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Te convenció. De inmediato, comenzaste los preparativos. Era una gran idea, lo harías. Así se lo dijiste al buen Moreau, y a todos los que te escuchaban, y a ti misma, en esos frenéticos meses de preparativos: «Se ha hablado mucho, en parlamentos, púlpitos, asambleas, de los obreros. Pero nadie ha intentado hablar con ellos. Yo lo haré. Iré a buscarlos en sus talleres, en sus viviendas, en las cantinas si hace falta. Y allí, delante de su miseria, los enterneceré sobre su suerte, y, a pesar de ellos mismos, los obligaré a salir de la espantosa miseria que los degrada y que los mata. Y haré que se unan a nosotras, las mujeres. y que luchen»…

Lo habías hecho, Florita. Pese a la bala junto al corazón, a tus malestares, fatigas, y a ese ominoso, anónimo mal que te minaba las fuerzas, lo habías hecho en estos ocho últimos meses. Si las cosas no habían salido mejor no había sido por falta de esfuerzo, de convicción, de heroísmo, de idealismo. Si no habían salido mejor era porque en esta vida las cosas nunca salían tan bien como en los sueños. Lástima, Florita.

En vista de que los dolores, pese al opio, la tenían rugiendo y retorciéndose, el 12 de noviembre de 1844 los médicos le hicieron poner cataplasmas en el vientre y ventosas en la espalda. No la aliviaron lo más mínimo. El día 14 anunciaron que estaba agonizando. Después de gemir y aullar durante media hora, en estado de afiebrada exaltación -la última batalla, Madame-la-Colere-, cayó en coma. A las diez de la noche era cadáver. Tenía cuarenta y un años y parecía una viejecita. Los esposos Lemonnier cortaron dos mechas de sus cabellos, una para Eléonore Blanc, la otra para Aline.

Surgió una breve disputa entre los Lemonnier y Eléonore por las disposiciones de Flora para con sus restos, que los tres conocían. Eléonore era partidaria de que, conforme a la última voluntad de la señora, se entregara su cabeza al presidente de la Sociedad Frenológica de París, y su cadáver al doctor Listtanc para que la autopsiara en el Hospital de la Pitié delante de sus alumnos. Y que lo que quedara de sus restos fuera echado a la fosa común, sin ceremonia alguna.

Pero Charles y Elisa Lemonnier alegaron que esa decisión testamentaria no debía ser respetada, en aras de la causa que Flora había promovido con tanto coraje y generosidad. Se debía permitir a las mujeres y a los obreros, los de ahora y los del porvenir, ir a inclinarse ante su tumba para homenajearla. Al final, Eléonore se rindió a sus razones. Aline no fue consultada.

Los Lemonnier encargaron a un artista bordelés una mascarilla mortuoria de 'la difunta y compraron, para recibir sus restos, una tumba en el antiguo cementerio de La Cartuja. Fue velada durante dos días, pero no hubo ninguna ceremonia religiosa ni se permitió el ingreso de sacerdote alguno al velatorio.

El entierro tuvo lugar el 16 de noviembre, poco antes del mediodía. El cortejo salió de la rue Saint-Pierre, de casa de los Lemonnier, y, a pie, bajo un cielo gris y lluvioso, recorrió a paso lento las calles del centro de Burdeos hasta La Cartuja. Lo formaban algunos escritores, periodistas, abogados, un buen número de mujeres de pueblo y cerca de un centenar de obreros. Estos últimos se relevaban de tanto en tanto para cargar el cajón, que no pesaba casi nada. Llevaban los cordones del féretro un carpintero, un tallador de piedras, un herrero y un cerrajero.

Durante el funeral en el cementerio, los Lemonnier advirtieron la presencia, un tanto apartada del cortejo, del supuesto Stouvenel, el que metió, el cura a su casa. Era un hombre delgado, rigurosamente vestido de oscuro. Pese a sus visibles esfuerzos, no conseguía contener las lágrimas. Parecía descompuesto, transido de dolor. Cuando ya se dispersaban los asistentes, los Lemonnier se acercaron a él a tomarle cuentas. Los impresionó lo demacrado y hundido que parecía.

– Usted nos mintió, señor Stouvenel -le dijo Charles, con severidad.

– No me llamo así -contestó él, trémulo, rompiendo en un sollozo-. Les mentí para hacerle un bien a ella. La persona que más he querido en este mundo.

– ¿Quién es usted? -preguntó Elisa Lemonnier.

– Mi nombre no interesa -dijo el hombre, con voz impregnada de sufrimiento y amargura-. Ella me conocía por un feo apodo, con el que me ridiculizaban entonces las gentes de esta ciudad: el Eunuco Divino. Pueden ustedes reírse de mí, cuando les dé la espalda.

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