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La guerra duró dos años y medio y a la vez duró una eternidad. O al menos ésa era la sensación que yo tenía, quizá porque era aún una cría y es sabido que para los niños el tiempo pasa despacio. Sí, fueron sólo dos años y medio. Y sin embargo, cuando me quedo a solas y repaso lo que ha sido mi vida, me doy cuenta de que la inmensa mayoría de mis recuerdos son de aquellos días, como si la guerra me hubiera arrebatado todo lo demás. Y lo que me viene siempre a la memoria es una sucesión de cosas oscuras: la oscuridad del pan negro, la oscuridad de las calles cuando las farolas se apagaban por miedo a los ataques aéreos, la oscuridad del sótano de mi tío Antonio aquella noche en que las bombas estuvieron cayendo hasta la madrugada, la oscuridad que crecía en los rostros y en los corazones.

Muchas veces, durante aquellos primeros meses del año 39, yo pensaba en mi mala suerte al haberme tocado crecer en el peor de los tiempos, en un país que agonizaba de aquella manera dolorosa y atroz. «¿Qué va a ser de nosotros? -me preguntaba, mientras el ejército de Franco estrechaba el cerco-. ¿Va a parecerse nuestra vida en algo a la de antes?». Pero, por mucho que intentara mirar hacia el futuro, lo único que veía ante mí era un largo y negro túnel sin la menor insinuación de luz al otro extremo.

De momento nos estaban dejando en paz. Parecía que con la marcha de las Brigadas Internacionales nuestra ciudad hubiera quedado sepultada en el olvido. Por aquellos días la mayoría de las autoridades y políticos se había ido, y la guarnición militar había huido dejando la ciudad abierta a la ocupación de las tropas nacionales. Podría decirse que nadie mandaba allí, que nos había dejado solos, abandonados a nuestra suerte. Pero no por eso se veía desorden en las calles. La gente se quedaba en sus casas y esperaba, y supongo que lo que en nuestra familia era miedo en otras era impaciencia. De momento, durante aquellos días en que la ciudad no fue de nadie, las calles se veían tan desiertas como al principio de la guerra, durante la «Semana Fascista». «Es curioso -recuerdo haber pensado- cómo los principios pueden parecerse tanto a los finales».

El tío Arturo vino una tarde de mediados de marzo para ver a mi padre. Tenía los ojos enrojecidos, como si llevara noches enteras sin dormir, y nunca antes lo habíamos visto tan trastornado como aquel día. Mi padre y él se encerraron para hablar en el despacho. Al principio parecían calmados, pero después sus voces subieron de volumen y ambos empezaron a gritar como si estuvieran peleándose. Mis hermanos jugaban en el corral. Mientras tanto, mi madre y yo esperábamos juntas en la cocina muertas de preocupación. Allí estuvimos lo que nos parecieron horas, hasta que el tío salió del despacho como una tromba y vino a buscarnos.

– Escuchadme las dos -nos dijo muy agitado, casi sin aliento-. He intentado convencer a Eloy de que tiene que venir conmigo. Mi chófer nos llevará hasta Alicante, donde hay un barco a punto de zarpar rumbo a Argel. Desde allí será fácil llegar a México. El Gobierno mexicano está acogiendo a muchos exiliados de la República. Tenemos que irnos. Aquí ya todo está perdido y corremos un riesgo enorme.

Mi madre miraba al tío con ojos desorbitados y abría y cerraba la boca sin acertar a decir nada. Yo sólo podía pensar que no quería que mi padre nos dejara. Entonces apareció él por la puerta. Parecía tranquilo, aunque su semblante tenía una expresión muy triste.

– Yo no me voy, Arturo -dijo al entrar-. No soy un delincuente ni tengo motivos para huir. Y es mi última palabra.

– Ya lo habéis oído -dijo el tío Arturo con gesto desesperado-. El muy cabezota piensa que los fascistas lo van a dejar en paz. Eloy, por lo que más quieras, ya te he hablado de la Ley de Responsabilidades Políticas… -entonces se volvió otra vez hacia nosotras-: Franco ha hecho una ley para perseguir a todos los que hemos pertenecido al Frente Popular. Ejecución o cárcel. Es lo único que nos espera aquí.

Mi madre lloraba en silencio y se cubría la cara con las palmas de las manos. Ya no quería escuchar.

Mi padre se sentó junto a ella y empezó a acariciarle el pelo.

– Puede que corra algún peligro -dijo-. Pero yo, al fin y al cabo, no he robado ni he matado a nadie, ni tampoco he hecho nada por lo que me puedan juzgar. Lo he hablado con mi hermano David, y él también va a quedarse. Además, no pienso dejar aquí a mi familia.

– Por favor, Eloy -dijo el tío resoplando-. Mandaremos a buscar a nuestras familias cuando nos hayamos establecido allí. Y no esperes que los fascistas vayan a perdonarte. La represión ha sido terrible y lo seguirá siendo durante mucho tiempo. Además, puede que el exilio sea sólo temporal. Todo el mundo dice que está a punto de estallar una guerra en Europa. Alemania e Italia tienen los días contados, y el régimen de Franco caerá con ellas. Vámonos, Eloy, no puedo esperarte más.

Los dos se miraron en silencio durante unos segundos que nos parecieron horas, hasta que por fin mi padre apretó los labios y negó firmemente con la cabeza. Yo habría querido decirle que se fuera, que se pusiera a salvo y que ya nos apañaríamos. Pero fui una egoísta y guardé silencio, porque me daba mucho miedo que nos dejara solos. Al tío Arturo le relucían los ojos. «Adiós», nos dijo. Y su despedida sonó como una disculpa. Entonces los dos hombres se pusieron de pie y se abrazaron. Después el tío nos dio un beso a mi madre y a mí, y se marchó. Al cabo de unas semanas supimos que había conseguido llegar a México sano y salvo. Nunca lo volvimos a ver.

Aunque la decisión de mi padre era firme y él no tenía la menor intención de exiliarse, entre todos nos las apañamos para convencerlo de que no era prudente que estuviera en casa cuando los nacionales entraran en la ciudad. Costó mucho trabajo, porque él seguía insistiendo en que no había hecho nada para salir huyendo como un criminal. Pero al fin accedió a los ruegos de mi madre y del resto de la familia, y una mañana de principios de marzo guardó algo de ropa en una maleta y se marchó a casa de unos parientes que vivían en una aldea. «Volveré cuando las cosas se calmen -nos prometió-. Y no os preocupéis, que no va a pasarme nada»…

El día 28 cayó Madrid sin lucha. El día 29, a media mañana, empezamos a oír un gran clamor en la calle. A escondidas de mi madre, me asomé por las ventanas del comedor para echar un vistazo. Pasaban muchas camionetas cargadas de soldados nacionales, entre los que había también moros e italianos. Los soldados gritaban, cantaban y agitaban banderas que ya no eran de tres colores, sino sólo amarillas y rojas, como las que había cuando estaba el rey. Aquellos soldados no se diferenciaban en nada de los de la República, y a mí, acostumbrada como estaba a ver pasar militares por la calle, apenas me dieron miedo. Lo que sí me asustó fue ver la enorme cantidad de gente que los recibía y aclamaba. Algunos de ellos eran nuestros vecinos, a quienes yo conocía muy bien. Los mismos que pocas semanas antes levantaban el puño al paso de los brigadistas y cantaban La Internacional, saludaban ahora al ejército de Franco con el brazo en alto. Aquello me entristeció, pero también me llenó de preocupación, pues pensé que a partir de entonces no podríamos fiarnos de nadie.

Ese mismo día, mientras mi madre y su hermana murmuraban rosarios en la cocina, me encontré a mi abuela María caminando por el pasillo en dirección a la puerta. La pobre estaba ya tan transparente y desvanecida que apenas era visible, y yo me avergoncé al pensar lo poco que había ido a visitarla en los últimos tiempos.

– Pero ¿qué hace usted aquí, abuela? -le pregunté muy sorprendida, pues ella nunca salía de su habitación.

– Me voy, Maruja -me contestó sin detenerse.

Caminaba hacia la puerta de la calle muy despacio, con pasitos cortos y silenciosos.

– Y ¿adonde va usted a ir? -le dije no muy segura de querer escuchar su respuesta-. Pero si ni siquiera ha terminado su labor de ganchillo.

Entonces ella se detuvo y se volvió hacia mí. La miré y me pareció que la veía a través de una espesa niebla. La expresión de su rostro era de una tristeza enorme.

– Me voy antes de que me echen -insistió-. Además, aquí ya hay demasiados muertos.

Las palabras de mi abuela me dejaron muda y no supe qué contestarle, de modo que fue ella la que habló:

– Sabes que van a pasar cosas muy malas, ¿verdad? -me dijo.

Yo asentí notando que se me formaba un nudo en la garganta.

– Sé fuerte. Y ayuda a tu madre. Vendrán tiempos mejores.

Y entonces volvió a girarse y se alejó despacio, fundiéndose poco a poco con la penumbra del pasillo. Mi hermana Angelita pasó mucho tiempo llorando cuando fue a la habitación del fondo de la casa y descubrió que su «yaya» secreta se había ido.

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