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En esos días, en que se sentía tan desamparado, incapaz de salir de su choza por los dolores en el tobillo, recordaba la profecía de su madre, en el testamento en el que le legó sus pocos cuadros y sus libros. Te deseaba éxito en tu carrera. Pero añadía una frase que te amargaba todavía: «Ya que Paul se ha hecho tan antipático ante todos mis amigos que un día este pobre hijo mío terminará por quedarse completamente solo». La profecía se cumplió al pie de la letra, mamá. Solo como un lobo, solo como un perro. Tu madre adivinó el salvaje que llevabas dentro, antes de que tú asumieras tu verdadera naturaleza, Paul. Por lo demás, no era cierto que fueras un joven tan antipático con todos los amigos de Aline Gauguin. Sólo con Gustave Acosa, tu tutor. Con él, sí. Nunca pudiste sonreírle ni hacerle creer a ese señor que lo querías, por más afectuoso que fuera contigo, por más regalos y buenos consejos que te diera, por más que te apoyara para que, cuando dejaste la marina, hicieras carrera en el mundo de los negocios. Te hizo entrar en la agencia de Paul Bertin para que intentaras suerte en la Bolsa de Valores de París y muchos otros favores. Pero ese señor no podía ser tu amigo, porque, si amaba a tu madre, su obligación era separarse de su mujer y asumir públicamente su amor por Aline Chazal, viuda de Gauguin, en vez de tenerla de querida a escondidas, para la satisfacción esporádica de sus placeres. Bueno, a un salvaje no deberían preocuparle esas estupideces. ¿Qué prejuicios eran ésos, Paul? Es verdad que, entonces, no eras un salvaje todavía, sino un burgués que se ganaba la vida en la Bolsa de París y cuyo ideal era hacerse tan rico como Gustave Acosa. Su gran carcajada hizo estremecer su cama y desprendió el mosquitero, que lo envolvió, como una red a un pescado.

Cuando calmaron los dolores, hizo averiguaciones sobre su antigua vahine, Teha'amana. Se había casado con un joven de Mataiea llamado Ma'ari y seguía viviendo en aquella aldea con su nuevo marido. Aunque sin esperanzas, Paulle envió un recado con el muchacho que limpiaba la iglesita protestante de Punaauia, rogándole que volviera con él y prometiéndole muchos regalos. Para su sorpresa y contento, a los pocos días Teha'amana se apareció en la puerta de su cabaña. Traía un pequeño bulto con sus ropas, como la primera vez. Lo saludó como si se hubieran separado la víspera: «Buenos días, Koke».

Había engrosado pero seguía siendo una bella joven llena de garbo, de cuerpo escultural, de pechos, nalgas y vientre ubérrimos. Su venida lo alegró tanto que empezó a sentirse mejor. Las molestias al tobillo desaparecieron y volvió a pintar. Pero la reconciliación con Teha'amana duró poco. La muchacha no podía disimular el asco que le producían las llagas, pese a que Paul tenía las piernas casi siempre vendadas, después de frotárselas con un ungüento a base de arsénico que le atenuaba el escozor. Hacer el amor con ella, ahora, era un remedo de esas fiestas del cuerpo que recordaba. Teha'amana se resistía, buscaba pretextos, y, cuando no había remedio, Paulla veía -la adivinaba- con la cara fruncida de disgusto, prestándose a un simulacro en el que la repugnancia le impedía el menor placer. Por más que, la llenó de regalos y le juró que ese eczema era una infección pasajera, que se le curaría pronto, ocurrió lo inevitable: una mañana Teha' amana, con su bultito a cuestas, se marchó sin despedirse. Tiempo después, Paul supo que estaba viviendo de nuevo con su marido, Ma'ari, en Mataiea. «Qué afortunado.» Era una mujercita excepcional y no sería fácil reemplazarla, Koke.

No lo fue. Aunque, a veces, chiquillas traviesas de la vecindad, luego de las clases de catecismo en las iglesias protestante y católica de Punaauia -equidistantes de su choza-, venían a verlo pintar o esculpir, divertidas con ese gigantón semidesnudo rodeado de pinceles, botes de pintura, telas y pedazos de madera a medio desbastar, y él conseguía arrastrar alguna a su alcoba y gozar de ella del todo o a medias, ninguna aceptaba, como él les proponía, ser su vahine. El trasiego de chiquillas le trajo conflictos, primero con el cura católico, el padre Damián, y luego con el pastor, el reverendo Riquelme. Ambos vinieron, por separado, a reprocharle su conducta desinhibida, inmoral y corruptora de las niñas indígenas. Los dos lo amenazaron: podría traerle problemas con la justicia. Al pastor y al cura les respondió que nada le gustaría más que tener una compañera permanente, porque estos juegos de picaflor le hacían perder tiempo. Pero él era un hombre con necesidades. Si no hacía el amor, la inspiración se le escabullía. Así de simple, señores.

Sólo unos seis meses después de la partida de Teha'amana consiguió otra vahine: Pau'ura. Tenía -naturalmente- catorce años. Vivía cerca del pueblo y cantaba en el coro católico. Luego de los ensayos vespertinos, dos o tres veces fue a meterse a la cabaña de Koke. Contemplaba largo rato, entre risitas sofocadas, las postales pornográficas desplegadas en una pared del estudio. Paulle hizo regalos y fue a comprarle un pareo a Papeete. Por fin, Pau'ura aceptó ser su vahine y se vino a la cabaña. N o era ni tan bella, ni tan despierta, ni tan ardiente en la cama como Teha'amana, y, a diferencia de ésta, descuidaba las tareas domésticas, pues, en vez de limpiar o cocinar, corría a jugar con las chiquillas de la aldea. Pero esa presencia femenina en la cabaña, sobre todo en las noches, le hizo bien, redujo la ansiedad que le impedía dormir. Sentir la respiración pausada de Pau'ura, divisar en las sombras el bulto de su cuerpo rendido por el sueño, lo serenaba, le devolvía cierta seguridad.

¿Qué te desvelaba así? ¿Qué te tenía en ese enervamiento constante? No que se estuviese agotando la herencia del tío Zizi y los magros francos del remate en el Hotel Drouot. Te habías acostumbrado a vivir sin dinero, eso nunca te quitó el sueño. No era la enfermedad impronunciable, tampoco. Porque, ahora, después de atormentado tanto tiempo, las llagas se cerraron una vez más. El dolor del tobillo era por el momento llevadero. ¿Qué, entonces?

Pensar en su padre, perseguido político al que le reventó el corazón en medio del Atlántico cuando huía de Francia hacia el Perú, y recordar el Retrato de Atine Gauguin. ¿Dónde estaba? Ni Daniel de Monfreid ni el buen Schuff lo tenían; no lo habían visto siquiera. Lo escondía Mette, entonces, en Copenhague. Pero, su mujer, en la única carta que recibió de ella desde que volvió a Tahití, no decía una palabra sobre ese retrato, pese a que él en dos cartas le había pedido noticias sobre su paradero. Lo hizo por tercera vez. ¿Cuándo recibirías la respuesta, Paul? Seis meses de espera cuando menos. El pesimismo lo ganó: nunca volverías a vedo. La imagen de Aline Gauguin, que no se apartaba de tu mente, se convirtió en otra llaga.

Era la Aline Chazal de carne y hueso, no sólo su imagen, la que lo asediaba. ¿Por qué volvía ahora tu memoria una y otra vez sobre las desgracias que habían jalonado la vida de la única hija que sobrevivió, de los tres hijos que parió la abuela? Hubiera sido preferible que no sobreviviera, que muriera como sus dos hermanitos, la infortunada hija de Flora Tristán, ex Chazal.

En aquella última reunión con su tutor, Paul vio cómo se llenaban de lágrimas los ojos de Gustave Arosa evocando el calvario de Aline Chazal, que él conocía al dedillo. Esto confirmó sus sospechas sobre las relaciones entre su madre y el millonario. Ella, tan lacónica, tan celosa de sus secretos, ¿a quién sino a un amante le hubiera confiado esa degradante historia? En eso pensabas, mientras te ibas enterando de los detalles macabros de la vida de Aline Gauguin, y, en vez de llorar como tu tutor, te descomponías de celos y vergüenza. Ahora, en cambio, en esta noche tibia, sin viento, perfumada por los árboles y las plantas, con esa gran luna amarilla de luz parecida a la que pusiste como fondo del retrato de Aline Gauguin, tenías ganas de llorar también. Por ti, por el infortunado periodista Clovis Gauguin, pero sobre todo por tu madre. Una infancia muy triste la de ella, desde luego. Haber nacido cuando la abuela Flora ya había huido de la casa de tu abuelo -pues esa bestia maligna, André Chazal, esa hiena asquerosa, era tu abuelo, por más que te helara la sangre tenerlo que admitir- y pasado sus primeros años de vida a salto de mata, sin saber lo que era un hogar ni una familia, en pensiones, hotelitos, albergues de mala muerte, bajo las faldas de la rauda abuela Flora, siempre huyendo, siempre escapando de la persecución del marido abandonado, o, todavía peor, entregada a nodrizas campesinas. Esa niña sin padre y sin madre debió tener una infancia deprimente. Cuando la abuela Flora se fue al Perú, y se pasó dos años ausente, en Arequipa, Lima y cruzando los océanos, dejó a Aline olvidada donde una señora caritativa de la campiña de Angouleme, que se compadeció de ella, según la misma abuela Flora contaba en Peregrinaciones de una paria. Cuánto lamentabas no tener esas memorias aquí contigo, Paul.

Al regresar a Francia, Flora rescató a Aline y ésta pudo disfrutar de su madre apenas tres añitos. Pero, en fin, Gustave Arosa lo decía y debía ser verdad, pues se lo había dicho la propia Aline: ese período, entre el regreso de la abuela Flora del Perú, cuando sacó a tu madre de Angouleme y se la llevó con ella a París, a la casita de la rue du Cherche-Midi 42, y la matriculó, como alumna externa, en un colegio para niñas de la vecina rue d'Assas, fue el mejor de su vida, el único en que Aline gozó de su madre, de un hogar, de esa rutina cálida que fingía la normalidad. Hasta el 31 de octubre de 1835, en que comenzó aquella pesadilla que sólo acabaría tres años más tarde, con el pistoletazo de la rue du Bac. Ese día, acompañada por una criada, Aline Chazal regresaba del colegio a casa. Un hombre mal vestido y alcoholizado, con los ojos enrojecidos saltando de sus órbitas, la detuvo en plena calle. De un bofetón apartó a la aterrorizada criada y a empellones metió a Aline al coche que lo esperaba, chillando: «Una niña como tú debe estar con su padre, un hombre de bien, y no con la perdida de tu madre. Has de saber que yo soy tu padre, André Chazal». 31 de octubre de 1835: comienzo del infierno para Aline.

«Vaya manera de enterarse de la existencia de su progenitor», dijo Gustave Arosa, condolido hasta los huesos. «Tu madre tenía apenas diez años y era la primera vez que veía a André Chazal.» Fue el primer rapto, de los tres que la niña padeció. Esos secuestros hicieron de ella el ser triste, melancólico, lastimado que fue siempre y que tú pintaste en ese retrato perdido, Palio Pero, peor que el rapto, que esa manera abusiva y brutal de presentarse a Aline, fueron los motivos del rapto, las razones que indujeron a esa inmundicia humana a secuestrada. ¡La codicia! ¡El dinero! ¡La ilusión de un rescate con el oro imaginario del Perú! ¿De dónde le llegó el rumor, el mito, a la escoria muerta de hambre que era tu abuelo André Chazal, que la mujer que lo abandonó había regresado del Perú bañada por las riquezas de los Tristán de Arequipa? No la raptó por amor paternal, ni por orgullo de marido vejado. Sino para chantajear a la abuela Flora y desplumada de unas imaginarias riquezas que habría traído de América del Sur. «No hay límites para la vileza, para la bajeza, en ciertos seres humanos», protestó Gustave Arosa. En efecto, la conducta de André Chazal fue la de los peores especímenes de la vida animal: los cuervos, los buitres, los chacales, las víboras. El miserable tenía las leyes de su parte, la mujer que huía de su hogar era, para la beata moral del reino de Louis-Philippe, tan indigna como una puta, y con menos derechos que las putas a reclamar nada de la legalidad.

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