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El sexo había irrumpido también en su vida, como la luz en sus cuadros, con beligerancia irresistible, llevándose de encuentro todos los remilgos y prejuicios que hasta entonces lo mantenían apagado. Como sus compañeros de la azada, en las ciénagas pestilentes donde se abrían las exclusas del futuro Canal, fue a buscar a las mulatas y negras que rondaban los campamentos panameños. No sólo se dejaban tirar por una suma módica, también maltratar mientras eran fornicadas. Y si lloraban y, asustadas, querían huir, qué fruición, qué destemplado goce caerles encima y dominarlas, enseñarles quién era el varón. A la Vikinga nunca la amaste así, Paul, como a esas negras de enormes tetas, fauces animales y sexos voraces que quemaban como braseros. Por eso, tu pintura era tan desvaída y esclerótica, tan conformista y tímida. Porque así era tu espíritu, tu sensibilidad, tu sexo. Te habías hecho la promesa -no la cumplirías, Paul- allá en las noches sofocantes de Saint-Pierre, cuando podías tumbar a una de esas negras descaderadas que hablaban en un creole ardiente, que cuando volvieras a ver a la Vikinga, le darías una lección retroactiva. Se lo dijiste a Charles Laval, una noche de borrachera con ron crudo:

– La primera vez que estemos juntos le quitaré a la Vikinga toda la frigidez nórdica que lleva encima desde la cuna. La desnudaré a golpes y a jalones, a mordiscos y abrazos la haré retorcerse y chillar, revolverse y pelear para sobrevivir. Como una negra. Ella desnuda y yo desnudo, en la lucha amorosa esa remilgada burguesa aprenderá a pecar, a gozar, a hacer gozar, a ser caliente, sumisa y jugosa como una hembra de Saint-Pierre.

Charles Laval te miraba alelado, sin saber qué decir. Koke se echó a reír a carcajadas, con la mirada clavada en Pape moe, iluminado por la luz fosforescente de la luna. No, no. La Vikinga nunca haría el amor como una martiniquesa o una tahitiana, su religión y su cultura se lo impedían. Sería siempre un ser a medias, una mujer a la que le marchitaron el sexo antes de nacer.

El Holandés Loco lo entendió muy bien, desde el primer momento. Aquellos cuadros de la Martinica no fueron pintados así gracias al color desmesurado de los trópicos, sino a la libertad mental y de costumbres, conquistada por un novicio de salvaje, un pintor que al mismo tiempo que a pintar aprendía a hacer el amor, a respetar el instinto, a aceptar lo que había en él de Naturaleza y de demonio, y a satisfacer sus apetitos como los hombres al natural.

¿Eras un salvaje cuando regresaste a París de aquel malhadado viaje a Panamá y a la Martinica, convaleciendo todavía de esa malaria que te chupó la carne, envenenó tu sangre y te quitó diez kilos de peso? Comenzabas a serlo, Paul. Tu conducta ya no era la de un burgués civilizado, en todo caso. ¿Cómo iba a serlo después de sudar bajo el sol inclemente tirando la azada en las selvas de Panamá, y amando a mulatas y negras en el barro, la tierra rojiza y las arenas sucias del Caribe? Además, traías dentro de ti la enfermedad impronunciable, Paul. Una marca infamante, pero, también, tu credencial de hombre sin frenos. Tú no sabías y no sabrías por buen tiempo que estabas apestado. Pero eras ya un ser liberado de remilgos, de respetos, de tabúes, de convenciones, orgulloso de tus impulsos y pasiones. ¿Cómo te hubieras atrevido, si no, a alargar las manos y tocarle los pechos a la delicada esposa de tu mejor amigo, el buen Schuff, que te alojaba en su casa, te daba de comer y hasta regalaba unos francos para un ajenjo en los cafés? Madame Schuffenecker empalidecía, enrojecía, se escapaba balbuceando una protesta. Pero, su pudor y su vergüenza eran tan grandes que no se atrevió nunca a contarle al buen Schuff los atrevimientos del compañero a quien tanto ayudaba. ¿O lo hizo? Acariciar a madame Schuffenecker cuando las circunstancias los dejaban solos se convirtió en un juego peligroso. Te hacía pasar muy buenos ratos y te empujaba al caballete, ¿no, Koke?

Una nubecilla empañó la luz de la luna y Paul regresó a la cabaña, llevando Pape moe con extremo cuidado, como si se pudiera trizar. Lástima que el Holandés Loco no pudiera ver esta tela. La hubiera perforado con la mirada alucinada que ponía en las grandes ocasiones, y, después, te hubiera abrazado y besado, exclamando con su voz convulsionada: «¡Has fornicado con el diablo, hermano!».

Por fin, a mediados de mayo de 1893, llegó la orden de repatriación enviada por el gobierno de Francia a la gobernación de la Polinesia francesa. El gobernador Lacascade en persona le comunicó que, según instrucciones recibidas -le leyó la resolución ministerial- se había acordado, en vista de su insolvencia, pagarle un pasaje de barco en segunda clase, Papeete-Marsella. Ese mismo día, luego de cinco horas y media de zangoloteo en el coche público, regresó a Mataiea y anunció a Teha'amana que partía. Le habló largo rato, explicándole con lujo de detalles las razones que lo impulsaban a regresar a Francia.

Sentada en una de las bancas, bajo el mango, la muchacha lo escuchaba sin decir palabra, sin derramar una lágrima, ni hacer un gesto de reproche. Con su mano derecha se acariciaba de manera mecánica el pie izquierdo, el de los siete deditos. Tampoco dijo nada cuando Paul calló. Éste subió a acostarse luego de fumar una última pipa y encontró a Teha'amana ya dormida. A la mañana siguiente, al abrir Koke los ojos, su vahine había hecho una bolsa con todas sus cosas y partido.

Cuando Paul se embarcó hacia Francia a comienzos de junio de 1893 en el Duchaffault, sólo acudió a despedido en el muelle de Papeete su amigo Jénot, recién ascendido a teniente de la armada.

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