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Me acuerdo muy bien del día que me operaron de anginas en el sanatorio del tío Arturo, en una habitación chapada de azulejo blanco donde había muchos diplomas y un gran anuario de cristal lleno de objetos brillantes y siniestros. Me acuerdo del sillón donde me sentaron, que era como el de los barberos, de la sensación de las pinzas metálicas dentro de mi garganta y del sabor de la sangre llenándome la boca. Yo era aún pequeña, pero corrí tan deprisa que mis padres no pudieron alcanzarme hasta la misma puerta de mi casa, donde empecé a gritar: «¡Me han matado, me han matado!», y entonces se formó un círculo de gente a nuestro alrededor, y me parece que después vino un guardia, porque recuerdo a mi padre muy nervioso, dando explicaciones, y a mi madre diciendo que qué sofoco más grande y que ojalá se la tragara la tierra. ¿Qué edad tendría yo entonces? Puede que unos siete años. Sí, tenía siete años, porque lo que he contado pasó en invierno, y ese mismo año, un día de principios de la primavera, entró la República.

Aquello de que llegara la República me debió de causar casi la misma impresión que mi operación de anginas, porque lo recuerdo tan bien como si hubiera ocurrido ayer mismo. Era un martes por la mañana y yo estaba en el colegio. La hermana Etelvina nos daba clase de lectura con el Manuscrito, un libro impreso con caligrafías tan enrevesadas que parecían haberlas inventado a propósito para martirizarnos. Yo estaba de pie y leía aquello de «¡Papá, papá! -exclamó alborozado Serafín», cuando de pronto se abrió la puerta del aula y entró la hermana Carmen, que era la monja que nos daba clase de labores y música. Y venía sin resuello, como si hubiera subido corriendo las escaleras para avisarnos de que había niego.

– ¡Ave María purísima, madre! Vengo a llevarme ahora mismo a las niñas a la capilla. Lo manda la madre superiora.

– Pero ¿qué pasa, madre?

– ¡El rey! -dijo la hermana Carmen con grandes aspavientos-. ¡Lo han echado! Dicen que en la capital están prendiendo fuego a las iglesias y que se llevan a los sacerdotes y a las religiosas para… para…

Pero a la hermana Carmen la voz ya no le obedecía, y allí se quedó abriendo y cerrando mucho la boca, igual que los peces cuando saltan fuera de la pecera.

Mientras tanto, las niñas ya nos habíamos olvidado del Manuscrito y estábamos todas de pie, dando saltos y chillidos, más excitadas por la novedad que asustadas por lo que pudiera pasar. Yo apenas sabía nada del rey, sólo que se llamaba Alfonso y que era un señor con bigotito a quien le encantaba vestirse de uniforme para salir en la portada del Abc. Mi padre siempre hablaba muy mal de él, así que yo no entendía qué importancia podía tener que hubieran echado al señor del bigotito, porque según mi padre no servía para nada. Lo de las iglesias ardiendo ya me inquietaba un poco más, igual que a la hermana Etelvina, que se había puesto muy pálida de repente y miraba a la hermana Carmen con cara de espanto.

– ¡Alabado sea Dios! ¿Pero qué me está diciendo, madre? ¿Quién ha echado al rey? ¿Quién está quemando las iglesias?

– Pues los anarquistas, o los rojos, o cualquiera de esos maleantes que quieren la República. ¿Qué sé yo? Las, niñas, venid todas conmigo, que la madre superiora lo manda.

De modo que nos fuimos todas detrás de la hermana Carmen, más contentas que unas castañuelas porque se habían interrumpido las clases, aunque algo asustadas ahora no fueran a venir esos hombres horribles que querían la República para prenderle fuego a la iglesia con todas nosotras dentro.

Al llegar no encontramos ni un banco libre, pues ya debían de estar allí todas las niñas del colegio. Estaban las mayores, que eran ya casi unas señoritas y tenían sus clases en el piso de arriba. Estaban incluso las gratuitas, a las que casi nunca veíamos porque las madres no las dejaban salir de su ala del colegio. Ni siquiera llevaban el mismo uniforme negro con cuello de encaje, tan elegante, que llevábamos las alumnas de pago, sino una especie de babero a rayas muy feo. Nos miraron al entrar y nos sacaron la lengua, y me acuerdo que aquello nos dio bastante miedo, porque sobre las gratuitas se contaban toda clase de historias. Mientras tanto, la madre superiora rezaba avemarías sin parar, pidiendo por el rey y por los curas y monjas de la capital, esos a los que se estaban llevando para hacerles algo tan terrible que ni siquiera se podía decir. Y ahora sí que estábamos todas asustadas, y algunas de las más pequeñas lloraban y decían que se querían ir a su casa.

Cuando llegó la hora de salir nos asomamos a la calle con mucha cautela, temiendo encontrarnos una horda de hombres malos de los que querían la República. Pero yo no vi nada extraño. Si acaso, que aquel día había ido mi padre a recogerme, aunque casi siempre venía mí madre o la muchacha. Y qué contento estaba. Si hasta parecía más joven. Recuerdo que me alzó hasta su cara como si yo fuera todavía una criatura, y me dio un beso tan grande que el oído me estuvo pitando un buen rato. Después, mientras regresábamos a casa, noté que caminaba con mucho brío, pisando muy fuerte y marcando el paso con el bastón, y cada dos por tres se detenía a saludar a algún conocido quitándose el sombrero. Durante el camino sí que vi en la calle algunas cosas fuera de lo común, como que la ciudad parecía más animada que de costumbre, que los bares estaban llenos, que la gente formaba grupos y que todos hablaban muy fuerte y parecían nerviosos. Nos cruzamos con una banda de música que iba tocando una marcha muy alegre, y mí padre me explicó que lo que tocaban se llamaba La Marsellesa, y que era a la vez el himno de Francia y de la libertad. Pasaban muchos coches, más de los que yo había visto nunca, y la mayoría hacían sonar el claxon. Los que iban dentro sacaban medio cuerpo por las ventanillas para poder agitar los brazos y lanzar vivas a la República. Otros hacían ondear una bandera distinta de la de siempre, tricolor, con una franja morada abajo. Y algunos cantaban a grito pelado una canción que decía que a los curas y a las monjas les iban a dar una paliza y no sé cuántas barbaridades más, y a mí me dio mucha rabia oírla, porque les tenía mucho afecto a las monjas dominicas de mi colegio y no quería que les pasara nada malo.

Cuando llegamos a casa, mi madre no estaba contenta, sino muy preocupada por todo aquel jaleo, y a mí me pareció que había estado llorando. Nadie hablaba durante la comida, pero mi padre destapó una botella de un vino que guardaba para una ocasión especial y se puso en pie para brindar. Y todo aquello era porque había entrado la República.

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