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Lo que si hacíamos era ir al cine cada vez más, como casi todo el mundo que podía permitírselo. Cuando la luz se apagaba y empezaban a proyectar la película, parecía que nuestros problemas se nos olvidaban un poco, como si las historias de la pantalla ocuparan de pronto el lugar de la realidad. A mis hermanos les gustaban mucho las películas de guerra, sobre todo una rusa que tuvo mucho éxito, Chapaiev, el guerrillero rojo. El tal Chapaiev se pasaba la película montado a caballo con su capa al viento, mientras acribillaba a tiros a no sé cuántos terratenientes y fascistas. Yo pensaba que ya teníamos bastante guerra con la nuestra, sin necesidad de que los rusos nos contaran también la suya, y no disfruté demasiado con aquella película. Además, hablaban en ruso todo el tiempo, y para enterarse de lo que decían había que leer unos letreritos que ponían debajo, lo que al cabo de un rato resultaba un tostón.

Mucho mejor me pareció Morena Clara, la última película de Imperio Argentina, con aquellas coplas tan preciosas de El día que nací yo y La falsa monea que luego cantaba todo el mundo por la calle. Fue una lástima que la quitaran tan pronto de cartel, pero se empeñaron en decir que era una película fascista. Por aquellos días eso ocurría muchas veces. Si se quería quitar de en medio a cualquier cosa o persona, bastaba con decir que era fascista: «Es fascista, fuera con ella». Así de fácil.

Aunque de todas las películas que vi, la que más me gustó fue una que pusieron en el Cervantes. Se titulaba Torzón de los monos y ocurría en la jungla africana. Aquella película era tan emocionante que mientras duraba se te olvidaban del todo las preocupaciones y los problemas. Por desgracia, no pude verla entera, porque mi madre y la tía Rosario empezaron a protestar y a decir que los artistas salían en cueros y que aquello era una vergüenza, y se empeñaron en que nos fuéramos cuando aún no habíamos visto ni la mitad.

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