– Porque me la ocultaba yo también, Mette.
En el pequeño taller alquilado al pintor Félix Jobbé Olival, robándole horas a la Bolsa, tallabas, labrabas y pintabas con obstinación. Las historias de Jobbé- Ouval sobre su tierra, Bretaña, y sobre los bretones, pueblo primitivo y tradicional, fiel a su pasado, que se resistía a la «industrialización cosmopolita», te abrieron el apetito. Entonces empezaste a soñar con huir de París, esa megalópolis, en pos de una tierra en la que el pasado estuviera aún presente y el arte no se hubiera apartado de la vida común. En ese mismo estudio pintaste cuadros de los que todavía te enorgullecías:Interior de pintor, rue Corail Estudio de desnudo, Suzanne cosiendo, que exhibiste en la exposición impresionista, y el mejor de todos: El pequeño soñador: un estudio. En 1881, cuando Mette daba a luz al cuarto niño, Jean-René, la galería Durand-Ruel te compró tres cuadros por mil quinientos francos, y un célebre escritor, Joris-Karl Huysmans, te dedicó un artículo elogioso. La vida te sonreía, Pau!.
– Sí, sí, y, lo mejor, habían comenzado a quebrar las industrias y los bancos -rugió, exaltado, tratando de hacerse oír entre los truenos-. Francia se iba a la bancarrota, amigos. Las Bolsas, una tras otra, cerraban también. ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias por resolverme mi problema!
Sus amigos lo miraban sin entender. Les explicaste que esa catástrofe económica arruinaba a todos los franceses, salvo a ti. Para ti significaba la emancipación. La tragedia económica trajo como secuela una gran agitación política. Perseguían a los anarquistas y Kropotkin cayó preso. Camille Pissarro se escondió y hubo pánico en muchos hogares pobres y burgueses. Pero tú, Paul, totalmente indiferente a estos sucesos, seguías pintando, enloquecido de impaciencia. Cuando se cerró la Bolsa de Lyon, Mette tuvo una crisis de nervios y lloró como si se le hubiera muerto un ser querido. Cuando se cerró la de París, dejó de comer varios días; enflaqueció, se demacró. Tú estabas muy contento. Ese año, en la séptima exposición impresionista, expusiste once pinturas al óleo, un pastel y una escultura. Cuando tu jefe de la Agencia Financiera, en agosto de 1883, te llamó para decirte con voz trémula y expresión compungida que, dada la crítica situación, «no podía retenerte», hiciste algo que lo desorbitó de sorpresa: le besaste las manos. A la vez que, eufórico, le decías: «Gracias, patrono Usted acaba de hacer de mí un verdadero artista». Loco de felicidad, corriste a informar a Mette que, a partir de ahora, nunca volverías a pisar una oficina. Te dedicarías sólo a pintar. Muda, lívida, después de pestañear un buen rato, Mette rodó a tus pies, sin sentido.
– Para entonces, yo había cambiado mucho -añadió Paul, regocijado-. Bebía más que antes. Cognac en casa y ajenjo en La Nouvelle Athenes. Pasaba largos ratos solo, tocando el armonio, porque eso me estimulaba a pintar. Y empecé a vestirme a la manera bohemia, estrafalaria, para provocar a los burgueses. Tenía treinta y cinco años. Empezaba a vivir la verdadera vida, amigos.
De súbito, los truenos cesaron y la lluvia amainó algo. Las treinta cascadas que caían sobre Atuona los días de lluvia desde los montes Temetiu y Feani se habían multiplicado y el río Make Make se rebalsaba por sus dos orillas. Pronto una avenida de agua invadió el estudio y lo anegó. Señalando la neblina que los rodeaba, Ben Varney canturreó: «Es como navegar en un ballenero». En pocos minutos estuvieron sumergidos en el fangoso torrente hasta los tobillos. Empapados, se asomaron al exterior. Toda la zona estaba inundada y un nuevo río, recién aparecido, arrastrando ramas, troncos, hierbas, barro, latas, pasaba rumbo a la calle principal llevándose consigo el jardín de La Casa del Placer.
– ¿Saben ustedes qué es ese bulto, allá? -señaló Tioka unas manchas más densas que las nubes rastreras aposentadas sobre Atuona-. ¿Ese que se lleva el torrente hacia el mar? Mi casa. Espero que no se esté llevando también a mi vahine ya mis hijos.
Hablaba sin alterarse, con el tranquilo estoicismo de los marquesanos que había impresionado tanto a Koke desde su primer día en Hiva Da. Tioka les hizo un gesto de despedida y se alejó, con el agua hasta las rodillas. Las cortinas de lluvia y las nubes se lo tragaron en un dos por tres. A diferencia de él, Ky Dong, Poseidón Frébault y Ben Varney reaccionaron, por fin. El susto y la sorpresa les habían quitado en segundos el efecto del alcohol. ¿Qué harían? Lo mejor, apresurarse a ir a ver el estado de sus familias, y, tal vez, refugiarse en la colina del cementerio. En esta llanura estaban mucho más expuestos a las embestidas del huracán. Si, además, se venía un tsunami, adiós Atuona.
– Tienes que subir con nosotros, Paul -insistió Ky Dong-. Esta cabaña no resistirá. No es un temporal. Es un huracán, un ciclón. Estarás más seguro con nosotros allá arriba, en el cementerio.
– ¿Con mis piernas en este estado zambullirme en ese fango? -se rió él-. Si apenas puedo andar, amigos. Vayan, vayan ustedes. Me quedo aquí, esperando. ¡El fin del mundo es mi elemento, señores!
Los vio partir, encogidos, chapoteando, el agua en las rodillas, en dirección al sendero ahora desaparecido que se convertía en la espina dorsal de Atuona pasando esa empalizada de arbustos. ¿Llegarían sanos y salvos? Sí, tenían experiencia con estos percances del clima. ¿Y tú, Paul? Ky Dong había dicho la verdad; La Casa del Placer era una frágil construcción de bambú, hojas de palmera y vigas de madera que sólo de milagro había resistido hasta ahora el viento y el agua. Si esto duraba, sería descuajada y arrastrada, y tú con ella. ¿Era una manera de morir aceptable, ésta? Algo ridícula, tal vez. Pero, no era menos ridículo morir de pulmonía. O deshaciéndose a pocos por culpa de la enfermedad impronunciable. Como no había un solo rincón en La Casa del Placer que estuviera seco, a salvo de los manotazos del viento y la lluvia, fue, arrastrando los pies -las piernas le dolían mucho ahora-, a servirse otra copa de ajenjo. Cogió su armonio empapado y empezó a tocar, de manera mecánica. Había aprendido a dominar este difícil instrumento de muchacho, en los barcos, cuando servía en la marina mercante. Su música llenaba los vacíos del espíritu, lo sosegaba en las crisis de exasperación o abatimiento, y, cuando estaba enfrascado en un cuadro o una escultura -rara vez, ahora que tenía la vista tan mala-, le daba ánimos, ideas, algo de la antigua voluntad de alcanzar la escurridiza perfección. ¿Inesperado morir así, Paul? En una islita perdida, en medio del Pacífico. Las Marquesas, la región más apartada del mundo. Bueno, hacía tiempo que lo habías decidido: morir entre los salvajes, como un salvaje más. Pero, entonces, recordó a la vieja ciega que lo hizo sentirse un forastero.
Había aparecido algunas semanas atrás, apoyándose en un bastón, venida de ninguna parte, a la hora del crepúsculo, cuando Koke se asomaba al segundo piso a contemplar, esforzando su pobre vista, la islita desolada de Hanakee y la Bahía de los Traidores, a las que a esta hora el sol poniente teñía de rosado. La vieja ciega se metió al jardín, entre los ladridos del perro y los maullidos de los dos gatos, profiriendo unas exclamaciones en maorí que señalaron a Koke su presencia. Parecía un bulto, un ser informe más que una mujer. Iba envuelta en unos trapos probablemente recogidos en las basuras, remendados y parchados con cuerdas. Guiándose con el bastón -daba rápidos golpecitos a izquierda y derecha-, encontró el camino de la casa y, misteriosamente, el de Paul, que iba a su encuentro. Estuvieron frente a frente, en el taller de escultura, justamente donde Koke estaba ahora, muerto de frío, combatiendo el miedo con ajenjo. ¿Era ciega o fingía? Cuando la tuvo muy cerca divisó sus córneas blanqueadas. Sí, era ciega. Antes de que Paul abriera la boca, la mujer, sintiéndolo, levantó la mano y lo tocó en el pechó desnudo. Lo palpó con calma, los brazos, los hombros, el ombligo. Luego, abriendo su pareo, el vientre, y le cogió los testículos y el pene. Los sopesó, como sometiéndolos a un examen. Entonces, la cara se le avinagró y exclamó, asqueada: «Popa 11». Era una expresión que Koke conocía; los maoríes designaban así a los europeos. Sin decir nada más, sin esperar la comida o el regalo que había ido a buscar, la vieja ciega dio media vuelta, y, tanteando, se marchó. Eso eras tú para ellos: un extranjero de falo encapuchado. Habías fracasado en eso también, Koke.
Se despertó a la mañana siguiente, abrazado a su armonio. Se había quedado dormido sobre la mesa de los vasos y botellas, ahora regados por el suelo. Las aguas empezaban a retirarse del estudio, pero, alrededor de Koke, todo era desolación y estrago. Sin embargo, aunque en partes destechada y averiada, La Casa del Placer había resistido el huracán. Y, allí arriba, en un cielo azul pálido, un sol renaciente comenzaba a calentar la tierra.