaban y divertían con sus payasadas a la plebe. Venían después, envueltos en incienso y sahumerios, los penitentes, arrastrando cadenas, cargando cruces, flagelándose, seguidos por una masa anónima de indios que rezaban en quechua y lloraban a gritos. Los cargadores del anda se entonaban con tragos de aguardiente y alcohol de maíz fermentado -lo llamaban chicha-, totalmente borrachos.

– Este pueblo supersticioso produce los peores soldados del mundo -le decía Althaus, riéndose, y tú lo escuchabas hechizada-. Cobardes, brutos, sucios, indisciplinados. La única manera de que no huyan del combate es el terror.

Te contó que él había conseguido que se implantara en el Perú la costumbre alemana de que fueran los propios oficiales, no sus subordinados, los que impusieran a la tropa los castigos corporales:

– El látigo del oficial hace al buen soldado, así como el látigo del domador hace a la fiera del circo -afirmaba, muerto de risa. Tú pensabas: «Es como uno de esos germanos bárbaros que acabaron con el Imperio romano».

Un día en que fueron a Tingo con amigos, a conocer los baños termales (había varios, en los alrededores de Arequipa), ella y Althaus hicieron un aparte, para visitar unas cuevas. De pronto, el alemán la tomó en sus brazos -te sentiste frágil y vulnerable como un pajarilla atrapada por esos músculos-, le acarició los pechos y la besó en la boca. Flora tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no rendirse a las caricias de este hombre cuyo encanto se ejercía sobre ella como nunca antes le había ocurrido con varón alguno. Pero, la repugnancia aquella contraída hacia el sexo desde su matrimonio con Chazal, prevaleció:

– Siento mucho que, con esta grosería, haya destruido la simpatía que sentía por usted, Clemente, y le dio una bofetada sin mucha fuerza, que apenas remeció aquella rubia cara sorprendida.

– Yo soy el que lo siento, Florita -se disculpó Althaus, chocando los tacones-. No volverá a ocurrir. Se lo juro por mi honor.

Cumplió su palabra y, en todos los meses restantes que Flora pasó en Arequipa, no volvió a propasarse ni insinuarse, aunque, a veces, ella sorprendía en los glaucos ojos de Althaus amagos de deseos.

Pocos días después de aquel episodio en los baños de Tingo, experimentó el primer terremoto de su vida. Estaba en su recámara, escribiendo una carta, cuando, segundos antes de que todo comenzara a temblar, escuchó en la ciudad un desaforado tumulto de ladridos -le habían dicho que los perros eran los primeros en sentir lo que se venía- y vio que, al instante, su esclava Dominga caía de rodillas y, con los brazos en alto y los ojos espantados, comenzaba a rezar a voz en cuello al Señor de los Temblores:

Misericordia, Señor Aplaca, Señor, tu ira tu justicia y tu rigor Dulce Jesús de mi vida Por tus santísimas llagas Misericordia, Señor.

La tierra tembló dos minutos seguidos, con un ronquido sordo, profundo, mientras Flora, paralizada, olvidaba correr al quicio de la puerta, como le habían enseñado sus parientes. El terremoto no hizo muchos estragos en Arequipa, pero destruyó dos ciudades de la costa, Tacna y Arica. Los tres o cuatro temblores que hubo luego, fueron insignificantes en comparación con el terremoto. Nunca olvidarías esa sensación de impotencia y catástrofe vivida durante aquel sacudón interminable. Aquí en Marsella, once años después, todavía te daba escalofríos.

Pasó sus últimos días en el puerto mediterráneo en cama, agobiada por el calor, los dolores de estómago, la debilidad general y rachas de neuralgias. La sublevaba perder el tiempo así, cuando le quedaba tanto por hacer. Su impresión de los obreros de Marsella mejoró algo, en esos días. Al veda enferma, se desvivieron por cuidada. En pequeños grupos, desfilaban por la pensión trayéndole frutas, un ramito de flores, y se estaban al pie de la cama, atentos y cohibidos, con sus gorras en las manos, esperando que les pidiera algo, ansiosos por servida. Gracias a Benjamin Mazel, pudo formar un comité de la Unión Obrera de diez personas, entre las que, fuera del folletinista y agitador, todos eran trabajadores manuales: un sastre, un carpintero, un albañil, dos talabarteros, dos peluqueros, una costurera y hasta un estibador.

Las reuniones, en su dormitorio de la posada, eran distendidas. Por la debilidad y el malestar, Flora hablaba poco. Pero escuchaba mucho, y se divertía con la ingenuidad de sus visitantes y su enorme incultura, o se enojaba con los prejuicios burgueses que se les habían contagiado. Contra los inmigrantes turcos, griegos y genoveses, por ejemplo, a los que tenían por responsables de todos los robos y crímenes; o contra las mujeres, a las que no conseguían considerar sus iguales, con los mismos derechos que los hombres. Para no irritarla, fingían aceptar sus ideas respecto a la mujer, pero Flora veía en sus expresiones y las miraditas que cambiaban, que no los convencía.

En una de estas reuniones se enteró, por Mazel, que madame Victoire, además de alcahueta, era informante de la policía. Y que llevaba días averiguando sobre ella en los mentideros marselleses. De modo que aquí también sura de Santa Catalina, Santa Teresa y Santa Rosa, tomaban chocolate traído del Cusca, y fumaban -las mujeres más que los hombres- sin cesar. El cotilleo, los dimes y diretes, las infidencias, las maledicencias, las indiscreciones sobre la intimidad y las vergüenzas de las familias, hacían la dicha de los comensales. En todas estas reuniones, por supuesto, se hablaba, con nostalgia, con envidia, con desesperación, de París, que era para los arequipeños una sucursal del Paraíso. Te comían a preguntas sobre la vida parisina, y tú, que la desconocías más que ellos, tenías que inventar toda clase de fantasías para no defraudarlos.

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