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Sobre sus cabezas había ahora de nuevo una trompetería infernal de rayos y truenos y el viento sacudía todos los árboles de Atuona con furia. Pero todavía no había regresado la lluvia. Una niebla espesa ocultaba otra vez el sol. Habían desaparecido las moles boscosas del Temetiu y el Feani. Los amigos callaron, hasta que un nuevo interludio de la tormenta permitió que se escucharan sus voces.

– A mí me la cambió, me la jodió -afirmó Paul, con brusca furia-. Me revolvió, me dio pesadillas. De pronto, ya no me sentí seguro de nada, ni del suelo que pisaba. ¿No han visto ustedes la foto de Olympia, ahí en mi estudio? Se la voy a mostrar.

Cruzó chapoteando el enfangado jardín y subió a los altos de La Casa del Placer. El viento sacudía la escalerilla exterior como si fuera a arrancada. La foto amarillenta y algo borrosa de Olympia presidía la serie de estampas y clichés de su vieja colección: Holbein, Durero, Rembrandt, Puvis de Chavannes, Degas, algunas estampas japonesas, la reproducción de un bajorrelieve del templo javanés de Borobudur. Al comenzar el aguacero, hacía siete días, había descolgado las fotos pornográficas y las tenía metidas bajo el colchón, para salvarlas de la lluvia, que había atravesado el bambú y mojado toda la estancia. Muchas de estas fotos, empapadas, ahora perderían del todo su ya desvaído color. La de Olympia era la más antigua. La habías buscado con avidez, luego de aquella exposición en la rue Vivienne, y nunca te habías separado de ella desde entonces.

Sus amigos la examinaron pasándosela de mano en mano, y, por supuesto, al descubrir el cuerpo desnudo, luminoso, de Victorine MeureT(Koke les contó que la había conocido y que la modelo no era ni sombra de su imagen, que Manet la había transfigurado) desafiando con su mirada de mujer libre y superior al mundo entero mientras su criada negra le acercaba un ramo de flores, el pastor Vernier enrojeció hasta las orejas. Temeroso sin duda de que ese desnudo fuera el comienzo de algo peor, alegó un pretexto para irse:

– En cualquier momento va a descargarse el cielo otra vez -dijo, señalando las formaciones amenazadoras de nubes oscuras que avanzaban sobre Atuona-. No quiero llegar a la misión nadando, tenemos servicio esta tarde. Aunque con esta tormenta, me temo, no vendrá nadie. N o debe quedar una planta en pie en mi jardín. Adiós a todos. Deliciosa la tortilla, Paul.

Partió, zangoloteando en el barro, y evitando mirar al pasar junto a ellos a los grotescos muñecones Padre Lujuria y Teresa. Tioka tenía clavada la vista en la foto, y, luego de un buen rato, siempre sobándose la barba nevada, preguntó, en su lento francés:

– ¿Una diosa? ¿Una puta? ¿Quién es ella, Koke? -Las dos cosas y muchas otras más -dijo Paul,

sin reír como sus compañeros-. Es lo extraordinario de esa imagen. Ser mil mujeres a la vez, en una sola. Para todos los apetitos, para todos los sueños. La única mujer que no me ha cansado nunca, amigos. Aunque, ahora, apenas consigo veda. Pero la llevo aquí, y aquí, y aquí.

Lo dijo a la vez que se tocaba la cabeza, el corazón y el falo. Sus amigos lo celebraron con nuevas risas.

Como lo había anunciado Vernier, el cielo siguió oscureciéndose muy deprisa. No se veía la colina del cementerio tampoco, pero se oía rugir al río Make Make, cargadísimo. Cuando arreció la lluvia, con las copas en las manos corrieron a refugiarse al taller de escultura, más seco que el resto de La Casa del Placer. Estaban calados. Se acurrucaron en la única banca y el despanzurrado sofá. Paulles llenó las copas de nuevo. Mientras lo hacía advirtió que el aguacero había destrozado los girasoles del jardín y sintió pena por ellos y por el Holandés Loco. Ky Dong se extrañó de no haber visto a Vaeoho en todo el día: ¿dónde andaba, con semejante temporal?

– Se ha ido donde su familia, al poblado de Hanaupe. Está embarazada y prefiere dar a luz allá. En realidad, se aprovecha de este pretexto para librarse de mí. No creo que vuelva. Está harta ya de todo esto y tal vez tenga razón.

Sus amigos se miraron, incómodos. Harta de ti y de tus llagas, Paul. Tu vahine no podía ocultar su desagrado y no necesitabas veda para darte cuenta. La cara se le descomponía cada vez que querías tocada. Bah, pobre muchacha. Estabas convertido en una asquerosidad, en una ruina viviente, Koke. Pero, en este momento, con el calor del ajenjo dentro del cuerpo y conversando con estos amigos, pese a la furia del cielo te querías sentir bien. Unos cuantos girasoles aplastados no te iban a joder la vida más de lo que ya la tenías, Koke.

– En los años que llevo aquí, nunca vi llover así -dijo Ky Dong, mostrando el cielo: las trombas de agua sacudían el techo de bambú y hojas de palmera trenzadas y parecían a punto de arrancado. Los relámpagos iluminaban el horizonte por segundos y luego todas las montañas de Hiva Oa que los rodeaban desaparecían, borradas por unas nubes negras y estruendosas. Ni siquiera se divisaba el almacén de Ben Varney que estaba tan cerca. El mar, él su espalda, parecía rabioso. ¿El fin del mundo, Koke?

– Yo tampoco he salido nunca de esta isla y jamás vi antes llover así -dijo Tioka-. Algo malo va a pasar.

– ¿Algo más malo que este diluvio? -se burló Ben Varney, con la lengua medio trabada. Y, volviéndose hacia Paul, reanudó la conversación-: ¿O sea que viste ese cuadro y lo echaste todo por la borda y te dedicaste a la pintura? Tú no eres un salvaje sino un loco, Paul.

Estaba muy cómico el almacenero, con sus pelos rojizos apelmazados cubriéndole la frente como un cerquillo. Se reía, divertido e incrédulo.

– Ojalá hubiera sido tan fácil -dijo Paul-. Yo estaba casado. Y muy en serio. Tenía un hogar muy burgués, una mujer que me llenaba de hijos. ¿Cómo echar todo por la borda, de la noche a la mañana? ¿Y las responsabilidades? ¿Y la moral? ¿Y el qué dirán? Yo creía en esas cosas, entonces.

– ¿Tú, casado? -se sorprendió Ky Dong-. ¿Con todas las de la ley, Koke?

Con todas las de la ley y mucho más. ¿Te habías enamorado tanto, Paul, de Mette Gad, esa joven danesa culta, espigada, vikinga de largos cabellos rubios venida a pasear a París, en aquel invierno de 1872? No lo recordabas, en absoluto. Pero, sin duda, sí, te habías enamorado de la Vikinga. Pues la habías invitado, cortejado, declarado tu amor y pedido formalmente en matrimonio, algo a lo que la horrible familia de Mette, burguesa, burguesísima, de Copenhague, después de dudado mucho y de hacer puntillosas averiguaciones sobre el pretendiente, por fin consintió. Fue una boda como se debe, en la alcaldía del barrio IX, y en la iglesia luterana de París, para satisfacer a esos remilgados escandinavos. Con champagne, orquesta, buen número de invitados y generosos regalos de tu tutor, Gustave Arosa, y de tu jefe, Paul Bertin. Y, luego de una corta luna de miel en Deauville, a ocupar el pisito de la Place Saint -Georges, donde colgaste el manto de los antiguos peruanos que te regalaron tu hermana María Fernanda y su novio colombiano, Juan Uribe. Hacías todo lo que convenía a un joven corredor de Bolsa con un brillante porvenir. Eso eras tú entonces, Paul. Trabajabas mucho, ganabas bien, en 1873 tuviste tres mil francos de prima -más que ninguno de tus colegas de la agencia Bertin-, y Mette, dichosa, decoraba la casa y ardía de impaciencia por empezar a parir. En 1874, cuando nació el primogénito y fue bautizado Emil (por su padrino, el buen Schuff, aunque sin la «e» final, en recuerdo de sus ancestros nórdicos), recibiste un nuevo bono de tres mil francos. Una pequeña fortuna, que la alegre Mette Gad se dispuso a dilapidar en compras y diversiones, sin sospechar que ya tenía el enemigo en casa. Su diligente y afectuoso marido, a escondidas garabateaba bocetos, y había empezado a tomar clases de dibujo y pintura junto a Schuff, en la Academia Colarossi. Cuando lo descubrió, ya no vivían en la Place Saint -Georges, sino en un barrio aún más elegante, el XVI, en un magnífico pisito de la rue de Chaillot que Paul se resignó a alquilar, dando gusto a los delirios de grandeza de Mette, aunque previniéndola de que era excesivo para sus Ingresos.

La Vikinga descubrió el vicio secreto por culpa de otro personaje decisivo en tu vida de aquellos años: Camille Pissarro. Nacido en una islita del Caribe, Saint Thomas, donde había apoyado una rebelión de esclavos que hizo de él un apestado, Camille se vino a Europa, y aquí proseguía, imperturbable, su carrera de artista de vanguardia, junto a sus amigos del grupo llamado impresionista, sin angustiarse lo más mínimo por los escasos compradores que tenían sus cuadros. Frecuentaba intelectuales anarquistas, como Kropotkin, quien lo visitaba, y se decía «un ácrata benigno, que no pone bombas». Paullo conoció donde su tutor, Gustave Arosa, que le había comprado un paisaje, y, desde entonces, se vieron a menudo. Le compró un cuadro, también. Por sus escasos ingresos, Pissarro no podía vivir en París. Tenía una casita en el campo, cerca de Pontoise, donde, patriarca bíblico dotado de la paciencia de Job, criaba a sus siete hijos, que lo adoraban, y soportaba a su mujer, Julie, ex sirvienta de carácter dominante. Lo maltrataba delante de sus amigos, reprochándole su ineptitud para ganar dinero. «Sólo pintas paisajes, que a nadie le gustan», lo reñía, delante de Paul y Mette, a quienes invitaban a pasar fines de semana en Pontoise. «Pinta más bien retratos, fiestas campestres, o desnudos, como Renoir o Degas. A ellos les va mejor que a ti, ¿no?»

U n domingo, mientras bebían una taza de chocolate, Camille Pissarro dejó caer, con un acento que parecía sincero, que Paul tenía «verdadero temple de artista», Mette Gad se sorprendió. ¿Qué era eso?

– ¿Es cierto lo que dijo Pissarro? -preguntó a su marido, cuando estuvieron de vuelta en París-. ¿Te interesa el arte a ti? Nunca me lo dijiste.

El azoro, la sensación de culpa, una viborita corriéndote de la cabeza a los pies, Paul. No, mi bella, un mero pasatiempo. Algo más sano y sensible que malgastar las noches en bares o cafés, jugando al dominó con los amigos. ¿No es cierto, Vikinga? Ella, con un mohín inquieto: sí, claro que sí. Intuición de mujer, Pau!. ¿Adivinaba que había entrado la disolución en su hogar, que esa intrusa acabaría destruyendo su matrimonio y sus anhelos de llegar a ser una burguesa rica y mundana en la Ciudad Luz?

Después de ese episodio, te sentiste curiosamente liberado, con derecho a exhibir tu flamante vicio ante tu mujer y tus amigos. ¿Por qué un exitoso agente de la Bolsa de París no tendría derecho a lucir ante el mundo esa afición artística que practicaba en sus ratos libres, como otros el billar y los caballos? En 1876, en un acto de audacia, pediste prestado a tu hermana María Fernanda y a su flamante marido, Juan Uribe, el cuadro que les regalaste por su boda, El bosquecillo de Viroflay, y lo presentaste al Salón. Entre millares de aspirantes, fue aceptado. El que más se alegró fue Camille Pissarro, que, desde entonces, presentándote como su discípulo, te llevó al café La Nouvelle Achenes, en Clichy, cuartel general de sus amigos. Los impresionistas acababan de hacer su segunda exposición colectiva. Mientras el imponente Degas, el malhumorado Monet y el jocundo Renoir conversaban con Pissarro -un tonel humano de blanca barba e irrompible buen humor-, tú permanecías en silencio, avergonzado ante esos artistas de ser nada más que un agente de Bolsa. Cuando, una noche, apareció en La Nouvelle Athenes Édouard Manet, el autor de Olympia, palideciste como si te fueras a desmayar. Abrumado por la emoción, apenas atinaste a balbucear un saludo. ¡Qué distinto eras entonces, Koke! ¡Qué lejos estabas aún de convertirte en lo que eras ahora! Mette no podía quejarse, pues seguías ganando buen dinero. En 1876 recibiste, además de tu sueldo, un bono de tres mil seiscientos francos, y, al año siguiente, cuando nació Aline, te mudaste de casa. El escultor Jules-Ernest Bouillotte alquiló un piso y un pequeño estudio en Vaugirard. Allí empezaste a modelar arcilla y tallar en mármol bajo la dirección del dueño de casa. La cabeza de Mette que esculpiste con tanto esfuerzo ¿era una pieza aceptable? N o lo recordabas.

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