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Ese verano fuimos al pueblo de mi madre, donde pasamos las últimas vacaciones como Dios manda que íbamos a tener en muchos años. Más que un pueblo, La Higuera era una pequeña aldea donde no vivirían más de una docena de familias. Pero mi madre tenía allí algunas tierras, y también una pequeña era que ella cedía a los labradores para que pudieran trillar y aventar su grano. Y por aquello de ser hijos de los dueños, nosotros nos sentíamos auténticos señoritos. Todas las mañanas nos plantábamos allí para subirnos al trillo y azuzar la muía. «¡Arre! ¡Más deprisa!», gritábamos mientras dábamos vueltas y vueltas en torno a la era y las cuchillas de pedernal del trillo separaban el grano de la paja bajo nuestros pies. Nos reíamos como locos, y aquella buena gente nos miraba con expresión amable, aunque supongo que estaban más que hartos de vernos aparecer cada día para distraerlos de sus labores. Por la tarde se cargaban los costales llenos de trigo en las galeras, que eran unos carros enormes y raros, con las ruedas traseras mucho más grandes que las delanteras. Subidos allí, en lo más alto, nos sentíamos los reyes del mundo.

La bola del sol se ocultaba poco a poco y parecía incendiar los campos recién segados, y nosotros volvíamos al pueblo adormecidos por el traqueteo de la galera, sucios de tierra y riendo a carcajadas cada vez que el polvillo del trigo nos hacia estornudar.

Por la noche, después de la cena, salíamos a la calle a disfrutar del fresco sentados en un poyo que había bajo un emparrado. Y allí nos quedábamos hasta muy tarde, porque era verano y nadie se acordaba de decirnos que teníamos que ir a la cama, como si el tiempo y los relojes hubieran dejado de existir. Mi madre mecía a ¡a nena en sus brazos, aunque Angelita estaba ya muy espabilada y no quería dormirse tampoco, sino que prefería mirarlo todo con asombro y señalar con sus deditos para que le dijéramos el nombre de las cosas. Por entonces ya no se parecía nada a cuando nació. Estaba monísima, y hasta mis hermanos se habían reconciliado con ella y la hacían gracias para que se riera. Sentados allí, bajo las estrellas, pasábamos las horas muertas, tomando el fresco, contando chistes o escuchando embobados a nuestro padre, que sabía contar las historias más truculentas y apasionantes que he oído jamás: relatos sobre heroicos bandoleros que caían acribillados por las balas de la Guardia Civil, o sobre el Sacamantecas, un criminal célebre que se dedicaba a raptar niños y rajarlos y arrancarles las entrañas, con las que hacía cataplasmas para aliviar la tisis de su madre. Pero las noches que más disfrutábamos eran cuando mi padre sacaba a la calle el gramófono. Poníamos discos de Estrellita Castro y Concha Piquer, o de Carlos Gardel, que le cantaba a su Buenos Aires querido con una voz que sonaba remota y algo desafinada a través de la bocina del viejo gramófono. Recuerdo que nos turnábamos para darle a la manivela, y que cada dos por tres había que cambiar la aguja, porque los discos se rayaban o empezaban a sonar como una sartén llena de patatas fritas. Pero lo mejor era cuando mi padre ponía sus discos de paso-dobles, que guardaba como oro en paño, y la gente empezaba a acudir desde las casas cercanas. Se traían sus sillas y sus botijos llenos de agua con un chorrito de anís, de los que los niños podíamos beber hasta acabar achispados, y empezaban a bailar en plena calle, en torno al gramófono, como si aquello fuera una verbena. Nos hacía mucha gracia cuando algún mozo sacaba a bailar a la tía Rosario, la hermana de mi madre, que estaba soltera. Y a veces mi padre sacaba a bailar a mi madre, y yo sostenía a la nena en brazos mientras los veía dar vueltas y reír.

Creo que nunca habíamos sido tan felices como entonces, y desde luego no volveríamos a serlo. Sin embargo, no puedo acordarme de aquel verano sin ponerme triste, a lo mejor porque no es posible recordar sin dolor todas esas cosas que acabaron para siempre.

Cuando volvimos a la ciudad ya era septiembre y estaba a punto de empezar la Feria. Aquéllos fueron también días alegres, como si la gente supiera lo que estaba a punto de pasar y quisiera divertirse más que nunca. Mi padre nos dio dinero para comprar pipas y camarones, y para entrar a la caseta de la mujer decapitada, que a mí me dio mucho miedo, aunque mi hermano Paco se empeñó en que aquello era un timo y quiso que le devolvieran los dos reales que había pagado. Entramos también en la Casa de la Risa para vernos reflejados en esos espejos que igual te hacían larguirucho o te mostraban gordísimo, vimos el teatro de títeres, y fuimos a ver las carreras de ratones y de caracoles, en las que los hombres apostaban como si aquellos bichejos fueran galgos. Yo estaba muy contenta porque me encontré a muchas de mis amigas del colegio, a quienes no veía desde que acabó el curso, y pude hablar con ellas de lo que habíamos hecho aquel verano y presumir de mi nuevo vestido, que tenía manguitas de farol y una falda hueca y plisada.

Pero recuerdo que hacia el final de la Feria pasó algo que lo estropeó todo. Fue una tarde que nuestros padres nos habían convidado a tomar un helado en una terraza. Justo en la mesa de al lado había un grupo de muchachos vestidos con camisas azules. Sobre el pecho llevaban bordado un escudo rojo con un yugo y un haz de flechas. Yo sabía por qué iban vestidos así. Eran falangistas, del partido de José Antonio Primo de Rivera, un hombre joven con pinta de señorito que salía mucho en las revistas ilustradas. Pero mi padre siempre repetía que no eran más que una banda de gamberros y maleantes, y los llamaba «fascistas», una palabra que yo entonces no entendía, aunque algo muy malo tenía que ser a juzgar por el desprecio con que mi padre la decía. Los muchachos de la mesa de al lado bebían coñac y armaban mucho alboroto. Mi padre frunció el ceño y nos dijo por lo bajo que ni siquiera los miráramos, aunque yo no podía evitar hacerlo, porque acababa de darme cuenta de que uno de ellos era Paquito, el hermano mayor de las gemelas Torres. Procuraba, eso sí, mirarlo de reojo para que mi padre no se diera cuenta, pero Paquito me vio y me saludó con la mano. Con aquella camisa azul remangada y cruzada de correajes, estaba más guapo de lo que lo había visto nunca, y yo me puse colorada y pensé que me iba a morir de vergüenza.

Entonces acertó a pasar por allí una pequeña manifestación, algo que por aquellos días se había vuelto de lo más normal. Esta vez eran obreros de una fábrica que estaban protestando por algo que no recuerdo. Llevaban una pancarta en la que habían pintado una hoz y un martillo, y casi todos se habían anudado pañuelos rojos alrededor del cuello. Pues bien, fue verlos los falangistas de la mesa de al lado y empezar a gritar y a abuchearlos: «¡Hijos de la Pasionaria! -les decían-. ¡Iros a Moscú!». Los llamaron también «rojos de mierda» y otras barbaridades gordísimas que yo nunca me atrevería a repetir. Los de la manifestación hicieron como que no los oían, pero entonces uno de los falangistas, precisamente Paquito, se levantó y lanzó su copa hacia el grupo de obreros que se alejaba, con tanta puntería que fue a acertarle a uno de los hombres que iban al final. El hombre se llevó la mano a la cabeza y se giró, y después, encarándose con los falangistas, les gritó: «¡Fascistas!». «¡Y a mucha honra!», contestó uno de ellos, y eso que yo creía que lo de «fascista» era un insulto muy grande. El caso es que todos ellos se pusieron de pie, extendieron el brazo derecho y empezaron a cantar el Cara al sol, que era el himno de los falangistas. A los obreros no debió de gustarles la canción, porque tan pronto como la oyeron un grupo de ellos se acercó hacia la mesa de los falangistas con cara de pocos amigos. Allí iba a armarse una gorda, y nosotros seguíamos en la mesa de al lado con nuestros helados sin terminar. Mi madre llevaba ya un rato tirándole a mi padre de la manga y susurrándole: «Ay Dios mío, Eloy, vámonos de aquí, por lo que más quieras». Pero mi padre no parecía tener intención de marcharse, porque observaba la escena con cara de estar más enfadado cada minuto. De pronto, cuando los obreros estaban ya casi encima de los falangistas y éstos se preparaban para empezar a repartir puñetazos, vimos asombrados que mi padre se ponía de pie para interponerse entre los dos grupos. «Disculpen ustedes a estos muchachos -les dijo a los obreros-, que llevan unas copas de más y no saben lo que hacen». Los falangistas estaban tan asombrados que no acertaban a abrir la boca. Justo cuando parecía que iban a reaccionar, mi padre se volvió hacia ellos y le dijo a Paquito: «¿No te da vergüenza? Estos hombres no os han hecho nada. Llévate a tus amigotes de aquí o ahora mismo me voy a hablar con don Ramón». Don Ramón era el padre de Paquito, el notario, a quien el mío conocía un poco porque éramos prácticamente vecinos. Mi padre había hablado como quien le riñe a un niño. Paquito resoplaba con la cara colorada de rabia, y yo llegué a temer que fuera a levantarle la mano. Otro de los falangistas, un tipo muy alto con cara de matón, se adelantó con intención de empujar a mi padre, pero Paquito lo detuvo: «Venga, compañeros, ahuecando el ala -les dijo a los demás-, que aquí no se nos ha perdido nada». Y se fueron sin dejar de mirar a los obreros, que les devolvían la mirada dispuestos a saltarlos encima a la menor provocación. Después todos se acercaron a mi padre y lo felicitaron por su temple. Pero él no parecía contento por haber evitado la pelea. «Vámonos nosotros también», dijo con voz cansada. Y ya no volvimos más a la Feria aquel año.

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