– No me ha reconocido. Me confunde, me llama Mette Gad.
– Es su mujer, la que vive en un país escandinavo, tal vez Suecia -oyó ronronear a Ky Dong.
Se equivocaba, por supuesto, porque Mette Gad, en efecto tu mujer, no era sueca sino danesa, y, si estaba aún viva, viviría no en Estocolmo sino en Copenhague, haciendo traducciones y dando clases de francés. Quiso explicárselo al ex ballenero pero no debió salirle la voz, o habló tan bajo que ni siquiera lo oyeron. Seguían charlando entre ellos de ti, como si estuvieras inconsciente o muerto. No estabas ninguna de las dos cosas, pues los oías y los veías, aunque de una manera extraña, como si te separara de tus amigos de Atuona una cortina de agua. ¿Por que te habías acordado de Mette Gad? Hada tanto que no recibías noticias de ella, y tampoco tú le escribías. Ahí estaba su alta silueta, su perfil masculino, su miedo y frustración al descubrir que el joven con quien había contraído matrimonio no sería nunca un nuevo Gustave Arosa, un triunfador en la selva de los negocios, un opulento burgués, sino un artista de incierto destino, que, luego de rebajada a vivir como una proletaria, la despacharía con sus hijos a Copenhague, para que la mantuviera su familia mientras él se lanzaba a la bohemia. ¿Seguiría siendo la misma? ¿Se habría vuelto vieja, gorda, agria? Quiso preguntar a sus amigos si la Mette Gad de hada diez, quince años, tenía aún algo que ver con la de ahora. Pero descubrió que estaba solo. Tus amigos se habían marchado, Koke. Pronto oirías maullar a los gatos, detectarías las pisadas aéreas de los gallos, sus quiquiriquís vibrarían en tus tímpanos, como los relinchos de los caballitos marquesanos. Todos ellos retornaban siempre a La Casa del Placer apenas advertían que te habías quedado sin compañía. Verías merodear en torno sus siluetas grisáceas, los verías auscultar con sus largos bigotes los bordes de tu cama. Pero, contrariamente a lo que temía el amigo Vernier, esos micifuces no saltarían sobre ti, acaso por indiferencia, o por piedad, o ahuyentados por el hedor de tus piernas.
La imagen de Mette se mezclaba por momentos con la de Teha'amana, tu primera esposa maorí. Y de ésta, curiosamente, más que sus largos cabellos azulados, o sus hermosos y firmes pechos, o sus muslos relucientes de sudor, prevalecían en tu memoria, de manera obsesiva, los siete dedos de su pie deforme, el izquierdo -cinco normales y dos muy pequeñitos, unas ínfimas protuberancias-, que tú habías retratado devotamente en Te nave nave fenua (La hermosa tierra), un cuadro que ¿en manos de quién estaría ahora? Era sólo un 'buen cuadro, no una obra maestra. Lástima. Aún estabas vivo, Koke, por más que tus amigos, cuando asomaban junto a tu cama, parecían ponerlo en duda. Tu mente era una fragua, un vórtice incapaz de retener una idea, una imagen, un recuerdo, por un tiempo suficiente para entenderlos y gozados. No, todo lo que en ella despuntaba, desaparecía al instante, reemplazado por una nueva cascada de caras, pensamientos, figuras, que eran desplazados a su vez sin dar tiempo a tu conciencia de identificados. No tenías hambre, ni sed, ni ardor en las piernas, ni el tumulto en el pecho. Te embargaba la curiosa sensación de que tu cuerpo había desaparecido, carcomido, podrido por la enfermedad impronunciable, como una madera devorada por el comején panameño, que hacía desaparecer bosques enteros. Ahora, eras puro espíritu. Un ser inmaterial, Koke. Intangible al sufrimiento y a la corrupción, inmaculado como un arcángel.
Esa serenidad se vio alterada de pronto (¿cuándo, Koke?, ¿antes?, ¿después?) porque intentaste recordar si fue en Pont-Aven, en Le Pouldu, en Arles, en París o la Martinica, donde empezaste a planchar tus cuadros para que fueran más lisos y chatos, y a lavarlos para desgrasar d color y decrecer su brillo. Aquella técnica provocaba sonrisas a tus amigos y discípulos (¿cuáles, Paul? ¿Charles Laval? ¿Émile Bernard?) y por fin tuviste que darles la razón: no servía. Este fracaso te sumió en un profundo abatimiento. ¿Te sacó de esa nube lúgubre la morfina? ¿Habías alcanzado a coger la jeringuilla, a meter la aguja en d frasquito, a absorber unas gotas de líquido, a clavarte la aguja en la pierna, en el brazo, en el estómago o donde cayera, y a inyectarte? No lo sabías. Pero tenías la sensación de haber dormido largo rato, en una noche sin estrellas ni ruido, en absoluta paz. Ahora, parecía de día. Te sentías aliviado y tranquilo. «En ti, la fe es invencible, Koke», gritó, exaltándose. Pero nadie debió enterarse, pues tus palabras no tuvieron eco alguno. «Yo soy un lobo en el bosque, un lobo sin collar», gritó. Pero tampoco escuchaste tu voz, porque tu garganta no emitía ya sonidos, o porque te habías quedado sordo.
Tiempo después tuvo la seguridad de que alguno de sus amigos, sin duda el fiel, el leal Tioka Timote, su hermano de nombre, estaba allí, sentado a su vera. Quiso contarle muchas cosas. Quiso contarle que, siglos atrás, luego de huir de Arles y del Holandés Loco, el mismo día que llegó a París asistió a la ejecución pública del asesino Prado y que la imagen de esa cabeza que la guillotina cercenaba, en la lívida luz del amanecer, entre las risotadas de la muchedumbre, se le aparecía a veces en las pesadillas. Quiso contarle que, hacía doce años, en junio de 1891, al llegar a Tahití por primera vez, había visto morir al último de los reyes maoríes, el rey Pomare V, ese inmenso, elefantiásico monarca al que le había reventado el hígado, por fin, después de pasarse meses y años bebiendo día y noche un cóctel homicida de su invención, compuesto de ron, brandy, whisky y calvados, que hubiera aniquilado en pocas horas a cualquier ser normal. Y que, su entierro, seguido y llorado por millares de tahitianos venidos a Papeete de toda la isla y de las islas vecinas, había sido al mismo tiempo fastuoso y caricatural. Pero tuvo la impresión de que el incierto interlocutor al que se dirigía no podía escucharlo, o entenderlo, pues se inclinaba mucho hacia él, casi hasta rozarlo, como para poder captar algo de lo que decía o comprobar si todavía respiraba. No valía la pena tratar de hablar, gastar tanto esfuerzo en las palabras, si nadie te entendía, Paul. Tioka Timote, que era protestante y no bebía, hubiera condenado severamente las costumbres disolutas del rey Pomare V. ¿También condenaba las tuyas en silencio, Koke?
Después, sintió que transcurría un tiempo infinito sin saber quién era, ni qué lugar era éste. Pero aún lo atormentaba más no poder averiguar si era de día o de noche. Entonces oyó, con total claridad, la voz de Tioka:
– ¡Koke! ¡Koke! ¿Me oyes? ¿Estás ahí? Voy a llamar al pastor Vernier, ahora mismo.
Su vecino, habitualmente inmutable, hablaba con voz irreconocible.
– Creo que me desmayé, Tioka -dijo, y esta vez la voz salió de su garganta y su vecino la oyó.
Poco después, sintió a Tioka y Vernier subir a trancos la escalerilla y los vio entrar al estudio con caras alarmadas.
– ¿Cómo se siente, Paul? -preguntó el pastor, sentándose a su lado y palmeándolo en el hombro.
– Creo que me desmayé, una o dos veces -dijo él, moviéndose. Percibió que sus amigos asentían. Le sonreían de manera forzada. Lo ayudaron a enderezarse en la cama, le hicieron beber unos sorbos de agua. ¿Era de día o de noche, amigos? Pasado el mediodía. Pero no brillaba el sol. El cielo se había encapotado de nubes negruzcas y en cualquier momento rompería a llover. Los árboles y arbustos y las flores de Hiva Oa despedirían una fragancia embriagadora y el verde de las hojas y ramas sería intenso y líquido y el rojo de las buganvillas llamearía. Te sentías enormemente aliviado de que tus amigos oyeran lo que les decías y de poder oídos. Después de una eternidad, estabas conversando y percibías la belleza del mundo, Koke.
Les pidió, señalando, que le acercaran el cuadrito que lo acompañaba desde hacía tanto tiempo: ese paisaje de Bretaña cubierta por la nieve. Oyó que ellos se movían por el estudio; arrastraban un caballete, lo hacían chirriar, sin duda ajustando sus clavijas para que aquel níveo paisaje quedara frente a su cama, de manera que él pudiera vedo. No lo vio. Sólo distinguía unos bultos imprecisos, alguno de los cuales debía de ser la Bretaña aquella, sorprendida bajo una tormenta de copos blancos. Pero, aunque no lo viera, saber que aquel paisaje estaba allí lo reconfortó. Tenía escalofríos, como si nevara dentro de La Casa del Placer.
.-¿Ha leído usted Salambó, esa novela de Flaubert, pastor? -preguntó.
Vernier dijo que sí, aunque, añadió, no la recordaba muy bien. ¿Una historia pagana, de cartagineses y bárbaros mercenarios, no? Koke le aseguró que era hermosísima. Flaubert había descrito con colores flamígeros todo el vigor, la fuerza vital y la potencia creativa de un pueblo bárbaro. Y recitó la primera frase cuya musicalidad le encantaba: «C'étaiTa Mégara, faubourg de Carthage, dans les jardins d'Hamilcar». «El exotismo es vida ¿verdad, pastor?»
– Me alegra mucho ver que está mejor, Paul -oyó decir a Vernier, con dulzura-. Tengo que dar una clase a los niños de la escuela. ¿No le importa que me marche, por un par de horas? Volveré esta tarde, de todas maneras.
– Vaya, vaya, pastor, y no se preocupe. Ahora me encuentro bien.
Quiso hacerle una broma «‹Muriéndome, derrotaré a Claverie, pastor, pues no le pagaré la multa ni podrá meterme preso»), pero ya se había quedado solo. Un rato después, los gatos salvajes habían vuelto y merodeaban por el estudio. Pero también estaban allí los gallos salvajes. ¿Por qué no se comían los gatos a los gallos? ¿Habían vuelto de veras o era una alucinación, Koke? Porque, desde hacía algún tiempo, se había esfumado aquella frontera que, antes, separaba de manera tan estricta el sueño y la vida. Esto que estabas viviendo ahora es lo que siempre quisiste pintar, Paul.
En ese tiempo sin tiempo, estuvo repitiéndose, como uno de esos estribillos con que rezaban los budistas caros al buen Schuff:
Te jodí elaveríe Me morí Te jodí
Sí, lo jodiste: no pagarías la multa ni irías a la cárcel. Ganaste, Koke. Confusamente, le pareció que uno de esos criados ociosos que casi nunca comparecían ya en La Casa del Placer, acaso Kahui, se acercaba a olfateado ya tocado. Y lo oyó exclamar: «El popa a ha muerto», antes de desaparecer. Pero no debías estar muerto aún, porque seguías pensando. Estaba tranquilo, aunque apenado de no darse cuenta si era día o noche.
Por fin, oyó voces en el exterior: «¡Koke! ¡Koke! ¿Estás bien?». Tioka, sin la menor duda. Ni siquiera hizo el esfuerzo de intentar responderle, pues estaba seguro de que su garganta no emitiría sonido alguno. Adivinó que Tioka escalaba la escalerilla del estudio y el rumor de sus pies descalzos en la madera del piso. Muy cerca de su cara, vio la de su vecino, tan afligida, tan descompuesta, que sintió infinita compasión por el dolor que le causaba. Intentó decirle: «No te pongas triste, no estoy muerto, Tioka». Pero, por supuesto, no salió de tu boca ni una sílaba. Intentó mover la cabeza, una mano, un pie, y, por supuesto, no lo conseguiste. De manera muy borrosa, a través de sus pupilas entrecerradas, advirtió que su hermano de nombre había empezado a golpearle la cabeza, con fuerza, rugiendo cada vez que descargaba un golpe. «Gracias, amigo.» ¿Trataba de sacarte la muerte del cuerpo, según algún oscuro rito marquesano? «Es en vano, Tioka.» Hubieras querido llorar de lo conmovido que estabas, pero, por supuesto, no salió una sola lágrima de tus ojos resecos. Siempre de esa manera incierta, lenta, fantasmal en que todavía percibía el mundo, advirtió que Tioka, después de golpearle la cabeza y tironearle los cabellos para traerlo a la vida, desistía de su empeño. Ahora se había puesto a cantar, a ulular, con amarga dulzura, junto a su cama, a la vez que, sin moverse del sitio, se balanceaba sobre sus dos piernas, ejecutando, a la vez que cantaba, la danza con la que los maoríes de las Marquesas despedían a sus muertos. ¿Tú no eras un protestante, Tioka? Que, debajo del evangelismo que profesaba en apariencia su vecino, anidara siempre la religión de los ancestros, te causó alegría. No debías estar muerto aún, pues veías a Tioka velándote y despidiéndote, ¿verdad, Koke?