Entonces, conversaba con los cantineros, las rameras, los vagos y borrachines del contorno, o con Pierre Levergos, que venía de Punaauia a hacerle compañía, compadecido de su soledad. Según el ex soldado, se equivocaban quienes creían que iba a morir. Para él, a Paulle ocurría algo más grave; estaba perdiendo la razón; su cabeza se había vuelto un batiburrillo. Hablaba de su hija Aline, muerta en Copenhague, a los veinte años, sin que hubiera podido despedirse de ella, y lanzaba contra la religión católica las peores apostasías e impiedades. La acusaba de haber exterminado a los Ariori, los dioses locales, y de envenenar y corromper las costumbres sanas, libres, desprejuiciadas de los nativos, imponiéndoles los prejuicios, censuras y vicios mentales que habían arrastrado a Europa a su decadencia actual. Sus odios y furores tenían muchos blancos. Ciertos días se concentraban en los chinos avecindados en Tahití, a los que acusaba de querer apoderarse de estas islas para acabar con los tahitianos y los colonos y extender el imperio amarillo. O se enzarzaba en largos e incomprensibles soliloquios sobre la necesidad de que el arte reemplazara el patrón de belleza occidental, la mujer y el hombre de piel blanca y proporciones armoniosas, creado por los griegos, por los valores inarmónicos, asimétricos y de audaz estética de los pueblos primitivos, cuyos prototipos de belleza eran más originales, variados e impuros que los europeos.
N o le importaba si lo escuchaban, pues, si alguien lo interrumpía con una pregunta, no se daba por enterado o lo callaba con una grosería. Permanecía sumergido en su mundo, cada vez menos permeable a la comunicación con los demás. Lo malo eran sus furias, que lo llevaban de pronto a insultar a cualquier marinero recién desembarcado en Papeete o a tratar de descerrajar un silletazo al parroquiano que, para su mala suerte, le cruzaba la mirada. En esos casos, los gendarmes lo arrastraban al puesto policial y lo hacían dormir en un calabozo. Aunque los vecinos lo conocían, y se desentendían de sus provocaciones, no ocurría lo mismo con los marineros en tránsito, que, a veces, se liaban a golpes con él. Y, ahora, era Paul quien quedaba mal parado, con moretones en la cara y el cuerpo magullado. Tenía sólo cuarenta y nueve años pero su cuerpo estaba tan en ruinas como su espíritu.
Otro tema obsesivo de Koke era mandarse mudar a las Marquesas. Quienes habían estado en aquellas alejadas colonias, a más de mil quinientos kilómetros la más próxima de Tahití, trataron de disuadido de la fantasiosa idea que se había hecho de esas islas, pero pronto optaron por callar, advirtiendo que no los escuchaba. Su cabeza ya no parecía capaz de discriminar entre fantasía y realidad. Decía que todo lo que curas católicos y pastores protestantes, así como colonos franceses y chinos comerciantes, habían pervertido y aniquilado en Tahití y las demás islas de este archipiélago, en las Marquesas se conservaba intacto, virgen, puro, auténtico. Que, allá, el pueblo maorí seguía siendo el de antes, el orgulloso, libre, bárbaro, pujante pueblo primitivo en comunión con la naturaleza y con sus dioses, viviendo todavía la inocencia de la desnudez, del paganismo, de la fiesta y la música, de los ritos sagrados, del arte comunicativo de los tatuajes, del sexo colectivo y ritual y el canibalismo regenerador. Él buscaba eso desde que se sacudió la costra burguesa en la que estaba atrapado desde la infancia, y llevaba un cuarto de siglo siguiendo el rastro de ese mundo paradisíaco, sin encontrado. Lo había buscado en la Bretaña tradicionalista y católica, orgullosa de su fe y sus costumbres, pero ya la habían mancillado los turistas pintores y el modernismo occidental. Tampoco lo encontró en Panamá, ni en la Martinica, ni aquí, en Tahití, donde la sustitución de la cultura primitiva por la europea ya había herido de muerte los centros vitales de aquella civilización superior, de la que apenas quedaban miserables restos. Por eso, debía partir. Apenas reuniera algo de dinero tomaría un barquito a las Marquesas. Quemaría sus ropas occidentales, su guitarra y su acordeón, sus telas y pinceles. Se internaría en los bosques hasta dar con una aldea aislada, que sería su hogar. Aprendería a adorar a esos dioses sanguinarios que atizaban los instintos, los sueños, la imaginación, los deseos humanos, que no sacrificaban jamás el cuerpo a la razón. Estudiaría el arte de los tatuajes y lograría dominar su laberíntico sistema de signos, la cifrada sabiduría que conservaba intacto su riquísimo pasado cultural. Aprendería a cazar, a danzar, a rezar en ese maorí elemental más antiguo que el tahitiano, y regeneraría su organismo comiendo carne de su prójimo. «No me pondré nunca al alcance de tus dientes, Koke», le decía Pierre Levergos, el único a quien aguantaba bromas.
A su espalda, los vecinos se reían de él. Se contaban sus alucinados disparates, y, cuando no el Bárbaro o el Cojo, le decían el Caníbal. Que ya no tenía muy sana su cabeza era evidente, por las contradicciones en que incurría cuando se ponía a evocar su vida pasada. Se jactaba de ser descendiente directo del último emperador azteca, llamado Moctezuma, y si alguien, respetuosamente, le recordaba que hacía unos días había asegurado que su linaje procedía en línea recta de un virrey del Perú, decía que, en efecto, era así, y que, además, tenía una abuela, Flora Tristán, anarquista en tiempos de Louis-Philippe, a la que él, de niño, había ayudado a preparar las bombas y la pólvora para los atentados terroristas contra los banqueros. No le importaba incurrir en afirmaciones sin pies ni cabeza, o garrafales anacronismos; sus recuerdos eran las invenciones del momento de alguien desconectado de la realidad, una cabeza que se había fabricado un pasado porque el suyo se lo habían disuelto enfermedades, remedios, locuras y borracheras.
Ningún colono, oficial de la pequeña guarnición o funcionario, lo invitaba a su casa, ni se le permitía la entrada al Club Militar. Para las familias de la pequeña sociedad colonial de Tahiti-nui, se volvió un apestado. Por su escandalosa vida, por convivir públicamente con nativas, por lucirse con prostitutas y protagonizar escándalos de abierta depravación, tanto en Mataiea como en Punaauia -escándalos que la chismografía exageraba hasta el delirio-, y por la mala fama que le hicieron los curas y pastores (sobre todo, el padre Damián), quienes, aunque mantenían una rivalidad muy intensa disputándose las almas indígenas para sus respectivas iglesias, estaban de acuerdo en considerar a Paul, pintor borracho y degenerado, un peligro público, un desprestigio para la sociedad y una fuente de inmoralidades. En cualquier momento cometería crímenes. ¿Qué se podía esperar de un sujeto que hacía público elogio del canibalismo?
Un día se presentó en el Departamento de Obras Públicas una muchacha indígena embarazada, preguntando por él. Era Pau'ura. Con naturalidad, como si se hubieran despedido la víspera -«Salud, Koke»-, le señaló su barriga, con media sonrisa. Tenía en la mano su bultito de ropa.
– ¿Vienes a quedarte conmigo?
Pau'ura asintió.
– ¿Eso que llevas en la barriga es mío?
La chiquilla volvió a asentir, muy segura, con unos brillos traviesos en los ojos.
Él se puso muy contento. Pero, inmediatamente surgieron complicaciones, algo inevitable tratándose de ti, Koke. La dueña de la pensión se negó a permitir que Pau'ura compartiera el cuarto de Paul, alegando que su pensión era modesta pero digna, y que bajo su techo no cohabitaban parejas ilegítimas, menos un blanco con una indígena. Comenzó entonces un patético recorrido por las casas de familia de Papeete que daban albergue. Todas se negaron a recibidos. Paul y Pau'ura tuvieron que refugiarse en Punaauia, en la finquita de Pierre Levergos, que accedió a hospedados hasta que encontraran donde vivir, con lo que el ex soldado se ganó la enemistad del padre Damián y del reverendo Riquelme.
La vida de Koke, viviendo en Punaauia y trabajando en Papeete, se volvió dificilísima. Tenía que tomar el primer coche de servicio público, aún a oscuras, y pese a ello llegaba media hora tarde al Departamento de Obras Públicas. Para compensar la tardanza, ofreció quedarse media hora luego del cierre de las oficinas.
Como si no tuviera ya bastantes problemas, se le metió en la cabeza algo descabellado: enjuiciar a las pensiones y hospedajes de Papeete que le negaron alojamiento con su vahine, acusándolos de haber violado las leyes de Francia, que prohibían discriminar entre los ciudadanos por causa de raza y religión. Perdió horas, días, consultando abogados y hablando con el procurador público, sobre el monto de las indemnizaciones que él y Pau'ura podían pedir por el agravio recibido. Todos trataron de disuadido, argumentando que jamás ganaría semejante proceso, pues las leyes amparaban el derecho de propietarios y administradores de hoteles y pensiones de rechazar a personas que, a su juicio, carecían de respetabilidad. ¿ y qué respetabilidad podía acreditar él, que vivía en flagrante adulterio, unión ilegítima, o bigamia, nada menos que con una indígena, y que había protagonizado infinitos incidentes, registrados por la policía, a causa de sus borracheras, y sobre quien pesaba, además, la acusación de haber huido de la clínica para no pagar lo que debía? Era un acto de conmiseración que los médicos del Hospital Vaiami no hubieran iniciado una acción judicial contra él por daños y perjuicios; pero, si se empeñaba en este proceso, aquel asunto saldría a relucir y Koke sería el perjudicado.
No fueron estos argumentos los que lo hicieron desistir, sino una carta conjunta de sus amigos Daniel de Monfreid y el buen Schuff, que le llegó a mediados de 1897 como maná caído del cielo. Venía acompañada de una remesa de mil quinientos francos y anunciaba, para pronto, un nuevo envío. Ambroise Vollard comenzaba a vender sus cuadros y esculturas. No a un solo cliente, a varios. Tenía promesas de compra que podían concretarse en cualquier momento. Todo esto parecía preludiar un cambio de fortuna con su pintura. Sus dos amigos se alegraban de que, por fin, los coleccionistas empezaran a reconocer lo que ya algunos críticos y pintores admitían a media voz: que Paul era un gran artista, que había revolucionado los patrones estéticos contemporáneos. «No descartamos que contigo pase lo que con Vincent», añadían. «Después de haberlo ignorado sistemáticamente, ahora todos se disputan sus cuadros, pagando por ellos sumas enloquecidas.»
El mismo día que recibió esta carta, Paul renunció al Departamento de Obras Públicas. En Punaauia consiguió un pequeño terreno, no muy alejado de la finquita de Pierre Levergos, donde, como la casa de éste era diminuta, dormían él y su vahine en un cobertizo sin paredes, a orillas de la huerta de frutas. Llevando la carta de sus amigos y el cheque, así como el anuncio de próximos envíos, consiguió que el Banco de Papeete le hiciera un préstamo para su nueva vivienda, cuyos planos él mismo dibujó, y cuya construcción vigiló celosamente.