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Casi me muero del susto el día que apareció en casa mi tío Eliecer, ese hermano de mi padre que era sacerdote. Aunque el tío vivía en Cartagena, venía a vernos muy a menudo. Pero llevábamos ya semanas sin tener noticias suyas, y con todas las atrocidades que se habían cometido los primeros días de la guerra podíamos imaginarnos lo peor. Mi padre había movido todas sus influencias para localizarlo, y nada, como si se lo hubiera tragado la tierra. Hasta que un buen día, cuando menos lo esperábamos, llamaron a la puerta y resultó que era él. O, mejor dicho, no lo era.

Yo aún no había escarmentado después de lo que me pasó el día que vinieron a detener al tío Arturo, y fui sola a abrir la puerta. Y allí me encontré a un hombre alto y muy delgado que me miraba con cara triste. Iba vestido con un traje de pana y una gorra, y llevaba en la mano una vieja maleta atada con cuerdas. El hombre se quedó allí plantado sin decir nada, y yo me asusté mucho porque pensé que sería un mendigo o un ladrón. Intenté cerrar la puerta a toda prisa, pero él me lo impidió sujetándola con la mano. «¡Mi padre está en casa! -mentí-, ¡Váyase, que tenemos una escopeta!». Él me miró fijamente y me preparé para lo peor, cuando de pronto vi que se echaba a reír. «Pero Maruja -dijo-, ¿es que no me conoces? Si soy tu tío».

Yo nunca había visto a mi tío Eliecer sin su sotana y su sombrero, y menos aún con barba de tres días. También mi padre se le quedó mirando boquiabierto cuando llegó, aunque enseguida lo reconoció y corrió a darle un abrazo.

El tío nos contó que en Cartagena se habían hecho también muchas barbaridades, y que él había tenido que esconderse en casa de unos feligreses por miedo a que se lo llevaran preso o lo fusilaran. «Pero no quería pasar más tiempo comprometiendo a esa familia, así que cuando me pareció que las cosas se habían calmado un poco, pedí prestada esta ropa que llevo y tomé el tren para venir aquí con vosotros».

La cuestión era qué podíamos hacer con el tío, porque en nuestra ciudad, con sotana o sin sotana, lo iba a reconocer mucha gente. Al final, mi padre decidió que lo mejor sería que no se dejara ver, y se le ocurrió que podíamos subirle una cama y unos muebles a la cámara para que estuviera allí escondido en espera de que todo se calmara.

En mi casa había un corral muy grande con una higuera en el centro, y al otro lado estaba la escalera por la que se subía a la cámara, que quedaba aislada del resto de la casa. El lugar estaba lleno de trastos viejos y polvo, de modo que mi madre, la muchacha y yo tuvimos que emplear la tarde entera para adecentarlo un poco. Después mi padre y mi tío subieron una cama, una mesa y un par de sillas. Y allí se quedó mi tío el cura, que vestido de paisano tenía la misma pinta que tiene todo el mundo.

Los primeros días no salía nunca de su escondite, íbamos nosotros a verlo, a llevarle la comida y a hacerle un poco de compañía. Después, cuando vio que pasaba el tiempo y nadie venía a llevárselo, el tío tomó más confianza y empezó a salir al corral para estirar las piernas y tomar un poco el aire. Por último perdió el miedo del todo, y subía a casa para comer con el resto de la familia. Y los domingos decía misa en el comedor, de espaldas a nosotros. El aparador grande le servía de altar, con un gran crucifijo que mi padre tenía escondido en un baúl y el mantel bordado del ajuar de mi madre. Mi hermano Gabriel aprendió a ayudar en la misa. Mi hermano Paco también quería hacer de monaguillo, pero mi padre no le dejó, porque dijo que era un crío malísimo y que más valía «no tentar al diablo».

Debió de correr pronto la voz de que teníamos al tío escondido, pues empezó a recibir visitas. Venían a verlo parientes y amigos de la juventud. Incluso empezaron a frecuentar la casa otros curas. O al menos yo creo que eran curas, aunque venían vestidos de paisano. Pero tenían un aire asustado que los delataba enseguida, y eso por no mencionar su forma de hablar o de moverse. Llegaban a reunirse hasta 10 curas de paisano en nuestra cámara, y allí se quedaban toda la tarde haciendo tertulia y bebiendo copitas de mistela. «Ay, Señor -decía mi madre cada vez más preocupada-, con tanto visiteo parece que hayamos puesto un casino para curas. Cualquier día aparecen los milicianos y nos dan un susto». Pero mi padre se reía de su miedo y le decía que no se preocupara.

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