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No puedo decir que la República cambiara mucho nuestras vidas. Aunque sí es cierto que desde aquel día mi padre empezó a recibir más visitas que antes. Venían por casa unos señores muy bien vestidos a los que yo no había visto nunca, y se encerraban en el despacho para hablar y fumar puros. En esas reuniones participaba también el tío David, que era el hermano mayor y socio de mi padre. Y el tío Arturo, el médico que me operó de anginas, que no era hermano de mi padre, sino primo, aunque quienes no los conocían los tomaban siempre por hermanos de tanto que se parecían. Ahora el tío Arturo se había convertido en un hombre importante. Recorría los pueblos en un coche muy grande, con chófer y escolta, para explicarle a la gente lo que era la República, y lo que era votar y a quién tenían que votar, y se rumoreaba que lo iban a nombrar gobernador civil. El caso es que el despacho de mi padre se había convertido en un lugar de reunión, que él parecía más ocupado y nervioso con aquello de la República y que cada vez tenía menos tiempo para mí.

Yo pasaba mucho rato en el cuarto de mi abuela viéndola hacer ganchillo, y alguna vez le pregunté qué le parecía todo aquel lío. Pero ella casi nunca me contestaba. Todo lo más dejaba la aguja quieta unos instantes y me miraba con una cara muy triste. Y después suspiraba y seguía tejiendo. Aunque una vez sí que contestó. Dijo algo así como que le preocupaba que su hijo se mezclara en política, porque iban a pasar cosas muy malas, y que si mi padre seguía metiéndose en camisa de 11 varas todos íbamos a sufrir las consecuencias. Y recuerdo que su voz sonaba lejana, como si me estuviera hablando desde el otro extremo de un corredor muy largo y oscuro.

Al final resultó que de todo aquello de las iglesias quemadas y de las palizas a los curas y a las monjas nada de nada. Precisamente mi padre tenía un hermano sacerdote, el tío Eliecer, que era párroco en Cartagena. Me acuerdo que el tío vino a vernos el verano del año que entró la República y yo tenía miedo por si se nos presentaba sin dientes o con un ojo morado. Pero me tranquilicé al verlo aparecer tan campante. Tampoco a las madres dominicas de mi colegio debió de pasarles nada, porque las clases siguieron igual que siempre y no se volvió a hablar de rojos ni de anarquistas. «Entonces, ¿lo de las iglesias quemadas era mentira?», me atreví a preguntarle un día a mi padre. Él me miró muy serio y me dijo que las niñas no debíamos preocuparnos por esas cosas, con lo que yo me olí que algo de verdad sí que habría en el asunto. Pero esas barbaridades ocurrieron en otros sitios, porque nosotros seguimos yendo a misa en la parroquia de San Juan todos los domingos sin notar nada raro. Y al año siguiente, en mayo, yo tomé la primera comunión, y recuerdo que la iglesia estaba preciosa y que olía a incienso y a flores.

Lo que sí ardió por aquellos días fue el negocio de mi padre y de sus hermanos. Tenían un almacén de paquetería, un local muy hermoso en pleno centro lleno de cajas que contenían botones, cintas, puntillas y bobinas de hilo. A mí me gustaba mucho ir allí para enredar entre las muestras, y me admiraba de que pudiera haber tantos tipos diferentes de botones, tal cantidad de formas y colores y tamaños. A veces me entretenía imaginando a qué tipo de persona correspondería cada uno de ellos: «Éste acabará en el vestido de una señorita joven y guapa», «Éste, en el chaleco de un señor gordo con muy mal genio que fuma en pipa», «Éste, en la guerrera de un militar». Otras veces me dedicaba a formar arco iris o banderas con los carretes de hilo, o me colgaba las puntillas como si fueran velos y me imaginaba que era una novia o que estaba tomando otra vez la primera comunión. El almacén tenía también un patio grande en el que entraban los carros con la mercancía, y a mí me gustaba asomarme para ver las mulas y para oír las conversaciones de los carreteros mientras descargaban, aunque mi padre se enfadaba cuando me encontraba allí, porque aquellos hombres soltaban unos tacos y unas barbaridades gordísimas, y mi padre decía que esas cosas no las debía oír una niña como yo. El encargado del almacén era mi tío David, el mayor de los hermanos. Mi padre, que era el que lo seguía, se ocupaba de la contabilidad. Y el tío Amador, el pequeño, era el que llevaba los muestrarios a las tiendas y viajaba a los pueblos, acompañado por el tío Antonio, que no era hermano de mi padre, sino de mi madre. (Sí, ya sé que todo esto es un lío, pero soy totalmente incapaz de recordar aquellos días sin verme rodeada de tíos, primos y familiares. Aquellos eran otros tiempos.)

El caso es que una noche de verano, muy tarde, cuando ya estábamos todos en la cama, vinieron a avisarnos de que se había prendido fuego en el almacén. Todos nos levantamos muy asustados. Mi hermano Gabriel y yo nos agarramos de la mano mientras veíamos a mi padre salir a toda prisa, abotonándose la camisa por las escaleras y olvidándose de llevarse el sombrero. Mi hermano Paco, que ya había nacido aunque era todavía muy pequeño, lloraba en brazos de mi madre. También mi madre lloraba, y al final acabamos llorando todos.

No pude conciliar el sueño hasta que mi padre regresó. Ya había amanecido, y mi madre le dijo a la muchacha que le preparara café. «Se ha perdido todo», oí a mi padre lamentarse con una voz que no parecía la suya. Y no estaba exagerando, porque al día siguiente fuimos con mi madre a ver lo que había quedado del almacén y allí no había nada, sólo cuatro paredes renegridas y muchos escombros. Me dio tanta pena que prometí en voz alta matar al culpable con un cuchillo y pedí que me dijeran quién lo había hecho. Pero mi madre me contestó que no había ningún culpable, que había sido un accidente, y que hiciera el favor de no decir tonterías.

Con el incendio del almacén, la sociedad de mi padre y sus hermanos se deshizo, y cada cual empezó a ganarse la vida por su cuenta, aunque casi todos ellos siguieron dedicados al comercio y las representaciones. Mi padre tomó varias casas. Llevaba muestrarios de calcetines, de droguería y medicamentos, y de material para dentistas (recuerdo ver por casa unos estuches negros llenos de dientes postizos que a mis hermanos y a mí nos daban mucha risa y un poco de asco). Se hizo además corredor de seguros. Vendía pólizas de incendio y de accidente, aunque estas últimas las dejó pronto, porque mi padre recibía a los asegurados en nuestra casa y aquello acabó convirtiéndose en un problema. Muchas veces, al volver del colegio, encontrábamos a hombres extraños esperando a mi padre en el recibidor: éste con el ojo tapado con un apósito, aquél con un brazo en cabestrillo, o con la cabeza liada en vendas igual que un faquir del circo. Todos venían avasallando y con mucha prisa por cobrar, y eso ponía de muy mal humor a mi madre, que no estaba dispuesta a aguantar malos modos en su propia casa, de manera que acabó por convencer a mi padre de que lo dejara.

Siempre que pienso en mi padre lo recuerdo trabajando en su despacho, en medio de una montaña de papeles y libros de contabilidad, o cargado con las maletas de los muestrarios, sin tiempo apenas de parar en casa a mediodía, tragando la comida de dos bocados y corriendo otra vez a la calle para ocuparse de los mil asuntos que debía atender. Fueron días difíciles y apenas le quedaba tiempo para dedicárnoslo a mis hermanos y a mí. Pero nos sacó a todos adelante. Así era mi padre.

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