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Desde el día aquel de la riña entre los obreros y los falangistas, yo cada vez veía a mi padre más abatido. A veces hablaba con mi madre cuando pensaba que nadie los oía, y siempre repetía que las cosas iban de mal en peor, que los de Madrid eran una pandilla de sinvergüenzas y que entre todos se iban a cargar la República que tanto había costado conseguir. Hablaba muy mal del presidente Lerroux y de los «meapilas de la CEDA», y decía que ya era hora de que Azaña fuera haciendo algo. Yo sabía que el señor «Hazaña» (así pensaba yo que se escribía, con h, como me habían enseñado en el colegio) era el jefe nacional de Izquierda Republicana, el partido al que pertenecían mi padre y mi tío David, y del que el tío Arturo era jefe provincial. Le había oído contar a mi padre que aquel hombre había trabajado mucho para que España saliera de su atraso, para que no hubiera tanta gente analfabeta y todos pudieran ganarse la vida. «Pero no le dejan -decía mi padre siempre con un suspiro-, porque a los caciques les conviene que las cosas sigan como están». Y mi madre, a quien no le gustaba que se hablara de política en casa, y menos delante de nosotros, torcía el gesto y decía aquello de la «ropa tendida» que tanta rabia me daba.

Por su apellido, yo a «Hazaña» me lo imaginaba como un hombre alto y fuerte, una especie de héroe invencible como el Cid o como don Juan de Austria. De todos modos, no debía de ser para tanto cuando habían conseguido echarlo de presidente. Aunque ahora parecía que iba a volver, porque se había puesto de acuerdo con los jefes de otros partidos para ganar las elecciones y echar del Gobierno a Lerroux y a la CEDA. Se llamaban «el Frente Popular», y yo estaba segura de que no podían perder si «Hazaña» estaba con ellos. Sin embargo, mi padre no estaba tan convencido de que aquello del Frente Popular fuera la mejor solución para arreglar los problemas, y siempre decía que lo que habían inventado era un tótum revolútum del que no podía salir nada bueno.

Así las cosas, se iba acercando la fecha de aquellas elecciones tan sonadas, que iban a celebrarse un domingo del mes de febrero. Por aquellos días la ciudad estaba muy agitada. En los cines ya no hacían películas, sólo actos políticos, y no había manera de salir a la calle sin toparse con una manifestación. Los chavales que vendían periódicos se desgañitaban por las esquinas, porque todo el mundo quería saber qué estaba pasando en las grandes ciudades. La gente estaba nerviosa y cada dos por tres había altercados en la calle. Era como si todos se estuvieran volviendo locos, sobre todo los falangistas, que andaban metidos en todos los fregados. Pero había otros que tampoco se quedaban mancos, como los anarquistas de la FAI y la CNT que tanto miedo les daban a las monjas de mi colegio, y también los comunistas, que eran otros distintos, aunque se los llamara a todos «rojos» para abreviar.

Me acuerdo que un día, cuando andaba yo con mi madre por la calle Mayor, estalló una reyerta y casi nos pilla a las dos en medio. Pasamos mucho miedo viendo a aquellos hombres tan grandes pegarse como si fueran chiquillos en el patio de un colegio. Y menos mal que vino la policía y los separó, aunque antes tuvieron que llevarse detenidos a unos cuantos que no querían dejar de atizarse. Yo no entendía los motivos de aquellos hombres, que a buen seguro tendrían mujer e hijos, para odiarse de esa manera. Y tampoco mi madre entendía nada, porque recuerdo que de regreso a casa no paraba de llorar y lamentarse: «Sinvergüenzas, que son todos unos sinvergüenzas -decía-. Y entre todos nos van a llevar a la ruina».

Pero mi recuerdo más nítido de aquel invierno es el de un acto de Izquierda Republicana que se celebró en la plaza de toros. Iba a hablar el tío Arturo, y después el mismísimo «Hazaña», que había venido a propósito desde Madrid para contarnos lo que iba a hacer cuando ganara las elecciones. Yo estaba muy nerviosa y muy contenta con aquello de conocer a «Hazaña», y me puse mi mejor vestido, aunque apenas lo pude lucir debajo del grueso abrigo que mi madre me hizo ponerme por el frío. «No sé qué pintan dos criaturas en ese fregado -me acuerdo de oírla refunfuñar-. Sobre todo la niña». Pero mi padre se había empeñado en llevarnos, porque decía que sería bueno para nuestra educación, y a la educación tenían el mismo derecho los chicos que las chicas, y eso a mí me parecía muy bien. De modo que a eso de las cuatro salíamos a la calle agarrados los dos de la mano de mi padre, mientras oíamos berrear a mi hermano Paco, que se había quedado en casa porque mi madre había dicho que era muy malo y que podía hacer cualquier trastada si nos lo llevábamos.

Cuando llegamos, encontramos la plaza tan llena como si fuera a torear Juan Belmonte, aunque se había retirado el año anterior. Había banderas de la República por todas partes, y muchas pancartas, y todo el mundo batía palmas y coreaba las piezas que tocaba la banda de música.

Por fin se hizo el silencio y se asomó a la tribuna el primer orador, que no era otro que mi tío Arturo. Iba muy elegante y habló muy bien. La gente lo escuchó con mucha atención, y yo me sentí muy orgullosa de que aquel señor tan importante fuera primo de mi padre. Después hablaron los candidatos para las elecciones, un señor que se llamaba José Prat y otros de los que ya no me acuerdo, contando lo que iban a hacer en las Cortes si los votaban. Y después se notó mucha expectación y tocaron el himno de Riego, porque iba a subir Azaña a la tribuna. Yo entonces ya había notado que en las pancartas decía «Azaña», sin la h, y me hacía cruces de la cantidad de gente sin cultura que había. Con razón se decía que había que construir tantas escuelas nuevas. Entonces apareció él, y de repente supe que la que se equivocaba era yo y que aquel hombre no podía llamarse «Hazaña», porque no había en él nada de heroico. Era un señor mayor y calvo, con unos anteojos muy gruesos y pinta de maestro de escuela. Pero entonces empezó a hablar y se me olvidó por completo su aspecto, porque lo que dijo fue muy hermoso, y las palabras que empleó, las más bonitas que yo había oído nunca. Habló de una España nueva, y de la libertad, y del progreso, y de otras muchas cosas que apenas entendí, pero que sonaron igual de bien, y era muy emocionante estar allí entre aquella multitud, oyendo a Azaña (ya no me importaba que fuera sin h hablar de aquel futuro que íbamos a construir entre todos, y aplaudir, y gritar, y sentirme parte de algo mucho más grande que yo. Hubo momentos en que me asomaron lágrimas a los ojos y pensé que iba a ponerme a llorar como una niña pequeña. Pero entonces miré a mi padre y vi que él también aplaudía y gritaba, y que también él tenía los ojos húmedos. Creo que nunca me he sentido tan cerca de mi padre como aquel día en que me llevó con mi hermano a aquel acto de Izquierda Republicana.

Cuando acabaron los discursos, mi padre quiso que fuéramos a saludar a Azaña, a quien rodeaba muchísima gente que quería felicitarlo. Creí que nunca podríamos acercarnos, pero entonces el tío Arturo nos vio y les ordenó a los guardias que nos abrieran un pasillo.

– Don Manuel -dijo el tío Arturo-, permítame que le presente a un hombre de una pieza, mi primo Eloy Cebrián. La muchacha y el niño que lo acompañan son sus hijos mayores.

Azaña nos sonrió y estrechó con fuerza la mano de mi padre, que estaba tan emocionado que no fue capaz de decir palabra. Después le dio a mi hermano Gabriel una palmadita en la cara. Creí que luego me daría otra a mí, pero en lugar de eso me dio la mano, y dijo: «Encantado, señorita». Yo pensé que me moría de alegría al ver que alguien tan importante me trataba como a una persona mayor, pero aún tuve presencia de ánimo para decir con un hilo de voz: «El gusto es mío, don Manuel». Después, aunque encarnada de vergüenza, lo miré a la cara. Me pareció un hombre muy triste y muy solo.

A los pocos días se celebraron las elecciones. Tal y como yo esperaba, ganó el Frente Popular y Azaña volvió a ser presidente. Al principio todos estábamos muy contentos, casi tanto como cinco años antes, el día que entró la República. Pensábamos que las cosas iban a cambiar por fin. Y lo hicieron, aunque para peor. Cada día había una nueva huelga, y era muy difícil salir a la calle sin toparse con un altercado o una manifestación. Parecía que los falangistas se hubieran multiplicado, porque se veían camisas azules por todas partes y campaban por sus respetos sin que casi nadie se atreviera a chistarlos. Sólo los otros, los rojos, los plantaban cara. Ahora ya no peleaban con los puños. Mucha gente llevaba pistola, y nadie salía de su casa por las noches, porque entonces era cuando pasaban las cosas más terribles. Aunque no fue de noche, sino en pleno día, cuando a mi tío Arturo le pegaron dos tiros en medio de la calle. Por suerte las balas apenas lo rozaron, pero el que había disparado se fue tan campante y nadie hizo nada por pararlo. Menos suerte tuvo el señor Calvo Sotelo, un político muy importante de Madrid al que sacaron de su casa para acribillarlo a tiros. A mi padre se le veía cada vez más preocupado y de peor humor; mi madre y mi tía Rosario rezaban sin parar y hacían novenas, y le ponían velas a todos los santos. En la habitación del fondo de la casa, cada día brillaba menos el sol a través de la ventana.

– ¿Qué está pasando, abuela?

– Ya se acerca, querida, ya se acerca.

Era el mes de julio de 1936. El calor estaba siendo muy fuerte aquel verano. Por eso me extrañó notar aquella ráfaga de aire frío de repente.

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