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Lo que había pasado era ni más ni menos que parte del ejército se había sublevado contra la República. Eso nos contó mi padre esa misma noche, durante la cena, después de haberse pasado la tarde pendiente de la radio.

– ¿Es esto la guerra, Eloy? -le preguntó mi madre con los ojos abiertos como platos.

Mi padre nos miró. Mis dos hermanos parecían a punto de llorar. Paco, el pequeño, ya había empezado a hacer pucheros, y Gabriel tenía los ojos relucientes y le temblaba la barbilla. Yo quise dar ejemplo y todavía aguantaba, pero desde que se habían llevado al tío notaba un dolor sordo en el estómago y tenía unas ganas enormes de salir corriendo y esconderme donde nadie pudiera encontrarme.

– ¡Qué va a ser la guerra, mujer! -dijo mi padre tras una vacilación-. Esto se arregla enseguida, te lo digo yo. Ya viste en el 32, cuando el pronunciamiento de Sanjurjo en Sevilla. Y luego nada de nada.

Yo no sabía quién era Sanjurjo ni qué había pasado en Sevilla en el 32, pero me fui a la cama un poco más tranquila después de que mi padre dijera aquello.

El día siguiente, que era lunes, lo pasamos entero metidos en mi casa. Mi padre debió de recorrerse el pasillo unas doscientas veces, como si fuera un león encerrado en una jaula del zoo. En un par de ocasiones, se asomó a la calle por las ventanas del comedor, aunque sin atreverse a descorrer los visillos. A ratos se oía pasar algún coche o algún camión, y una vez creímos oír ruido de botas, como si un grupo de soldados estuviera desfilando. Quisimos asomarnos para verlos, pero mi padre nos dijo que el que se acercara a menos de cinco metros de las ventanas se la iba a ganar. De todas maneras, la calle permanecía tan en calma como si, en lugar de lunes, fuera un día festivo.

La radio estuvo encendida toda la tarde, y mi padre no separó la oreja de ella. Cuando giraba los botones se oía «chiuuuuuuuu-ñiiüiiiiiiiiiiii», y a veces sonaba música, pero hasta que mi tío David vino al anochecer con noticias no supimos lo que realmente ocurría.

– Los chiquillos que se vayan a jugar al corral -ordenó mi padre, mientras su hermano, que venía sudoroso y con cara asustada, se sentaba para tomar un vaso de agua.

Los tres obedecimos, pero yo ya no me consideraba una chiquilla, así que dejé a mis hermanos dándole patadas al balón y volví sobre mis pasos para ver si me enteraba de algo. Mis padres y mi tío David hablaban en el despacho y me quedé junto a la puerta para escuchar. Sabía que lo que hacía no estaba bien, pero a mis casi 13 años, creía que tenía derecho a saber lo que estaba pasando.

De este modo me enteré de que la sublevación de los militares era mucho más grave de lo que mi padre había dicho el día anterior. Parece que se habían hecho dueños de media España, aunque el levantamiento había fracasado en las grandes ciudades. Así y todo, el país estaba ahora partido en dos mitades: una seguía en poder de la República y la otra en manos de los rebeldes. Pero ¿en qué mitad estábamos nosotros?

– ¿Se ha sublevado el ejército de África? -preguntó mi padre.

– Sí. Están bajo el mando del general Franco. Aunque de momento no pueden cruzar el Estrecho, porque la Armada sigue siendo leal a la República.

– ¿Y Arturo? ¿Qué sabes de él?

– Me han dicho que lo tienen preso en la cárcel provincial. Pero podéis estar tranquilos. No creo que se atrevan a tocarle ni un pelo.

– ¿Qué pasa?, ¿están deteniendo a mucha gente, David? -preguntó entonces mi madre con la voz llena de ansiedad.

– A bastantes. Se han llevado ya a todas las autoridades y a las personas más destacadas del Frente Popular. La noche pasada hubo bandas de fascistas rondando por las calles, todos ellos armados con pistolas y escopetas. Ésos son los peores, sobre todo los falangistas, porque actúan a capricho y con total impunidad. Me he enterado de que han estado sacando a gente de su casa. Y al que se llevan…

– ¿Pero nadie está haciendo nada? -preguntó mi padre con rabia.

– Esta mañana había mucha gente delante del edificio del Gobierno Civil. Exigían que se le repartiera armas a la ciudadanía, pero el gobernador no quiso saber nada del asunto. Pero más le habría valido escucharlos, porque poco después llegaban los guardias para llevárselo. Al cabo de un rato, el comandante militar ha decretado el estado de guerra. Están prohibidas las reuniones de más de dos personas y el tráfico de automóviles. Y supongo que seguirán las detenciones.

– ¡Dios mío de mi vida! -dijo mi madre, al borde del llanto-. ¿Qué podemos hacer, Eloy? ¿Y si vienen a llevarte a ti también?

Yo seguía escondida junto a la puerta, pero poco faltó para que me descubrieran en ese momento. Acababa de darme cuenta de que mi padre estaba en peligro, y esa idea terrible casi me hizo gritar. Mientras me tapaba la boca con las dos manos, mi padre intentó tranquilizar a mi madre, que estaba casi fuera de sí. Le dijo que no iban a venir a buscarlo porque él no era nadie importante, y que habrían podido llevárselo el día anterior, cuando detuvieron al tío, y no lo habían hecho. En ese momento habló el tío David:

– Yo creo que lo mejor va a ser irse durante unos días, hasta que la situación se aclare. Si las provincias cercanas siguen bajo el control de la República, no pasará mucho tiempo antes de que los rebeldes de aquí tengan que rendirse. Pero mientras eso llega no está de más tomar precauciones.

Al día siguiente nos sacaron de la cama muy temprano, antes del amanecer. Mis hermanos se frotaban los ojos y protestaban, más dormidos que despiertos, y mi madre llevaba a la nena en brazos. Delante de la puerta nos esperaba una tartana. Las farolas, que continuaban encendidas, iluminaban una calle vacía y silenciosa.

– ¿Adonde vamos, padre? -pregunté.

– A Casa Nueva. Nos vamos a pasar allá unos cuantos días.

Salimos de la ciudad evitando las calles principales. Mis tres hermanos habían vuelto a dormirse tan pronto como se subieron a la tartana. Mi madre, sin soltar a la nena, miraba espantada en todas direcciones, como temiendo que a la vuelta de cualquier esquina pudiera aparecer una banda de hombres armados para darnos un susto. Pero la ciudad parecía deshabitada, muerta. Ni siquiera un chucho callejero se cruzó en nuestro camino, y lo único que se oía era el «cloc-cloc» de los cascos de la muía sobre los adoquines. Entonces, justo cuando estábamos a punto de salir a la carretera, oímos una voz que gritaba: «¡Alto!».

– Sooo -dijo mi padre tirando de las riendas, mientras mi madre se aferraba con fuerza a su brazo. Dos sombras surgieron de la oscuridad. A la luz de una farola vimos que era una pareja de la Guardia Civil. Uno de ellos se acercó. El otro se quedó atrás con el fusil en ristre.

– A ver, ¿dónde van ustedes? ¿No saben que hay toque de queda?

La voz del guardia daba miedo.

– Lo siento mucho -dijo mi padre, que parecía muy tranquilo-. Nos vamos a pasar unos días al campo y quería salir temprano. Por los chiquillos, sabe usted. Es que luego aprieta mucho el calor. Además, como casi ha amanecido ya…

Y era verdad, porque a los lejos ya se alcanzaba a ver los primeros albores del día.

El guardia lo miró pensativo. Luego nos miró a mi madre y a mí. Por último, se asomó a la tartana, donde mis dos hermanos dormían como benditos.

– Déjeme ver su documentación -dijo por fin.

Mi padre le entregó unos documentos y el guardia leyó su nombre en voz alta. El otro guardia bajó el fusil y se sacó unos papeles del bolsillo.

– No, no está en la lista -dijo al cabo de unos segundos.

– Ea, pueden seguir. Pero vayan con cuidado, que las aguas bajan revueltas.

Mí padre dijo «gracias y buenos días» y sacudió las riendas de la muía. Esperamos al menos cinco minutos antes de suspirar de alivio, pero yo creo que, así y todo, los guardias debieron de oírnos. Yo me quedé un buen rato pensando sobre lo mucho que la vida puede cambiar en poco tiempo. ¿Quién iba a decirme a mí unos días antes que íbamos a tener motivos para temer a la Guardia Civil? De todas formas, la alegría de haber podido escapar hizo que mis preocupaciones quedaran pronto atrás, como atrás iba quedando nuestra ciudad, donde el fantasma de la guerra empezaba a extenderse por todas partes como una enfermedad.

El sol había asomado por fin y bañaba los campos en reflejos dorados. Una suave brisa ondulaba las mieses, todavía a medio cosechar. El campo era el mismo de siempre, y la luz del día calentaba con la misma fuerza. Me dije que nada había cambiado. «El mundo no se acaba de un día para otro -pensé-. Cuando volvamos a casa, esta pesadilla habrá terminado». En la ingenuidad de mis 12 años y medio, yo no podía saber que la pesadilla no había hecho más que empezar.

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