Desde el regreso de Pau' ura su mejoría fue notable. Volvió a alimentarse, recuperó los colores, y, sobre todo, el ánimo. Otra vez se le oyó reír y mostrarse sociable con los vecinos. No sólo la presencia de su vahine lo alegraba; también, la perspectiva de ser padre de un tahitiano. Eso significaría su asentamiento definitivo en esta tierra, la evidencia de que los manes del lugar, los Ariori, por fin lo aceptaban.
En un par de meses la nueva vivienda fue habitable. Era más pequeña que la anterior, pero más sólida, con unos tabiques y un techo que resistirían las lluvias y los vientos. No había vuelto a pintar, pero ya Pierre Levergos dudaba que mantuviera su promesa de no coger más los pinceles. Porque el arte, la pintura, venían con frecuencia a su conversación. El ex soldado lo escuchaba, simulando un interés mayor del que sentía, oyéndolo criticar a pintores que desconocía, defender ideas incomprensibles. ¿Cómo se podía hacer una «revolución» pintando, de la manera que fuera? Al ex soldado lo dejaba estupefacto que Paul, en sus momentos de exaltación, asegurase que la tragedia de Europa, de Francia, había comenzado cuando los cuadros y las esculturas dejaron de estar mezclados a la vida de las gentes, como había ocurrido hasta la Edad Media, y como ocurrió en todas las civilizaciones antiguas, los egipcios, los griegos, los babilonios, los escitas, los incas, los aztecas, y aquí también, entre los antiguos maoríes. Algo que todavía estaba ocurriendo en las Marquesas, donde se trasladarían él y Pau'ura y el niño dentro de algún tiempo.
La enfermedad impronunciable cortó la recuperación física y moral de Koke, retornando de pronto, en el mes de marzo, con más furia que antes. Volvieron a abrirse las llagas de sus piernas, supurantes. Esta vez, el ungüento a base de arsénico no conseguía calmarle el escozor. Al mismo tiempo, arreciaron los dolores del tobillo. El boticario de Papeete se negó a seguir vendiéndole láudano sin receta del médico. Con la cabeza gacha, descompuesto de humillación, tuvo que dejarse llevar al Hospital Vaiami. Se negaron a admitido si no abonaba antes lo que quedó debiendo, aquella vez que se escapó por la ventana. Debió, además, dejar un avance como garantía de que esta vez sí abonaría la factura.
Permaneció ocho días internado. El doctor Lagrange accedió a recetarle otra vez el láudano, advirtiéndole, sin embargo, que no podía seguir abusando de ese estupefaciente, en buena parte responsable de su pérdida de memoria, y de esos períodos de extravío mental -no saber quién era, dónde estaba, dónde iba- de que ahora se quejaba. Cuando el médico, dando un gran rodeo para no herir su susceptibilidad, se atrevió a sugerirle si no sería mejor para él, dado su estado de salud, considerar el regreso a Francia, su país, donde los suyos, gentes de su misma lengua, sangre y raza, para pasar rodeado de ellos sus últimos años -serían muy penosos, tenía que saberlo-, Paul reaccionó alzando la voz:
– Mi lengua, mi sangre y mi raza son los de Tahitinui, doctor. No volveré a pisar Francia, país al que sólo debo fracasos y sinsabores.
Salió de la clínica todavía con llagas en las piernas y sin que cedieran los dolores del tobillo. Pero el láudano lo defendía contra el escozor y la desesperación. Era toda una experiencia desasirse poco a poco del entorno, irse sumiendo en un territorio de puras sensaciones, de imágenes, de deshilachadas fantasías, que lo libraba del dolor y del asco que sentía al saber que se pudría en vida, que aquellas heridas de sus piernas, cuyo hedor no atajaban las vendas impregnadas de ungüento, estaban sacando a la luz sus pecados, suciedades, vilezas, maldades y errores de toda una vida. Una vida que, por lo visto, no iba a durar mucho ya, Pau!. ¿Te morirías antes de llegar a las Marquesas?
El 19 de abril de 1898 nació el hijo de Koke y 'Pau'ura, un varoncito sano y de buen peso al que de común acuerdo llamaron Émile.