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– Debía ser difícil esa doble vida -observó Ky Dong-. Agente de Bolsa varias horas al día, y, en los huequecitos, la pintura y la escultura. Me recuerda mis épocas de conspirador, en Anam. De día, un circunspecto funcionario de la administración colonial. Y, de noche, la insurrección. ¿Cómo podías, Paul?

– No podía -dijo Paul-. Pero, qué iba a hacer. Era un burgués de principios. ¿Cómo mandar al diablo todo lo que llevaba a las espaldas, mujer, hijos, seguridad, buen nombre? Por fortuna, tenía la energía de un volcán. Cuatro horas de sueño me bastaban.

– Tengo que darte un consejo, ahora que estoy borracho -lo interrumpió Ben Varney, cambiando bruscamente de tema. Tenía ya la voz vacilante y sus ojos sobre todo revelaban que estaba ebrio-. Deja de pelearte con las autoridades de Atuona, porque te irá mal. Ellos son poderosos y, nosotros, no. No podremos ayudarte, Koke.

Paul se encogió de hombros y bebió un sorbito de ajenjo. Le costó esfuerzo apartarse de aquel hombre de treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro años, que había sido, allá en París, dividido entre sus obligaciones familiares y esa tardía pasión artística que se instaló en su vida con la voracidad de una solitaria. ¿De qué hablaba Varney? Ah, sí, de tu campaña a fin de que los maoríes no pagaran el «impuesto para caminos». Tus amigos también se alarmaron cuando explicaste a los nativos que, si vivían lejos de Atuona, no tenían obligación de llevar a sus hijos a la escuela. ¿Y qué te pasó? Nada.

La tormenta se había tragado el paisaje circundante. El mar vecino, los techos de Atuona, la cruz del cementerio en las faldas de la colina, habían desaparecido detrás de unas gasas blancas que se espesaban por segundos. Ya los tenían cercados. El vecino río Make Make, crecido, comenzaba a desbordarse, removiendo las piedras de su cauce. Paul pensó en los miles de pájaros, en los gatos salvajes y en los gallos cantores de Hiva Oa que estaba asesinando el temporal.

– Ya que Ben ha tocado el asunto, yo también me atrevo a aconsejarte -dijo Ky Dong, con mucho tacto-. Cuando, al comienzo del curso escolar, saliste a la Bahía de los Traidores a informar a los maoríes que traían a sus hijos donde los curas y monjas que no tenían obligación de hacerlo si vivían en localidades apartadas, te lo advertí: «Estás haciendo algo grave». Por tu culpa, el número de alumnos se ha reducido en las escuelas en una tercera parte, acaso más. El obispo y los curas no te lo van a perdonar. Pero, esto de los impuestos es todavía peor. No hagas más disparates, amigo.

Tioka salió de su severa inmovilidad y se rió, algo que hacía rara vez:

– Las familias maoríes que tenían que recorrer media isla para traer a sus hijos al colegio, están agradecidas de que les revelaras esa dispensa, Koke -murmuró, como festejando una picardía-. El obispo y el gendarme nos habían mentido.

– Es lo que hacen los curas y los policías, mentir -se rió Koke-. Mi maestro Camille Pissarro, que ahora me desprecia por vivir entre los primitivos, estaría encantado de oírme. Era ácrata. Odiaba las sotanas y los uniformes.

Un trueno prolongado, ronco y con gárgaras, impidió al príncipe anamita decir lo que pretendía. Ky Dong permaneció con la boca abierta, esperando que el cielo se calmara. Como no lo hacía, habló alto para hacerse oír en medio de la tormenta:

– Lo de los impuestos es mucho peor, Pau!. Ben tiene razón, cometes imprudencias -insistía, con su manera suave, felina, ronroneante-. Aconsejar a los indígenas que no paguen impuestos es motín, subversión.

– ¿Estás contra la subversión tú, condenado a la Isla del Diablo por querer segregar a Indochina de Francia? -lanzó una carcajada Pau!.

– No sólo lo digo yo -repuso el ex terrorista, muy serio-. Lo dicen muchos en el pueblo.

– Yo se lo he oído decir al nuevo gendarme, con esas mismas palabras -intervino Frébault, moviendo sus manazas-. Te tiene entre ojos, Koke.

– ¿Claverie, ese hijo de puta? Lástima que reemplazaran al simpático Charpillet por este energúmeno embrutecido -Paul hizo el simulacro de escupir-. ¿Saben desde cuándo me odia este gendarme? Desde que me encontró bañándome desnudo en el río, en Mataiea, al mes de llegar por primera vez a Tahid. El canalla me puso una multa. Lo peor no fue la multa, sino que hizo trizas mi sueño: Tahid no era, pues, el Paraíso terrenal. Había uniformados que impedían vivir a los seres humanos una vida libre.

– Estamos hablando en serio -intervino Ben Varney-. No es por fastidiarte ni entrometernos. Somos tus amigos, Paul. Puedes tener problemas. Lo de los colegios ya fue serio. Pero esto de los impuestos es peor.

– Mucho peor -repitió Ky Dong-. Si los nativos te hacen caso y dejan de pagar impuestos, irás a la cárcel por subversivo. Y quién sabe si tendrás la suerte que tuve yo. Llevas apenas un año aquí y ya te has hecho de enemigos. ¿No querrás terminar tus días en la Isla del Diablo, verdad?

– Tal vez allá, en la Guayana, esté lo que ando buscando por todas partes sin encontrarlo -fantaseó Paul, poniéndose grave-. Bebamos, amigos. N o nos preocupemos por el futuro. Además, todo indica allá arriba que acaba de empezar el fin del mundo en las Marquesas.

Los truenos y relámpagos habían retornado su estruendoso concierto y toda La Casa del Placer se estremecía y bailoteaba, como si las trombas de agua y las ráfagas de viento candente la fueran a descuajar y llevársela por los aires en cualquier momento. Las aguas del río vecino, desbordadas, comenzaban a anegar el jardín. Eran tus amigos, Paul. Se inquietaban por tu suerte. Decía la verdad: tú no eras nadie, apenas un aprendiz de salvaje sin dinero y sin fama, al que curas, jueces y gendarmes podían partirle el espinazo cuando quisieran. Te lo había advertido el gendarme Claverie, que era, también, juez y autoridad política de la isla de Hiva Oa: «Si sigue usted amotinando a los indígenas, le caerá encima todo el peso de la ley y sus pobres huesos no lo resistirán, queda advertido». Bien, gracias por la advertencia, Claverie. ¿Para qué te buscabas nuevos enredos y líos, Koke? ¿No era imbécil? Tal vez. Pero no era de justicia cobrar un «impuesto para caminos» a los miserables pobladores de una islita donde el Estado no había construido un metro de rutas, senderos o vías, y donde salir de Atuona era encararse por todos lados con un bosque abrupto y cerrado. Tú lo comprobaste en el viaje de pesadilla, yendo a mula hasta Hanaupe, para negociar tu matrimonio con Vaeoho. Por eso no podías moverte de aquí, Koke. Por eso no habías podido ir hasta el valle de Taaoa, a ver las ruinas con tikis de Upeke, algo que deseabas tanto. Menuda estafa ese impuesto. ¿Quién se embolsillaba el dinero que no se invertía aquí? Alguno o varios de esos parásitos repulsivos que ocupaban la administración colonial, en la Polinesia, o allá, en la metrópoli. ¡Jódanse! Tú seguirías aconsejando a los maoríes que se negaran a pagado. Dándoles el ejemplo, habías escrito a las autoridades exponiéndoles las razones por las que tú tampoco lo harías. ¡Bien hecho, Paul! Tu ex maestro ácrata, Camille Pissarro, aprobaría lo que haces. Y, allá, en el cielo o en el infierno, la agitadora con faldas, la abuela Flora, estaría aplaudiendo.

Camille Pissarro había leído algunos libros y folletos de Flora Tristán y hablaba de ella con tanto respeto que hizo que te interesaras por primera vez en una abuela materna de la que nada sabías. Tu madre jamás te habló de ella. ¿Le guardaba cierto rencor? Y con razón: nunca se ocupó de su hija Aline. La tuvo viviendo con nodrizas, mientras ella hacía la revolución. Pero apenas alcanzaste a leer algo de la abuela Flora. N o tenías tiempo para nada más que, de día, correr tras los clientes de la agencia e informarles sobre el estado de sus acciones, y, en todos los momentos libres -sobre todo los dichosos fines de semana, en Pontoise, donde los Pissarro-, pintar, pintar, con verdadera furia. En 1878 se abrió el Museo de Etnografía, en el Palacio de Trocadero. Lo recordabas muy bien, porque allí, por primera vez, observando las figuritas de cerámica de los antiguos peruanos -esos nombres misteriosos: mochicas, chimús-, tuviste por primera vez la adivinación de lo que años más tarde sería para ti un articulo de fe: esas culturas exóticas, primitivas, lucían una fuerza, una beligerancia espiritual que se había evaporado en el arte contemporáneo. Recordabas, sobre todo, una momia de más de mil años de antigüedad, de larga cabellera, dientes blanquísimos y huesos tiznados, procedente del valle del Urumbamba. ¿Por qué te hechizó esa calavera a la que llamabas Juanita, Paul? Muchas veces fuiste a contemplarla, y, una tarde, en un descuido del vigilante, la besaste.

Lo increíble, ¿no, Paul?, es que en esa época, en que la pintura te importaba ya más que nada, los patronos en el mundo de la Bolsa se disputaran tu persona, como un valor seguro. En 1879 aceptaste una propuesta para cambiar de empleo y en la nueva agencia lo hiciste tan bien que la prima, ese año, fue una fortuna: ¡treinta mil francos! Qué alegría para la Vikinga. Mette decidió, de inmediato, renovar el mobiliario y tapizar de nuevo la sala y el comedor. Ese año, por gestión de Camille Pissano, presentaste en la cuarta exposición impresionista un busto de mármol de tu hijo Emil. La escultura no tenía nada de espectacular, pero, desde entonces, todo el mundo -:-público y críticos- te consideró aparte del grupo. ¿Contento con esos progresos, Paul?

– No tenía tiempo para estar contento, con la frenética vida que llevaba -dijo Koke-. Pero estaba activo, eso sí. Gasté la parte de esa prima fabulosa a la que la Vikinga me dejó echar mano comprando cuadros de mis amigos. Mi casa se llenó de Degas, Monet, Pissarro y Cézanne. El día más emocionante de ese año se lo debo al maestro Degas: me propuso que cambiáramos un cuadro. ¡Me trataba como a su igual, imagínense!

Fue, también, el año en que nació Clovis, tu tercer hijo. En 1880 participaste en la quinta exposición impresionista con ocho cuadros. Y ese año, por primera vez, Édouard ManeT te hizo un elogio, de manera circular: «Sólo soy un amateur, que estudia el arte en las noches y los días de fiesta», dijiste, en La Nouvelle Athenes. «No», te rectificó Manet, con energía. «Son amateurs quienes pintan mal.» Quedaste aturdido y feliz. En 1881, el buen Schuff, que había invertido todo su patrimonio y ahorros en una oscura empresa que explotaba una nueva técnica para tratar el oro, comenzó a ganar mucho dinero; entonces, se casó con la bella y pobretona Louise Monn, que pensó hacer así un buen negocio. No se equivocó. El buen Schuff renunció a la Bolsa para dedicarse al arte. Mette se asustó: ¿no estarías tú soñando con una insensatez parecida, Paul? Las disputas conyugales pasaron a ser cotidianas: -¿Por qué me engañaste, ocultándome tu afición por la pintura?

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