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– No se deje ganar por la impaciencia, Flora Tristán. Usted está comenzando en estas lides. Aprenda de Achille François. Trabaja de seis de la mañana a ocho de la noche para dar de comer a los suyos, y, luego, de ocho a dos de la madrugada, por sus hermanos obreros. ¿Es justo llamado «bruto e ignorante» porque se permite discrepar con usted?

El «padre de los herreros» sí que no era bruto ni ignorante. Más bien, un pozo de sabiduría, que, en aquellas primeras semanas de tu apostolado, en París, te apoyó más que nadie. Llegaste a considerado un maestro, un padre espiritual. Pero madame Gosset no entendió esa sublime camaradería. Una buena noche, furibunda y en jarras se presentó en casa de Achille François, donde celebraban una reunión, y, como una furia griega, se precipitó contra ti llenándote de improperios. Regando saliva y apartando los pelos brujeriles de su cara, te amenazó con denunciarte a la justicia ¡si perseverabas en tu pérfida intriga para arrebatarle a su marido! La vieja Gosset se creía que estabas enamorando al anciano dirigente obrero. Ay, Florita, qué risa. Sí, qué risa. Pero aquella escena de vodevil proletario te enseñó que nada era fácil, y, menos que nada, luchar por la justicia y la humanidad. También, que, en ciertas cosas, pese a ser pobres y explotados, los obreros se parecían tanto a los burgueses.

Aquel concierto de Liszt, en Burdeos, a fines de septiembre de 1844, al que asististe más por curiosidad que por afición a la música (¿cómo sería ese pianista que, desde hacía seis meses, se cruzaba y descruzaba contigo por los caminos de Francia?), terminó como otro vodevil: un súbito desmayo que te hizo rodar al suelo y atrajo todas las miradas del auditorio -entre ellas la enfurecida del propio pianista interrumpido- hacia tu palco del Grand Théatre. y que remató la crónica de aquel periodista despistado, que aprovechaba tu desvanecimiento para presentarte como una sílfide mundana: «Admirablemente bella, talle elegante y ligero, aire orgulloso y vivo, ojos llenos del fuego de Oriente, larga cabellera negra que podría servirle de manto, bella tez olivácea, dientes blancos y finos, madame Flora Tristán, la escritora y reformadora social, hija de los rayos y las sombras, sufrió anoche un vértigo, tal vez por el trance en que la envolvieron los eximios arpegios del maestro Liszt». Enrojeciste hasta la raíz de los cabellos leyendo esa estúpida frivolidad al despertarte en ese mullido lecho. ¿Dónde estabas, Florita? Esta elegante cámara perfumada con flores frescas y delicadas cortinas de hilo que filtraban la luz no tenía nada que ver con tu modesto cuartito de hotel. Era la residencia de Charles y Elisa Lemonnier, quienes, la víspera, al sufrir tú aquel vahído en el Grand Théatre, insistieron en traerte a su casa. Aquí estarías mejor cuidada que en el hotel o en el hospital. Así fue. Charles era abogado y profesor de filosofía y su esposa Elisa animadora de escuelas profesionales para niños y jóvenes. Sansimonianos devotos, amigos del Padre Prosper Enfantin, idealistas, cultos, generosos, dedicaban su vida a trabajar por la fraternidad universal y «el nuevo cristianismo» predicado por Saint-Simon. No te guardaban el menor rencor por el desplante que les hiciste el año anterior negándote a conocerlos. Habían leído tus libros y te admiraban.

El comportamiento de la pareja con Flora las semanas siguientes no pudo ser más esmerado. Le dieron la mejor alcoba de la casa, llamaron a un prestigioso médico de Burdeos, el doctor Mabit, hijo, y contrataron una enfermera, mademoiselle Alphine, para que acompañara a la enferma día y noche. Sufragaron las consultas y los remedios y no permitieron siquiera que Flora hablara de devolverles lo gastado.

El doctor Mabit, hijo, indicó que podía ser el cólera. Al día siguiente, luego de otro examen, rectificó, señalando que se trataba más bien, probablemente, de una fiebre tifoidea. Pese al estado de extenuación total de la enferma, se declaró optimista. Le recetó una dieta sana, reposo absoluto, frotaciones y masajes, y una poción reconstituyente que debía tomar día y noche, cada media hora. Los dos primeros días, Flora reaccionó favorablemente al régimen. Al tercer día, sin embargo, tuvo una congestión cerebral, con fiebre altísima. Durante horas, permaneció en estado de semiinconsciencia, delirando. Los Lemonnier convocaron una junta de médicos, presidida por una eminencia local, el doctor Gintrac. Los facultativos, luego de examinarla y discutir a solas, confesaron cierta perplejidad. Sin embargo, pensaban que, aunque su condición era sin duda grave, podía ser salvada. N o se debía perder la esperanza ni permitir que la enferma advirtiera su estado. Recetaron sangrías y ventosas, además de nuevas pociones, ahora cada quince minutos. Para ayudar a la exhausta mademoiselle Alphine, que atendía a Flora con devoción religiosa, los Lemonnier contrataron otra enfermera veladora. Cuando, en uno de los momentos de lucidez de su huésped, los dueños de casa preguntaron a Flora si no quería que viniera a acompañada algún familiar -¿su hija Aline, tal vez?-, ella no vaciló: «Eléonore Blanc, de Lyon. Es también mi hija». La llegada de Eléonore a Burdeos -esa cara tan querida, tan pálida, tan trémula, inclinándose llena de amor sobre su lecho- devolvió a Flora la confianza, la voluntad de luchar, el amor a la vida.

En aquellos comienzos de su campaña por la Unión Obrera, año y medio atrás, La Ruche Populaire se había portado muy bien con ella, a diferencia del otro diario obrero, L 'Atelier, que primero la ignoró, y luego la ridiculizó llamándola «aspirante a ser una O'Connell con faldas». La Ruche , en cambio, organizó dos debates, al cabo de los cuales catorce de los quince asistentes votaron a favor de un llamado a los obreros y obreras de Francia, escrito por Flora, convocándolos a unirse a la futura Unión Obrera. Aunque superó muy pronto su miedo inicial a hablar en público -lo hacía con desenvoltura y era excelente a la hora de los debates-, siempre la ganaba un sentimiento de frustración porque en esas reuniones casi nunca participaban mujeres, pese a sus exhortaciones para que asistieran. Cuando conseguía que algunas acudieran, las notaba tan intimidadas y hundidas que sentía compasión (a la vez que cólera) por ellas. Rara vez se atrevían a abrir la boca y cuando alguna lo hacía miraba primero a los varones presentes como pidiendo su consentimiento.

La publicación de La Unión Obrera , en 1843, fue toda una proeza, de la que aún ahora, en los períodos en que salías del estado de sufrimiento y desconexión total con el entorno en que te tenía sumida la enfermedad, te sentías orgullosa. Editar ese librito que llevaba ya tres ediciones y circulaba por centenares de manos obreras había sido, ¿no, Andaluza?, un triunfo del carácter contra la adversidad. Todos los editores que conocías en París se negaron a publicarlo, alegando pretextos fútiles. En verdad, temían granjearse problemas con las autoridades.

Entonces, una mañana, viendo desde el balconcito de la me du Bac las macizas torres de la iglesia de Saint Sulpice -una de ellas inconclusa-, recordaste la historia (¿o la leyenda, Florita?) del párroco Jean-Baptiste Languet de Geray, quien, un buen día, se propuso erigir una de las más bellas iglesias de París con la sola ayuda de la caridad. Y, sin más, se lanzó a mendigar de puerta en puerta. ¿Por qué no harías tú lo mismo para imprimir un libro que podía convertirse en el Evangelio del futuro para las mujeres y obreros de todo el mundo? No habías acabado de concebir aquella idea cuando ya estabas redactando un «Llamado a todas las personas de inteligencia y devoción». Lo encabezaste con tu firma, seguida por las de tu hija Aline, tu amigo el pintor Jules Laure, tu criada Marie-Madeleine y tu aguatero Noel Taphanel, y, sin pérdida de tiempo, empezaste a hacerlo circular por todas las casas de amigos y conocidos, a fin de que colaboraran con la financiación del libro. ¡Qué sana y fuerte eras todavía, Flora! Podías corretear doce, quince horas por todo París, llevando y trayendo aquel llamado -lo llevaste a más de doscientas personas- que, al final, apoyarían gentes tan conocidas como Béranger, Victor Considérant, George Sand, Eugene Sue, Pauline Roland, Fréderick Lemaitre, Paul de Kock, Louis Blanc y Louise Coleto Pero muchos otros personajes importantes te dieron con la puerta en las narices, como Delacroix, David d'Ángers, mademoiselle Mars, y, por supuesto, Étienne Cabet, el comunista icariano que quería tener el monopolio de la lucha por la justicia social en el universo.

Ese año de 1843, la composición social de las personas que iban a visitada a su pisito de la rue du Bac cambió de manera radical. Flora recibía los jueves en la tarde. Antes, los visitantes eran profesionales con curiosidad intelectual, periodistas y artistas; desde comienzos de 1843 fueron principalmente dirigentes de mutuales y sociedades obreras, y algunos fourieristas y sansimonianos que, por lo general, se mostraban muy críticos con lo que consideraban el excesivo radicalismo de Flora… No sólo franceses hacían su aparición por el estrecho pisito de la rue du Bac, a tomar las tazas de chocolate humeante que ella ofrecía a sus invitados mintiéndoles que era del Cusco. A veces, venía también algún cartista u owenista inglés de paso por París, y, una tarde, se apareció un socialista alemán refugiado en Francia, Amold Ruge. Era un hombre grave e inteligente, que la escuchó con atención, tomando notas. Quedó muy impresionado con la tesis de Flora sobre la necesidad de constituir un gran movimiento internacional que uniera a los obreros y a las mujeres de todo el mundo para acabar con la injusticia y la explotación. Le hizo muchas preguntas. Hablaba impecable francés y pidió permiso a Flora para volver la semana siguiente trayendo a un amigo alemán, joven filósofo y también refugiado, llamado Carlos Marx, con quien, le aseguró, haría excelentes migas, pues tenía ideas parecidas a las suyas sobre la clase obrera, a la que atribuía también una función redentora para el conjunto de la sociedad.

Arnold Ruge volvió, en efecto, la semana siguiente, con seis camaradas alemanes, todos exiliados, entre ellos el socialista Moses Hess, muy conocido en París. Ninguno de ellos era Carlos Marx, a quien había retenido la preparación del último número de una revista que sacaba con Ruge, tribuna del grupo: los Anales Franco-Alemanes. Sin embargo, lo conociste poco después, en circunstancias pintorescas, en una pequeña imprenta de la orilla izquierda del Sena, la única que había aceptado imprimir La Unión Obrera. Vigilabas la impresión de aquellas páginas, en la vieja prensa a pedales del local, cuando un joven energúmeno de barbas crecidas, sudoroso y congestionado por el malhumor, comenzó a protestar, en un horripilante francés gutural y con escupitajos. ¿Por qué la imprenta incumplía su compromiso con él y postergaba la impresión de su revista para privilegiar «los alardes literarios de esta dama recién venida»?

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