– ¿Qué pueden hacerme? -dijo, al fin, encogiendo los hombros.
– Muchas cosas, y todas muy graves -repuso Ky Dong, despacio y en voz tan baja que Paul adelantó la cabeza para oído-. Claverie te odia con toda su alma. Está feliz de haber recibido esa orden, que él mismo debe haber gestionado. Frébault también lo piensa así. Cuídate, Koke.
¿Cómo te hubieras podido cuidar, enfermo, sin influencia y sin recursos? Esperó, en el estado de sonambulismo idiota en que lo sumían cada día más el láudano y la enfermedad, el desarrollo de los acontecimientos, como si la persona contra la que se iba a desencadenar aquella intriga no fuera él sino su doble. Desde hacía algún tiempo, se sentía cada vez más descarnado, más ido y fantasmal. A los dos días le llegó una citación. Jean-Paul Claverie le había entablado un juicio por difamar a la autoridad, es decir, al propio gendarme, en la carta en la que anunciaba que no pagaría el impuesto para caminos, a fin de dar un ejemplo a los indígenas. Con una prisa sin precedentes en la historia de la justicia francesa, el juez Horville lo citaba a una audiencia el 31 de marzo, siempre en la oficina de Correos, donde se ventilaría la demanda. Koke dictó al pastor Paul Vernier una rápida solicitud pidiendo un plazo ampliatorio para preparar su defensa. Maztre Horville la rechazó. La audiencia del 31 de marzo de 1903, que tuvo lugar en privado, duró menos de una hora. Paul debió reconocer la autenticidad de aquella carta y los términos duros en que se refería al gendarme. Su alegato, desordenado, confuso, y sin mayor fundamento legal, terminó de manera brusca, cuando un espasmo en el vientre lo obligó a doblarse en dos y a callar. Esa misma tarde el juez Horville le leyó la sentencia: quinientos franco_ de multa y tres meses de prisión firme. Cuando Paul manifestó su decisión de apelar la condena, Horville, de manera despectiva y amenazante, le aseguró que él se encargaría personalmente de que el tribunal de Papeete resolviera la apelación en tiempo récord y le aumentara la multa y el tiempo de prisión.
– Tus días están contados, sabandija obscena -oyó murmurar a sus espaldas al gendarme Claverie, cuando, con dificultad, tropezando en el pescante, se encaramaba en su cochecito para volver a La Casa del Placer.
«Lo peor es que Claverie tiene razón», pensó. Sintió escalofríos imaginando lo que se venía. Como no estabas en condiciones de pagar la multa, la autoridad, es decir, el propio gendarme, tomaría posesión de todas tus pertenencias. Las pinturas y esculturas que aún albergaba La Casa del Placer serían incautadas y puestas a subasta por las autoridades coloniales, sin duda en Papeete, y malvendidas por centavos a gentes horribles. Entonces, con las pocas energías que le quedaban, Koke se empeñó en salvar lo que aún podía ser salvado. Pero las fuerzas no le dieron para hacer los paquetes, y, por intermedio de Tioka, pidió ayuda al pastor Vernier. El jefe de la misión protestante de Atuona fue, como siempre, un modelo de comprensión y amistad. Trajo cuerdas, cartones y papel de envolver y ayudó a preparar los paquetes con un lote de catorce cuadros y once dibujos para enviados a París, a Daniel de Monfreid, en el siguiente barco, previsto para zarpar de Hiva Oa dentro de pocas semanas, el 1 de mayo de 1903. El propio Paul Vernier, ayudado por Tioka y dos sobrinos de éste, se llevó los paquetes, de noche, cuando nadie podía verlos, a la misión protestante. El pastor prometió a Paul que él mismo se encargaría de trasladarlos al puerto, de hacer el despacho y de verificar que estuvieran bien instalados en las bodegas de la nave. No tenías la menor duda de que ese buen hombre cumpliría su promesa.
¿Por qué no enviaste a Daniel de Monfreid todos los cuadros, dibujos y esculturas de La Casa del Placer, Koke? Se lo preguntó muchas veces en los días siguientes. Tal vez, para no quedarte más solo de lo que estabas, en este tramo final. Pero, era estúpido creer que te iban a hacer compañía esas imágenes amontonadas en tu estudio en las que tus ojos apenas podían distinguir los colores y las líneas, ciertos bultos y manchas informes. Era absurdo que un pintor se quedara sin vista, instrumento esencial de su vocación y su trabajo. Qué manera de ensañarte con un pobre salvaje moribundo, mierda de Dios. ¿Habrías sido tan malvado en tus cincuenta y cinco años de vida para ser castigado así? Bueno, quizás sí, Paul. Mette lo creía, y así te lo dijo en la última carta que te escribió ¿hada uno, dos años? Un malvado con ella, un malvado con tus hijos, un malvado con tus amigos. ¿Lo fuiste, Koke? La mayoría de estos cuadros los habías pintado meses atrás, cuando tus ojos, aunque deteriorados, no eran tan inservibles como ahora. Los tenías bastante vivos en la memoria, con sus formas, matices y colores. ¿Cuál era tu preferido, Koke? Sin duda, La hermana de caridad Una monjita de la misión católica contrastaba su figura arrebujada en tocas, hábitos y velos, símbolo del terror al cuerpo, a la libertad, a la desnudez, al estado de Naturaleza, con ese mahu semi desnudo que exhibía ante el mundo, con perfecta soltura y convicción, su condición de ser libre y artificial de hombre-mujer, su sexo inventado, su imaginación sin orejeras. Un cuadro que mostraba la total incompatibilidad de dos culturas, de sus costumbres y religiones, la superioridad estética y moral del pueblo débil y avasallado y la inferioridad decadente y represora del pueblo fuerte y avasallador. Si en vez de Vaeoho te hubieras amancebado con un mahu lo más probable era que lo tuvieras todavía aquí contigo, cuidándote: era sabido que las mujeres más fieles y leales con sus maridos eran los mahus. N o fuiste un salvaje cabal, Koke. Eso te faltó: aparearse con un mahu. Se acordó de Jotefa, el leñador de Mataiea. Pero también tenías cariño a los óleos y dibujos dedicados a los caballitos salvajes que proliferaban en la isla de Hiva Oa, y que, a veces, súbitamente, se acercaban a Atuona y cruzaban el pueblo en manada, a galope tendido, asustados y hermosos, los ojos muy abiertos, llevándose de encuentro lo que se les ponía delante. Recordabas, sobre todo, uno de esos cuadros, en los que habías pintado a unos caballitos color rosado, como los arreboles del cielo, caracoleando alegres en la Bahía de los Traidores, entre marquesanos desnudos, uno de los cuales, encaramado sobre un caballo, lo montaba a pelo, a la vera del mar. ¿Qué dirían los exquisitos de París? Que pintar de rosado un caballo era una excentricidad demente. No podían sospechar que, en las Marquesas, la bola de fuego del sol antes de hundirse en el mar enrojecía los seres animados e inanimados, irisando por unos momentos milagrosos toda la faz de esta tierra.
A partir del 1 de mayo casi no tuvo fuerzas para levantarse de la cama. Permanecía en su estudio de los altos, sumido en una inactividad sin tiempo, notando apenas que las moscas ya no sólo se encariñaban con los vendajes de sus piernas; se paseaban por el resto de su cuerpo y por su cara sin que él se dignara espantadas. Como los ardores y el dolor de las piernas habían recrudecido, pidió a Ben Varney que le devolviera le jeringuilla de las inyecciones. Y, al pastor Vernier, que le suministrara morfina, con un argumento que éste no pudo refutar:
– ¿Qué sentido tiene, mi buen amigo, que sufra como un perro, como un despellejado vivo, si en cuestión de días o a lo más semanas voy a morir?
Se ponía la morfina él mismo, a tientas, sin tomarse el trabajo de desinfectar la aguja. El sopor adormecía sus músculos y sosegaba el dolor y los ardores, pero no su imaginación. Por el contrario, la encandilaba, la mantenía crepitando. Revivía, en imágenes, aquello que había escrito en sus abigarradas y fantasiosas memorias inconclusas, sobre la vida ideal del artista, el salvaje en su selva, y su entorno de fieras tiernas y feroces, como el tigre real de los bosques de Malasia y la cobra de la India. El artista y su hembra, dos fieras sensuales también, rodeados de deliciosas y embriagadoras pestilencias felinas, vivirían dedicados a crear y a gozar, aislados y orgullosos, lejos y desinteresados de la muchedumbre estúpida y cobarde de las ciudades. Lástima que los bosques de la Polinesia carecieran de fieras, de crótalos, que en ellos sólo proliferaran los mosquitos. A veces, se veía, no en las islas Marquesas, sino en Japón. Allí debías haber ido a buscar el Paraíso, Koke, en vez de venir a la mediocre Polinesia. Pues, en el refinado país del Sol Naciente todas las familias eran campesinas nueve meses al año y todas eran artistas los tres meses restantes. Pueblo privilegiado, el japonés. Entre ellos no se había producido esa trágica separación del artista y los otros, que precipitó la decadencia del arte occidental. Allí, en Japón, todos eran todo: campesinos y artistas a la vez. El arte no consistía en imitar a la Naturaleza, sino en dominar una técnica y crear mundos distintos del mundo real: nadie había hecho eso mejor que los grabadores japoneses.
– Caros amigos: hagan una colecta, cómprenme un kimono y envíenme a Japón -gritó, con todas sus fuerzas, al vacío que lo cercaba-. Que mis cenizas reposen entre los amarillos. ¡Es mi última voluntad, señores! Ese país me espera desde siempre. ¡Mi corazón es japonés!
Te reías, pero creías al pie de la letra todo lo que gritabas. En uno de los escasos momentos en que salía de la semiinconsciencia de la morfina, reconoció al pie de su cama al pastor Vernier y a Tioka, su hermano de nombre. Con voz imperiosa, insistió en que el jefe de la misión protestante aceptara, como recuerdo suyo, el ejemplar de la primera edición de L 'apres-midi d'un faune que le había regalado, en persona, el poeta Mallarmé. Paul Vernier se lo agradeció, aunque lo que ahora preocupaba al pastor era otra cosa:
– Los gatos salvajes, Koke. Se pasean por tu casa y se lo comen todo. Nos inquieta que, en el estado de inercia en que te deja la morfina, te puedan morder. Tioka te ofrece su casa. Allá, él y su familia te cuidarán.
Se negó. Los gatos salvajes de Hiva Oa eran tan buenos amigos suyos como los gallos salvajes y los caballos salvajes de la isla desde hacía mucho tiempo. No sólo venían en busca de provisiones para combatir el hambre; también, a hacerle compañía e interesarse por su salud. Por lo demás, los felinos eran demasiado inteligentes para comerse a un ser putrefacto cuya carne podía envenenarlos. Te alegró que tus palabras hicieran reírse al pastor Vernier y a Tioka.
Pero, unas horas o días después, ¿o acaso antes?, vio a Ben Varney (¿en qué momento había llegado el almacenero a La Casa del Placer?), sentado al pie de su cama. Lo miraba con tristeza y compasión, mientras contaba a los otros amigos: