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Nos quedamos en el campo hasta la Semana Santa que, igual que había pasado con las Navidades, ni fue Semana Santa ni nada. Resultaba muy raro que no hubiera oficios ni procesiones, porque uno se acostumbra a medir el tiempo por las fiestas, y cuando las fiestas desaparecen, es como si el tiempo no pasase y cada día repitiera el anterior. Precisamente durante el año 37 el curso de la guerra cambió de un modo que hizo esa impresión todavía más fuerte. Hasta ese momento parecía que las cosas ocurrieran muy deprisa y que todo fuera a terminar en un abrir y cerrar de ojos. Pero después del asalto a Madrid, la guerra pareció estancarse. Seguían llegando noticias de ofensivas, batallas y bombardeos, pero los frentes apenas cambiaron durante meses. Fue entonces cuando todos comprendimos que la guerra iba a ser larga, una larga y oscura pesadilla.

Como mi padre había dicho después de lo de Guernica, parecía que Franco no tuviera prisa por que aquello se acabara. Prefería ir despacio, tomarse su tiempo para fusilar y meter en la cárcel a la mayor cantidad posible de rojos cada vez que los nacionales tomaban una ciudad. Además, ahora tenía las manos libres para hacer las cosas a su gusto: el general Mola, que era el que más mandaba después de él, se había matado en un accidente de aviación. Nadie creía ya que Franco fuera a llamar al rey Alfonso de vuelta después de la guerra. Saltaba a la vista que él se pensaba ya por encima del rey. Más aún que eso: Franco estaba convencido de que Dios lo había enviado para salvar España.

Pero estaba hablando de los días en que volvimos del campo a nuestra casa, cuando parecía que lo peor de los bombardeos había pasado ya. A pesar de la calma, la sensación de tristeza y de derrota era más intensa que antes, aunque la gente prefería no pensar en eso y trataba de reconstruir su vida a partir de las rutinas de cada día. Y lo mismo hicimos nosotros, aferramos a lo cotidiano, como si ésa fuera la única forma de mantener a raya el miedo a lo que se nos venia encima.

Mi padre había perdido casi todas sus representaciones, pues la mercancía apenas llegaba, y de todas maneras nadie tenía ya dinero para gastar. Ahora trabajaba en el edificio del Banco de España, donde el tío Arturo le había procurado un cargo en la Junta de Compras para el Avituallamiento, que se encargaba de adquirir comida y pertrechos para las tropas que estaban en el frente. Se pasaba el día exprimiendo hasta el último céntimo y discutiendo con los proveedores. Y siempre volvía a casa tarde, casi a la vez que apagaban las luces de la calle, agotado y con unas ojeras enormes, y un poco más abatido cada día. Sin embargo, creo que aquel trabajo lo ayudó a soportar mejor la última parte de la guerra.

Mis hermanos habían vuelto, muy a su pesar, a la academia de don Julián, de quien contaban historias tan espeluznantes que yo preferí no seguir oyéndolas. Mi hermana Angelita crecía y hablaba ya la mar de bien con su voz de mascarita de carnaval. Y yo, casi sin darme cuenta, acababa de cumplir 14 años y me encontré convertida de pronto en una mujer.

Aquello de ser una mujer tenía sus ventajas, pues parecía que todos me miraran de otra manera. Mis hermanos empezaron por fin a respetarme, y mis padres me permitían participar en sus conversaciones como si yo fuera una persona mayor, lo que me ahorraba la tentación de escuchar detrás de las puertas. Me llenaba de orgullo que mis padres me confiaran sus preocupaciones. A cambio, tuve que dejar atrás para siempre el mundo de los juegos de mi infancia; la comba, el tejo y las muñecas se convirtieron en un recuerdo, y ya nunca se me ocurría escribirles cartas a los artistas de cine, como cuando era pequeña. No me quedaba ya tiempo para esas tonterías que antes me divertían, porque mi madre me encargaba cada día más faenas, y yo andaba siempre ocupada con las obligaciones de la casa.

Cada día acompañaba a la Anica al mercado, donde las colas seguían alargándose, o iba por picón para el brasero a la carbonería de la esquina. También ayudaba a mi madre con la colada, que por aquellos días era muy laboriosa. Había que dejar la ropa en remojo toda la noche en grandes tinas con jabón y aclararla al día siguiente para ponerle después los polvos de lejía. Luego añadíamos el azulete (con mucho cuidado, porque si te pasabas de cantidad la ropa adquiría un color feísimo), y después lo colgábamos todo a secar. Las puntillas y bordados se almidonaban, y también los cuellos y puños de las camisas, que muchas veces había que llevar a casa de la planchadora, porque por aquella época lo planchábamos todo, hasta las sábanas, las toallas y los paños de cocina. Usábamos unas planchas de hierro que se calentaban en una hornilla. Dos estaban siempre al fuego y, mientras, planchábamos con la tercera, que había que sujetar con un paño grueso para no quemarte. A veces se quedaba algún tizón pegado en la base de la plancha y al usarla se manchaba la ropa, lo que me valió más de una reprimenda de mi madre. «Pero madre -protestaba yo-, es que esto de la colada es muy difícil». Y ella me decía que no me quejara, que más difícil era cuando ella era moza y tenían que llevarse la ropa al río hasta en pleno invierno, y la lejía se hacía con la ceniza de la lumbre.

Con aquello de ser una mujer y tener tantas obligaciones, cada día tenía más olvidada a mi pobre abuela. A veces la imaginaba languideciendo en su cuarto, cada vez más pequeñita y transparente. Me daba mucha pena pensar en lo sola que estaría, pero me resistía a entrar a verla. «Ahí dentro debe de hacer un frío espantoso», me decía cada vez que pasaba por delante de su puerta, y entre eso y mis obligaciones encontraba siempre una excusa para pasar de largo. Pero creo que el motivo real era mi miedo a ese poder de la abuela para saber lo que iba a ocurrir. Y es que yo, por aquellos días, a lo único que aspiraba era a no saber nada de nada. Aquello me tuvo mortificada durante un tiempo, hasta que una vez, al pasar por delante de la puerta, la encontré abierta. Entonces me acerqué y oí ruido dentro. Era la vocecita de mi hermana, que parecía enredada con alguien en una conversación. Me asomé y las vi a las dos sentadas juntas en la mesa-camilla. Angelita hablaba sin parar y mi abuela sonreía mientras tejía su ganchillo, su eterna labor de ganchillo que había abandonado la última vez que yo la vi. La habitación seguía tan fría y tan oscura como entonces, y mi abuela igual de transparente, pero ellas dos charlaban y reían como si no les importara. Estuve a punto de entrar y unirme a su conversación, pero tenía faenas pendientes y pensé que mejor sería dejarlo para otro momento.

Recuerdo que un día, durante la hora de la comida, a mi hermana se le ocurrió decir con su media lengua que la «yaya» María era muy buena y que le gustaba mucho ir a jugar con ella. La cuchara de mi madre se quedó congelada entre el plato y su boca, y mis dos hermanos empezaron a reírse y burlarse de la chiquilla, que los miró muy ofendida y los llamó «tontos». Creo recordar que mi padre resopló y dijo que ya era casualidad que a las dos niñas de la familia les hubiera dado por la misma chifladura. Por suerte, supe reaccionar a tiempo y les conté que era yo quien le había hablado a Angelita de la abuela y de lo buena que había sido con nosotros. Luego les dije que la nena se iba muchas veces a jugar debajo del retrato de la abuela María que estaba colgado en el comedor. Mi madre me miró con los ojos muy brillantes y me parece que no me creyó del todo, pero después todos seguimos comiendo y, por suerte, ahí acabó la cosa.

«No le hables nunca a nadie de la abuela -le dije a Angelita a solas-. Vamos a dejar que sea un secreto entre las dos». Y a ella pareció hacerle mucha gracia lo de tener una abuelita secreta y me dijo que sí moviendo mucho la cabeza. A lo mejor no hacía falta que le dijera aquello. De todas formas, ¿quién la hubiera creído?

Algunas mañanas, cuando hacía bueno, me llevaba a Angelita de paseo o a jugar en el parque. Nos acompañaba siempre María Luisa, la niñera de mi hermana. Pero ni así se quedaba mi madre tranquila, pues decía que con tanta gente extraña rondando por la ciudad no estaba bien que dos muchachas y una niña se sentaran solas en un banco del parque. Nos dejaba ir sólo porque Angelita se estaba poniendo muy pálida de pasar tanto tiempo encerrada en casa, pero siempre nos advertía que nunca habláramos con nadie y que saliéramos corriendo si algún hombre se acercaba a nosotras. Además, a mí me hacía ponerme siempre un sostén muy apretado y ropa gruesa y holgada que me disimulara el pecho, porque yo me había desarrollado bastante en muy poco tiempo, y mi madre se empeñaba en que no quería que los hombres me miraran como si fuera una pelandusca.

Yo apenas podía respirar con aquellos sujetadores tan apretados, y me ahogaba de calor cuando mejoró el tiempo con aquel montón de ropa encima. Pero ni se me habría ocurrido pensar en llevarle la contraria a mi madre, aunque en realidad no era necesario todo aquello, porque a la que miraban los hombres no era a mi, sino a María Luisa.

Ella era una muchacha muy joven. No llegaba a los 20 años, y creo que podríamos habernos hecho amigas si los tiempos hubieran sido otros, pues por entonces no se concebía que una señorita como yo intimara con una chica del servicio (tiene gracia, ahora que lo pienso, lo poco que habían cambiado las cosas por mucho que cantáramos La Internacional). El caso es que María Luisa y yo hicimos buenas migas a pesar de todo, y pasábamos largos ratos charlando de nuestras cosas mientras la nena jugaba en el parque.

Ella era muy guapetona, con su melena negra preciosa y sus ojos grandes y rasgados. Los hombres le hacían requiebros por la calle, y eso a mi me daba mucha vergüenza, aunque ella parecía acostumbrada y no hacía ni caso. También los brigadistas le echaban piropos, sobre todo los franceses y los italianos, que eran todavía peores que los de aquí, aunque por suerte no se les entendía casi nada. «Oye -le decía yo a María Luisa-, me parece que ese brigadista del bigote te ha dicho "bellísima"». Y ella se reía a carcajadas y me decía que apretara el paso, porque se nos hacía tarde para la comida.

Entonces fue cuando apareció Tom. Porque Tom nosequé (nunca pude recordar su apellido) era el nombre de un brigadista que se nos acercó una mañana de domingo, después de haber estado rondando alrededor de nuestro banco durante un buen rato, y nos pidió permiso por señas para sentarse con nosotras. María Luisa y yo nos miramos sin saber qué hacer. Pero de pronto ella se fijó en él y debió de verle cara de bueno, porque enseguida se movió para hacerle sitio a su lado: «Sí, claro, camarada, siéntese. Faltaría más». Yo me escandalicé un poco de que María Luisa fuera tan descarada, y por unos instantes estuve tentada de obedecer a mi madre y salir corriendo. Entonces miré al muchacho de reojo y me pareció muy joven y muy simpático, con su pelo rubio rizado y su piel pálida y llena de pecas, como los duendes de los libros de cuentos. Y sí, la verdad es que tenía una cara de buena persona que no podía con ella. Después, cuando empezó a hablar con nosotras, resultó ser además tan educado que me dije que la cosa no tenía importancia, aunque rogué que no pasara ningún conocido de mis padres que pudiera luego irles con el cuento.

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