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Qué bien se había portado en esa ocasión Madame-la-Colere, ¿no, Paul? Ésas eran las cosas que hacían que sintieras de pronto una admiración ilimitada, una solidaridad visceral por esa abuela que murió cuatro años antes de que nacieras. Estaría rota, destrozada, con el secuestro de su hija. Pero no perdió la presencia de ánimo. Y, a lo largo de un mes, valiéndose de sus parientes maternos, los Laisney (principalmente su tío, el comandante Laisney), gestionó un encuentro con su marido. Porque el secuestrador de Aline seguía siendo su marido ante la ley. La reunión tuvo lugar en Versalles, cuatro semanas después del rapto, en casa del comandante Laisney. Imaginabas muy bien la escena y alguna vez garabateaste unos bocetos representándola. La fría discusión, los reproches, los gritos. Y, de pronto, la magnífica abuela reventándole un florero, ¿una olla, una silla?, a Chazal en la cabeza, y, aprovechando la confusión, tomando a Aline de la mano y escapando con ella por las calles desiertas y empapadas de Versalles. Una lluvia providencial facilitó su fuga. ¡Qué abuela la tuya, Koke!

A partir de ese soberbio rescate, en la memoria de Paul aquella historia se enredaba, espesaba y repetía, como en un mal sueño. Denunciada, perseguida, la abuela Flora iba de comisaría en comisaría, de fiscal en fiscal, de tribunal en tribunal. Como el escándalo prestigia a los abogados, un joven leguleyo ambicioso y vil, que haría carrera política, Jules Favre, asumió la defensa de André Chazal, en nombre del Orden, de la Familia Cristiana, de la Moral, y se dedicó a hundir en el descrédito a la fugitiva del hogar, madre indigna, esposa infiel. ¿Y la niña? ¿Qué pasaba con tu madre, todo ese tiempo? Era enviada por los jueces a unos internados ófricos, donde Chazal y la abuela Flora podían visitada, por separado, sólo una vez al mes.

El 28 de julio de 1836 Aline fue secuestrada por segunda vez. Su padre la sacó a la fuerza del internado regentado por mademoiselle Durocher, 5 rue d'Assas, y la encerró, en secreto, en un pensionado de mala muerte, en la rue du Paradis-Poissonniere. «¿Te imaginas el estado de ánimo de esa niña con semejantes sobresaltos, Paul?», lloriqueó Gustave Arosa. A las siete semanas, Aline escapó de ese encierro, descolgándose por una ventana, y consiguió llegar donde la abuela Flora, quien vivía ya en la rue du Bac. La niña pudo disfrutar un par de meses de la casa materna.

Porque Chazal, gracias al leguleyo Jules Favre consiguió que la justicia y la policía se lanzaran a la caza de la criatura, en nombre de la patria potestad. El 20 de noviembre de 1836 Aline fue raptada por tercera vez, ahora por un comisario, en la puerta de su casa, y entregada a su padre. Al mismo tiempo, el procurador del rey y el juez hacían saber a la abuela Flora que cualquier intento de arrebatar a Aline a su progenitor significaría para ella la cárcel.

Ahora venía la parte más sucia y maloliente de la historia. Tan sucia y maloliente que, aquella tarde, cuando Gustave Arosa, creyendo congraciarse así contigo, te mostró la cartita de abril de 1837 que la niña hizo llegar a la abuela Flora cinco meses después de haber sido secuestrada por tercera vez, apenas comenzaste a leerla cerraste los ojos, enfermo de asco, y se la devolviste a tu tutor. Aquella cartita había figurado en el juicio, aparecido en los periódicos, formado parte del expediente judicial, hecho correr habladurías y chismes en los salones y mentideros parisinos. André Chazal vivía en un cubil sórdido, en Montmartre. La niña, desesperada, con faltas de ortografía en cada frase, rogaba a su madre que la rescatara. Tenía miedo, dolor, pánico, en las noches, cuando su padre -«el señor Chazal», decía-, generalmente borracho, la hacía acostarse desnuda con él en la única cama del lugar, y, él, asimismo desnudo, la abrazaba, la besaba, se frotaba contra ella, y quería que ella también lo abrazara y lo besara. Tan sucio, tan maloliente, que Paul prefería pasar como sobre ascuas por ese episodio y la denuncia que hizo la abuela Flora contra André Chazal por violación e incesto. Terribles, enormes acusaciones que provocaron el concebible escándalo, pero que, gracias al arte consumado de esa otra fiera, la del foro, Jules Favre, depararon sólo unas pocas semanitas de cárcel al violador incestuoso, ya que, aunque los indicios lo condenaban, el juez dictaminó que «no se pudo probar de manera fehaciente el hecho material del incesto». La sentencia condenaba a la niña, una vez más, a vivir separada de su madre, en un internado.

¿Habías puesto todos esos dramas mezclados con gran guiñol en el Retrato de Afine Gauguin, Paul? N o estabas seguro. Querías recuperar esa tela para averiguarlo. ¿Era una obra maestra? Tal vez, sí. La mirada de tu madre en el cuadro, recordabas, despedía, desde su timidez congénita, un fuego quieto, oscuro, con visajes azulados, que traspasaba al espectador e iba a perderse en un punto indeterminado del vacío. «¿Qué miras en mi cuadro, madre?» «Mi vida, mi pobre y miserable vida, hijo mío. Y la tuya también, Paul. Yo hubiera querido que, a diferencia de lo que le ocurrió a tu abuelita, a mí, a tu pobre padre que murió en medio del mar y enterramos en ese fin del mundo, tú tuvieras otra vida. De persona normal, tranquila, segura, sin hambre, sin miedo, sin fugas, sin violencia. No pudo ser. Te legué la mala suerte, Paul. Perdóname, hijo mío.»

Cuando, un rato después, debido a los sollozos de Koke, Pau'ura se despertó y le preguntó por qué lloraba así, él le mintió:

– Me ha vuelto el ardor a las piernas y, qué desgracia, el ungüento se ha acabado.

Te pareció que la luna, la radiante Hina, la diosa de los Ariori, los antiguos maoríes, quieta en el cielo de Punaauia, luciente en medio de las hojas entrelazadas del cuadrado de la ventana, también se entristecía.

Ya casi no quedaba un centavo de la herencia del tío Zizi y del dinero que trajo de París. Ni Daniel, ni Schuff, ni Ambroise Vollard ni los otros galeristas a los que había dejado pinturas y esculturas en Francia, daban señales de vida. El corresponsal más fiel era, siempre, Daniel de Monfreid. Pero no conseguía comprador para una sola tela, una sola talla, ni un miserable apunte. Comenzaban a faltar los víveres y Pau'ura se quejaba. Paul propuso al chino, dueño del único almacén de Punaauia, un trueque: le daría dibujos y acuarelas para que los alimentara a él y a su vahine mientras le llegaba dinero de Francia. A regañadientes, el almacenero terminó por aceptar.

A las pocas semanas, Pau'ura vino a decide que el chino, en vez de guardar sus dibujos, colgados en las paredes o tratar de venderlos, los usaba para envolver la mercadería. Le mostró los restos de un paisaje de mangos de Punaauia, manchado, arrugado y con residuos de escamas de pescado. Cojeando, apoyándose en el bastón que ahora usaba para el menor desplazamiento incluso dentro de la cabaña, Paul fue al almacén e increpó al dueño su falta de sensibilidad. Subió tanto la voz que el chino lo amenazó con denunciado a los gendarmes. Desde entonces, Paul fue extendiendo su odio del almacenero de Punaauia a todos los chinos de Tahití.

No sólo la falta de dinero y los males físicos lo tenían exacerbado, siempre a punto de estallar en una rabieta. Era, también, la obsesionante memoria de su madre y de ese retrato del que no quedaba rastro. ¿Dónde había ido a parar? ¿Y por qué la desaparición de esa tela -habías extraviado tantas sin el menor pestañeo- te tenía sumido en el abatimiento, con el espíritu lleno de malos presagios? ¿Te estabas loqueando, Paul?

Estuvo tiempo sin pintar, limitándose a trazar algunos bocetos en sus cuadernos y a esculpir pequeñas máscaras. Lo hacía sin convicción, distraído por las preocupaciones y el malestar físico. Le vino una inflamación en el ojo izquierdo, que lagrimeaba todo el tiempo. El boticario de Papeete le dio unas gotas para la conjuntivitis, pero no le hicieron el menor efecto. Como la visión de ese ojo irritado disminuyó mucho, se asustó: ¿ibas a quedarte ciego? Fue al Hospital Vaiami y el médico, el doctor Lagrange, lo obligó a internarse. Desde allí Paul escribió a los Molard, sus vecinos de la rue Vercingétorix, una carta lastrada de amargura, en la que les decía: «La mala fortuna me ha perseguido desde niño. Nunca tuve suerte, nunca alegrías. Siempre la adversidad. Por eso grito: Dios, si existes, te acuso de injusticia y maldad».

El doctor Lagrange, de larga estadía en las colonias francesas, nunca le tuvo simpatía. Era un cincuentón demasiado burgués y formal -calvito, anteojos sin montura prendidos en la puma de la nariz, cuellito duro y corbata mariposa a pesar del calor de Tahití- para hacer buenas migas con ese bohemio, de costumbres desaforadas, que convivía con indígenas, y del que circulaban las peores historias por todo Papeete. Pero era un profesional concienzudo y lo sometió a rigurosos exámenes. Su diagnóstico no tomó a Paul por sorpresa. La inflamación del ojo era otra manifestación de la enfermedad impronunciable. Ésta había evolucionado hasta una etapa más grave, según indicaban la erupción y supuraciones de sus piernas. ¿Seguiría empeorando, pues? ¿Hasta cuánto, doctor Lagrange?

– Es una enfermedad de largo aliento -evadió la respuesta el médico-. Usted lo sabe. Siga el tratamiento de manera rigurosa. Y cuidado con el láudano, no se exceda de la dosis que le he indicado.

El médico vaciló. Quería añadir algo, pero no se atrevía, temiendo sin duda tu reacción, pues en Papeete te habías hecho fama de intemperante.

– Soy un hombre capaz de recibir malas noticias -lo animó Paul.

– Usted sabe, también, que ésta es una enfermedad muy contagiosa -murmuró el médico, mojándose los labios con la punta de la lengua-. Sobre todo, si se tienen relaciones sexuales. En ese caso, la transmisión del mal es inevitable.

Paul estuvo a punto de contestarle una grosería, pero se contuvo, para no agravar los problemas que ya tenía. A los ocho días de internado, la administración le pasó una factura por ciento dieciocho francos, advirtiéndole que si no la cancelaba de inmediato, se interrumpiría el tratamiento. Esa noche, se escapó de su cuarto por una ventana y ganó la calle saltando la reja. Regresó a Punaauia en el coche público. Pau'ura le anunció que estaba encinta, de cuatro meses. Le contó también que el chino del almacén, en represalia por sus gritos, había hecho correr por la aldea el rumor de que Paul tenía lepra. Los vecinos, asustados por esa enfermedad que infundía pavor, se estaban concertando para pedir a las autoridades que lo echaran del pueblo, lo internaran en un leprosorio o le exigieran alejarse de los centros poblados de la isla. El padre Damián y el reverendo Riquelme los apoyaban, porque, aunque sin duda no creían en las habladurías del chino, querían aprovechar la ocasión para librar a la aldea de un lujurioso y un impío.

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