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– Sin duda, habrá usted oído cómo me llaman, a mis espaldas, las gentes de Burdeos.

– No, no he oído nada. ¿Un sobrenombre, quiere decir?

– Uno vulgar y sacrílego -dijo el joven, mordiéndose los labios-. El Eunuco Divino.

– Es vulgar, -exclamó Flora, confundida-. Algo sacrílego. Pero, sobre todo, estúpido. ¿Por qué me cuenta eso?

– No quiero tener ningún secreto para usted, Flora.

Calló, cabizbajo, y ya no pronunció palabra el resto del paseo, como abatido por la fatalidad. Fue, creías tú, Florita, el momento en que el joven estuvo más cerca de romper sus votos religiosos y hacerte saber que era humano, no divino, y que soñaba con tener en sus brazos a una mujercita bella y despierta, como tú. Mejor que no lo hubiera hecho. Pese a esas asquerosidades que le descubrías a veces, le habías llegado a tomar cariño, mezclado de compasión.

La visita a los obreros cinteros de Saint-Benoit la enfureció y deprimió. Eran una veintena de trabajadores sordos, analfabetos, tontos, desprovistos de la más elemental curiosidad. Le pareció que hablaba ante árboles o piedras. Hubiera sido más fácil convertir en revolucionarios a los oficiales petimetres del Café de París que a estos infelices, embrutecidos por el hambre y la exploración, a los que los burgueses habían exprimido hasta la última partícula de inteligencia. Cuando, a la hora de las preguntas, uno de los canutos le sugirió que, según rumores, se estaba haciendo rica con los ejemplares de La Unión Obrera que vendía, ni siquiera tuvo ánimos para enojarse.

El día que supo la fecha definitiva de la partida de Le Mexicano del puerto de Burdeos rumbo al Perú -el 7 de abril de 1833, a las 8 de la mañana, aprovechando la marea alta- supo también que el capitán del barco que se disponía a tomar era Zacarías Chabrié! Cuando oyó a don Mariano de Goyeneche pronunciar aquel nombre, sintió que la fulminaba un rayo. ¡Zacarías Chabrié! El capitán de aquella pensión de París que le informó sobre la familia Tristán de Arequipa. Aquel capitán había conocido a su hija Aline y, apenas viera aparecer a Flora rodeada de don Mariano e Ismaelillo, la llamaría «señora» y le preguntaría por su «bella hijita». Todas tus mentiras te caerían encima y te aplastarían, Andaluza.

Pasó una noche desvelada, el pecho encogido de angustia. Pero a la mañana siguiente había tomado una decisión. Con pretextos, salió a la calle, alegando una promesa a santa Clara que debía cumplir sola, y se hizo llevar al puerto por un coche de alquiler. Fue fácil,dar con las oficinas de la compañía. A la media hora de estar esperando, apareció el capitán Zacarías Chabrié en la puerta del local. Reconoció su alta figura, sus cabellos ralos, la redonda cara bretona caballerosa y provinciana, sus ojos benévolos. Él la reconoció al instante.

– ¡Madame Tristán! -se inclinó a besarle la mano-. Me preguntaba, al ver la lista de pasajeros, si sería usted. ¿Viaja conmigo en Le Mexicano, verdad?

– ¿Podemos hablar un momento a solas? -asintió Flora, adoptando una expresión dramática-. Es un asunto de vida o muerte, señor Chabrié.

Desconcertado, el capitán la hizo pasar a un gabinete, y le cedió lo que debía ser su asiento, un amplio sofá con un banquito para los pies.

– Vaya confiar en usted porque lo creo un caballero.

– No la defraudaré, señora. ¿En qué puedo servirla?

Flora dudó unos segundos. Chabrié parecía uno de esos bretones a la antigua, que, aunque hubiera recorrido todos los mares del mundo, seguía fieramente apegado a los valores tradicionales, a principios éticos y a la religión.

– Le ruego que no me haga ninguna pregunta -le suplicó, con los ojos arrasados de lágrimas-. Se lo explicaré en altamar. Necesito que, el día de la partida, cuando yo venga aquí acompañada, me salude como si me viera por primera vez. No me traicione. Se lo ruego por lo que más quiera, capitán. ¿Me promete que lo hará?

Zacarías Chabrié asintió, muy serio.

– No necesito explicación alguna. No la conozco, no la he visto nunca. Tendré el gusto de conocerla el martes, a las ocho, hora de la partida.

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