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Resultó que la paz no era muy distinta de la guerra, o al menos eso me pareció a mí durante aquellos primeros días de abril del 39, que fue el mes de la victoria de Franco. Según el tío Antonio, las cárceles estaban tan llenas como antes, aunque ahora hubieran cambiado sus ocupantes. Los nacionales estaban deteniendo a tanta gente que al principio tuvieron que nevárselos a la plaza de toros mientras buscaban un sitio permanente para encerrarlos. Por las calles seguían pasando desfiles sin parar, igual que durante la guerra. Puede que los que desfilaban fueran distintos, pero los que los ovacionaban desde la acera eran los mismos de antes.

Nosotros no salimos de casa en varios días. Vivíamos entre el miedo y la esperanza de que, como mi padre había dicho, no fuera a ocurrir nada, pues lo cierto era que pasaban los días y nadie venia a preguntar por él. Los parientes que nos visitaban decían que en la ciudad se respiraba una especie de euforia, una alegría desbordada que yo quise pensar que se debía a que los nacionales hubieran entrado de forma pacífica, porque me resistía a creer que las personas pudieran cambiar tanto de la noche a la mañana. La gente no parecía cansarse de ovacionar a los soldados, de saludarlos con el brazo en alto y de cantar el Cara al sol. Y abundaban las camisas azules. De hecho, a mí me parecía que había muchas más que antes de la guerra. También empezaron a verse curas con sotana, que era una imagen que casi teníamos olvidada. Supongo que al tío Eliecer no le pesó cambiar el uniforme del ejército republicano por su sotana de siempre, y no es difícil imaginar su felicidad el día que salió de casa y pudo ir a una iglesia para decir misa.

Mi padre nos hizo llegar una carta desde la aldea donde estaba escondido. Nos decía que no nos preocupáramos, que los tíos habían estado haciendo gestiones en su nombre y que, por lo visto, los que ahora mandaban no tenían nada en contra suya. Como medida de precaución, pensaba quedarse en el campo algún tiempo más, pero estaba seguro de que muy pronto podría volver y todo seria como antes.

Yo me esforcé mucho por creer lo que mi padre decía, tanto me esforcé que casi lo conseguí, y un buen día me animé a salir de casa para echarle un vistazo a aquella «nueva España» que nos había caído encima de golpe y porrazo. Al pasar frente a la casa del notario Torres, vi que estaban volviendo a meter los muebles, y me alegré de que mis amigas y su familia hubieran recuperado lo que les habían quitado durante la guerra. Entonces los vi venir a todos por la acera: mis amigas Juanita y Encarna, que habían crecido mucho desde la última vez que me las encontré y eran ya unas señoritas; su madre, y un señor muy pálido y muy delgado al que tuve que mirar dos veces antes de reconocer como el notario. Todos pasaron frente a mí como si yo no existiera y entraron en el portal de su casa. Pero, antes de cerrar la puerta, Encarna se dio la vuelta y me miró con un desprecio enorme, mientras sus labios formaban silenciosamente la palabra roja. Quise marcharme a mi casa corriendo, porque me sentí incapaz de contener las lágrimas, cuando de pronto vi que un falangista venía en mi dirección. Era Paquito. Estaba moreno y mucho más fornido que cuando se fue, como si se hubiera hecho más hombre durante los años de la guerra. Llevaba el pelo engominado y muy estirado hacia atrás, y a mí me pareció que estaba más guapo que nunca. El corazón empezó a latirme con fuerza cuando vi que Paquito me sonreía y se dirigía hacia mí.

– ¡Maruja! -me dijo-. ¡Cuánto tiempo!

Yo entonces me sentí muy tonta, porque no sabía qué contestar.

– Me alegro mucho de que hayas vuelto -acerté a decir por fin-. Acabo de ver a tu familia. Todos estáis bien, ¿verdad?

La expresión de Paquito se endureció.

– A mi padre han estado a punto de matarlo en la cárcel. Pero ha aguantado porque sabía que la victoria iba a llegar antes o después. Cualquier día de éstos vuelve a abrir la notaría. Y además lo han hecho jefe de calle -entonces hizo una pausa antes de seguir-: Pero dime, Maruja, tu padre, ¿cómo está?

Tragué saliva cuando lo miré y vi que su sonrisa de antes ahora era más bien una mueca, y que acariciaba sin parar la culata de la pistola que llevaba colgada del cinturón.

– Está bien -dije con un hilo de voz.

– Mi padre me ha pedido que haga algunas averiguaciones. Parece que a unos cuantos vecinos de esta calle no se les ve el pelo desde hace semanas, entre ellos al señor Eloy. ¿Tú no podrías decirme por dónde para?

Me di la vuelta y corrí. Corrí tanto que el corazón se me quería salir por la boca cuando llegué a mi casa. Mi madre me preguntó qué me pasaba. Yo me encerré en mi cuarto para que no me viera llorar.

Estábamos ya en mayo y seguían sin venir por mi padre. «Ya verá usted -le decía yo a mi madre-, va a ser verdad que no tienen nada contra él y que nos van a dejar en paz». Se lo dije muchas veces, pero la pura verdad es que yo era la primera en no creer mis palabras, y menos aún desde mi encuentro con Paquito. No dejé de notar que con frecuencia se veía a gente extraña rondando por las inmediaciones de mi casa, hombres de mala catadura sin otro quehacer que pasarse las horas muertas parados en la esquina. Y además estaban deteniendo a mucha gente con quien mi padre tenía trato, como a don Pablo, un señor de Huesca que venía mucho a verlo. Nos dijeron que le habían quitado su casa y su negocio, y que su mujer se había quedado en la calle. Yo creo que tenían a tantos en la lista que no les daba tiempo para llevárselos a todos. Aunque no había más que asomarse por la ventana para darse cuenta de que, más tarde o más temprano, íbamos a verlos aparecer.

Muchos días los falangistas sacaban a los presos rojos para exhibirlos por la calle y hacerlos servir de escarmiento. Los llevaban esposados y con el pelo cortado al rape, y al llegar a algún sitio concurrido los hacían pararse y cantar el Cara al sol, o los obligaban a contestar al saludo de «¡arriba España!» con el brazo en alto. Yo temblaba de miedo al verlos, porque pensaba que lo mismo podía ocurrirle a mi padre. Pero seguían sin venir.

Él nos hacía llegar una carta tras otra desde su escondite. En ellas decía que nos echaba mucho de menos y que no podía quedarse más tiempo en el campo cruzado de brazos. Ahora que la guerra había terminado, necesitaba empezar a ganarse otra vez la vida, y quería viajar a Barcelona para intentar recuperar algunas de las representaciones que tenía antes. Mi madre siempre le contestaba que no tuviera prisa, que todo estaba aún muy confuso y que más valía no precipitarse. Pero él se empeñaba en decir que no tenía miedo porque no había hecho nada por lo que pudieran detenerlo, como sí en aquellos días hiciera falta un motivo para mandar a alguien a la cárcel o al paredón. Pero mi padre era un hombre muy obstinado, y cuando se le metía algo en la cabeza no había quien se lo sacara, de modo que a los pocos días se nos plantó en casa con su maleta bajo el brazo.

A mi madre casi le dio un ataque cuando lo vio entrar por la puerta. «Ay, Dios mío -decía sin parar-. Pero ¿a quién se le ocurre? ¿Estás bien? ¿Te ha visto alguien?». Yo salté de alegría al ver a mi padre en casa, pero enseguida me di cuenta de la enorme imprudencia que había cometido. Temí que en cualquier momento aporrearan la puerta y aparecieran los hombres de las pistolas, como aquel primer día de la guerra cuando vinieron a detener al tío Arturo. Pero esta vez hubo suerte, porque aunque mi padre se había presentado en pleno día y sin ocultarse, al parecer nadie lo había visto. Él estaba empeñado en salir a la calle de inmediato. Decía que tenía gestiones que hacer y clientes a los que visitar. A fuerza de pedirle y suplicarle, entre mi madre y yo conseguimos que se quedara mientras pensábamos en algo. También mis hermanos ayudaron a hacerle olvidar la insensatez de dejarse ver por las calles. Y hasta Angelita, con su media lengua y unos pucheros que partían el alma, puso su granito de arena.

Acordamos que se quedara escondido algún tiempo más hasta ver qué pasaba. Él quería quedarse en casa con nosotros. Por fin, después de mucha discusión, aceptó irse a la casa de al lado, donde vivían mis abuelos maternos y la tía Rosario, la hermana soltera de mi madre. El abuelo Paco, que era un hombre muy gruñón, protestaba sin parar: «¿Quién te mandaba a ti meterte en politiqueos y líos? Ya sabía yo que ibas a acabar por buscarnos la ruina a todos». Mi padre miraba a su suegro con expresión afligida, como disculpándose, y yo hubiera querido decirle al abuelo Paco que lo dejara en paz, que bastante tenía él y todos como para encima tener que soportar sus regañinas. Pero no le dije nada, porque por entonces a las personas mayores nunca se les llevaba la contraria.

A mi padre lo escondieron en una alcoba que tenía dos puertas. La principal la cubrieron con un gran armario, y por la otra, que daba a un oscuro pasillo, le llevábamos la comida y todo lo que necesitaba. Yo sabía que aquel escondite no iba a engañar a nadie, que cuando se presentaran a buscarlo lo iban a encontrar sin ninguna dificultad. Pero aún seguía, como todos nosotros, aterrándome a aquella ínfima esperanza de que no vinieran nunca por él y nos dejaran seguir con nuestra vida de antes.

Creo que fue por aquellos días, mientras teníamos a mi padre escondido, cuando pusieron las cartillas de racionamiento. La escasez era tan enorme que para conseguir comida ya no bastaba con poder pagarla, y tuvieron que empezar a racionar lo poco que había. Las cartillas eran unos talonarios con cupones que había que recoger en las oficinas de Abastos, porque sin ellos no se podía comprar alimentos. Había una por familia, y era obligatorio llevarla siempre a la tienda de ultramarinos que te habían asignado. Allí te daban la ración que te tocaba para la semana: tanto de pan, tanto de lentejas, tanto de boniatos… Entonces te sellaban los cupones que habías gastado y con eso debías arreglarte hasta la semana siguiente. Si no tenías bastante, la única solución era ir al estraperlo. Los estraperlistas tenían ya sus locales fijos, que eran como tiendas, sólo que había de todo y no tenían escaparate ni anuncios en la puerta. Cobraban lo que les parecía, porque sabían que la mayoría de la gente no tenía otra alternativa para no morirse de hambre. Ahora se comían cosas que antes de la guerra se tiraban a la basura: las mondas de las patatas, las pieles de plátano, las cáscaras de cacahuete… Las algarrobas, que antes se las daban a los cerdos, se habían convertido en el alimento principal. Hasta el chocolate se hacia con algarrobas, aunque aquello ni era chocolate ni se le parecía. De pronto la ciudad entera se llenó de mendigos, y no se podía salir a la calle sin que te salieran al paso media docena de personas para pedirte limosna: «Señorita, una caridad». Y a muchos se les veía la vergüenza en la cara, porque hasta que vino la guerra a destrozarles la vida eran gente normal que mantenía a su familia con su trabajo. Se murmuraba que los bares del barrio chino estaban Henos de mujeres que tenían que prostituirse para mantener a su familia. Y mientras ocurrían estas cosas, los estraperlistas nadaban en la abundancia, y también los funcionarios del nuevo régimen gracias a los sobornos que cobraban por hacer la vista gorda. Aunque por entonces yo aún no sabía nada de todo esto. Lo único que yo sabía era lo mal que lo estábamos pasando y el miedo que teníamos, y me preguntaba qué habría sido de nosotros si no nos mandaran comida de vez en cuando, porque con la cartilla no nos llegaba para nada. Y todo eso nos pasaba por ser la familia de un rojo.

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