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Regresamos al día siguiente. Ahora me da vergüenza reconocerlo, pero me sentí decepcionada al no encontrar en la ciudad los restos de la gran batalla que yo esperaba. Creía que todo iba a estar lleno de ruinas y humo. Sin embargo, las calles que atravesamos parecían las mismas de siempre. Había, en cambio, algo que hacía aquel domingo distinto de cualquier otro: las iglesias estaban cerradas a cal y canto. Se veían, además, muchos soldados, y junto a ellos había otros hombres de paisano, aunque provistos también de cartucheras y fusiles. Algunos iban vestidos con monos de trabajo y llevaban pañuelos rojos al cuello y gorros de soldado. Caminaban en grupo, pavoneándose como si fueran los dueños de la ciudad, o patrullaban las calles en coches y camionetas sobre los que habían pintado letreros con grandes letras blancas. Los acompañaban algunas mujeres que iban vestidas y armadas igual que los hombres, y recuerdo que yo no podía dejar de mirarlas con asombro, pero también con un poco de envidia. Casi todos cantaban a gritos, con el puño en alto. «Son milicianos -me dijo mi padre-, no los mires». Pero a mí se me iba la vista detrás de aquellos hombres y mujeres armados que habían entrado con los soldados de la República, y una vez hasta los saludé con la mano y les sonreí, porque pensaba que eran unos valientes y teníamos motivos para estarles agradecidos. Me dio mucha vergüenza cuando ellos también sonrieron y me devolvieron el saludo con el puño en alto.

Encontramos nuestra casa igual que la habíamos dejado. Nada más entrar, yo corrí hacia la habitación del fondo para decirle a mi abuela María que no se preocupara, que todos habíamos vuelto sanos y salvos. Al abrir la puerta, brotó de dentro del cuarto uno soplo frío que me hizo estremecerme de pies a cabeza. Serían las cuatro de la tarde, y en la calle brillaba un sol de justicia, pero la habitación estaba en penumbra.

– ¿Abuela? -pregunté cautelosamente.

– Pasa, querida, pasa. Estoy aquí.

Entré despacio, rodeándome el cuerpo con los brazos, porque me sentía aterida y temblaba de frío. Mi abuela María estaba sentada en su butaca de siempre, junto a la ventana, aunque resultaba difícil distinguirla en aquella habitación tan oscura. Al acercarme la vi mucho más vieja que tan sólo unos días antes. Sus rasgos se habían afilado, su cabello blanco era más fino y escaso, y hasta me pareció que hubiera encogido un poco. También noté otro cambio en ella, aunque entonces la diferencia era aún tan sutil que pensé que la había imaginado. Y es que, por un momento, me pareció que podía ver a través del cuerpo de mi abuela, como si se estuviera volviendo transparente.

– Ya se acabó todo -le dije. Y mis palabras salieron entre nubes de vapor-. La guerra. Ya se ha terminado.

Ella alargó una mano diminuta y blanca hacia mi mejilla sin llegar a tocarme.

– Cuánto me alegro, Maruja -dijo con esa voz remota que ya le había oído antes-. ¿Estáis todos bien?

– Sí, abuela. No se preocupe usted, que ya no va a pasar nada.

– Muy bien, querida, muy bien. Ahora déjame. Hoy me encuentro muy cansada.

Salí de aquel frío cuarto con la sensación de que algo terrible había empezado a ocurrir. Entonces, al cerrar la puerta, caí en la cuenta de otra cosa que antes me había pasado por alto: mi abuela había interrumpido su labor de ganchillo. Aquel detalle sin importancia me entristeció más todavía, pues era como si la anciana se hubiera rendido ante todas las desgracias que se avecinaban. Reconozco que desde ese día fui a visitarla con menos frecuencia. Cada vez la habitación era más fría y oscura, y mi abuela más anciana, más pequeña y más tenue, como si se estuviera apagando poco a poco.

Después de la «Semana Fascista», como luego llamarían a los días en que mandaron los sublevados, nuestra ciudad volvía a estar en zona republicana. Pero la guerra no se había terminado. Al contrario. Por las noticias que nos llegaban, parecía que cada día era más violenta y más cruel. El general Franco les había pedido ayuda a los alemanes para cruzar el Estrecho con el ejército de África. Ahora, los soldados de Franco avanzaban a través de Andalucía y Extremadura sin que nadie pudiera contenerlos. Había, además, otro ejército rebelde en el norte de España, el que mandaba el general Mola. Los alemanes (que ahora se llamaban «nazis») enviaban aviones de combate y tanques; desde Italia llegaban cada día más soldados. Pero nadie parecía dispuesto a ayudar a la pobre República. Con las pocas fuerzas leales que le habían quedado, el Gobierno a duras penas podía contener a los rebeldes, ni siquiera con la ayuda de los milicianos. Según decía la prensa, los sublevados se llamaban a sí mismos «nacionales», como si los que no estuvieran de su parte no fueran auténticos españoles, y estaban empeñados en salvar la patria a toda costa, aunque tuvieran que matar primero a todos los que defendían a la República.

En agosto llegaron noticias de que había caído Badajoz en manos de los nacionales, a quienes ahora en nuestro bando se llamaba «facciosos», que todavía sonaba más feo que «fascistas». Por lo que se contaba, habían cometido auténticas atrocidades durante la toma de la ciudad, y sobre todo después, cuando muchas personas que les habían plantado cara fueron fusiladas. Pero a mi padre no era eso lo que más le preocupaba, como supe un día que le oí discutir con el tío Arturo.

Apenas lo habíamos visto desde que lo soltaron, porque el tío era una personalidad destacada del Frente Popular y ahora, con todo lo que estaba pasando, tenía montones de cosas que hacer. Recuerdo que aquel día, en mi casa, lo vi muy cambiado. En tan sólo unas semanas había adelgazado varios kilos. Pero no fue en su aspecto, sino en su forma de ser, donde noté los mayores cambios. Se movía muy deprisa, caminando de un lado a otro, y gesticulaba al hablar como nunca había hecho. Y también me fijé en que volvía la cabeza todo el tiempo, como si temiera que fueran a atacarlo por la espalda. ¿De qué tenía miedo mi tío? Pensé que muy grave debía de ser la situación cuando hasta un hombre de su temple estaba tan asustado.

– Pero Eloy -le decía el tío Arturo a mi padre-, es lógico que haya detenciones. No se puede dejar en libertad a los facciosos que apoyaron la sublevación. En cuanto a los desmanes de los milicianos, ¿qué quieres que te diga? Son tiempos revueltos. Es difícil controlar a los más radicales.

Algo sabía yo de lo que hablaban, pues desde que la República había recuperado la ciudad, también aquí se habían cometido barbaridades. La primera semana, sobre todo, fue igual de mala que la «Semana Fascista», con la misma sensación de miedo y de peligro flotando en el aire. La entrada de las tropas republicanas había sido de una violencia horrible. Le habían disparado a todo el mundo que se les cruzó por la calle, sin importarles que fuera militar o civil, que estuviera armado o que simplemente hubiera bajado a comprar el pan. Los peores habían sido los marineros de un barco de guerra llamado el Jaime I, que fueron quienes asesinaron al señor que tenía la zapatería de la esquina de nuestra calle. Lo habían cosido a tiros en la puerta de la Telefónica, los muy bárbaros.

Después las cosas se calmaron, pero entonces empezaron las detenciones. Habían encarcelado a tanta gente que ahora casi todo el mundo tenía algún amigo o pariente en la cárcel. Por contar algún caso, se habían llevado al notario Torres, el padre de mis amigas. También me dijeron que su hijo Paquito había tenido que huir a la zona nacional, porque tenía miedo de que lo fusilaran sin juicio, como les había pasado a otros falangistas. Se rumoreaba que, cada dos por tres, los milicianos se presentaban en la cárcel y sacaban a quienes les parecía bien para matarlos. Otros ni siquiera habían llegado a estar presos, pues se los habían llevado de su casa para «darles el paseo». A mucha gente de dinero le habían quitado sus viviendas y sus negocios. Pero con quien la tenían tomada de verdad era con los curas y las monjas, que habían tenido que salir huyendo. En nuestra parroquia no había quedado ni una sola imagen entera. Habían hecho una gran hoguera con los santos y los retablos, y habrían quemado también al párroco si lo hubieran encontrado por allí. En la vacía nave de la iglesia se guardaban ahora los camiones de la CNT. Después de todas aquellas atrocidades, los milicianos habían dejado de parecerme tan valientes.

– No era esto lo que queríamos, Arturo -le dijo mi padre al tío-. Los crímenes son crímenes, no importa quién los cometa. Y mientras tanto reina la anarquía. El Gobierno no gobierna, y las autoridades hacen la vista gorda ante tanto disparate.

– Tiempo al tiempo, primo, tiempo al tiempo. El Gobierno está desbordado, pero cuando se pueda organizar la defensa, verás como las aguas vuelven a su cauce.

Pero mi padre no parecía convencido, como tampoco lo estaba yo. ¿De qué nos servía estar en zona republicana si los nuestros hacían las mismas barbaridades que los facciosos? ¿Es que no éramos mejores que ellos?

Aquel año todavía hubo Feria en septiembre. Yo habría querido hacer como en los días que siguieron al comienzo de la guerra, aislarme de todo e intentar olvidar que el mundo se estaba derrumbando a mi alrededor. Pero ya no era posible, porque todos estábamos ya girando dentro de aquel torbellino de horror. Las fiestas de aquel año 36 se llamaron «la Feria de la Libertad», y se organizaron docenas de desfiles y actos de apoyo a la República, pero la gente tenía otras cosas en qué pensar y no estaba con ánimo para festejos. Las tropas facciosas avanzaban más y más cada día, como si la «España nacional» estuviera devorando a la nuestra. Y además el precio de las cosas subía sin parar. Mi madre se echaba las manos a la cabeza cada vez que íbamos al mercado, porque el dinero cada vez valía menos y los alimentos escaseaban, incluso los más importantes, como el pan y las patatas. Algunos puestos habían cerrado, y delante de otros empezaban a verse largas colas. Por suerte, nosotros teníamos familia en el campo que nos echaba una mano y en mi casa nunca nos faltó un plato que poner en la mesa. En muchos otros hogares, en cambio, estaban pasándolo muy mal.

Por esos días empezaron también los juicios de los tribunales populares, que al menos sirvieron para que los milicianos dejaran de tomarse la justicia por su mano. Pero muchas personas que nunca le habían hecho mal a nadie acabaron en la cárcel, y algunos delante del pelotón de fusilamiento. La amargura y el rencor crecían de día en día en el corazón de la gente. Con todo lo que estaba cayendo, no es extraño que aquel año nadie tuviera ganas de fiesta.

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