Литмир - Электронная Библиотека
A
A

13

A mí me vino bien que el tío Eliecer estuviera en casa, porque ese curso ya no pude ir al colegio. Las monjas dominicas, como el resto de las congregaciones religiosas que había en la capital, salieron huyendo tan pronto como la ciudad volvió a manos de la República, y mi colegio había sido confiscado por las autoridades. Al cabo de poco tiempo iban a darle un fin muy distinto del que había tenido hasta entonces, pero aquel mes de septiembre permanecía todavía cerrado y silencioso, quizá echando de menos a los cientos de chiquillas que lo llenábamos de gritos y juegos durante el curso.

Al principio no sabían qué hacer conmigo, aunque pronto tomaron una decisión, porque yo al fin y al cabo era mayor y sabía todo lo que necesitaba saber una señorita: leer, escribir, un poco de bordado, las cuatro reglas y algo de cultura general. Con el tiempo, podría aprender también corte y confección, pero de momento lo mejor era que me quedara para ayudar a mi madre y a la Anica, que era la muchacha que servia en mi casa. Además, el tío Eliecer se aburría en su escondite de la cámara y se ofreció para darme lección durante algún tiempo. Así que todas las mañanas subía con él un par de horas para que me repasara la ortografía, la regla de tres y los ríos de España.

Mis hermanos también se habían quedado sin escuela: el dueño y director de su colegio era un señor muy de derechas que había sido concejal con la CEDA y que ahora estaba en la cárcel esperando juicio. Ellos eran chicos, y además mucho más pequeños que yo, así que estaba fuera de discusión que perdieran el curso. Al final, se decidió que fueran a la academia de don Julián, un pariente lejano de mi madre casado con una prima segunda suya, la tía Remedios.

La tía Remedios era una mujer buenísima, casi una santa, y digo esto porque una mujer cualquiera no habría podido vivir tantos años con aquel hombre. Cuando yo era pequeña y don Julián aparecía por mi casa, yo nunca quería salir a verlo, no fuera a darme un pescozón o un tirón de orejas sin ningún motivo, como era su costumbre. Mis hermanos le habían tomado un pánico cerval, y nada más oír en el vestíbulo su voz de ogro de los cuentos corrían a esconderse en el extremo más lejano de la casa. Pero ahora nada podían hacer para escapar de él, porque iban a tenerlo nada menos que de maestro. Habían caído directamente en sus garras.

Paco lloraba como una criatura el primer día que fueron a clase. «¡Nooooooo! -gritaba, cuando lo bajaban a la fuerza por la escalera-. ¡Yo no quiero iiiiiiiiiir, que don Julián es un asesinoooooooo!». Gabriel, en cambio, parecía más resignado con la desgracia que les había caído encima, como si la guerra no fuera ya bastante calamidad. Yo los miré marcharse agarrados de la mano de la Anica, y reconozco que me dieron mucha lástima.

A partir de aquel día mis dos hermanos tenían siempre un aire algo mustio, y a mí se me encogía el corazón cuando les oía hablar de las perrerías que don Julián les hacia a ellos y al resto de los desdichados alumnos de su academia. Me contaron que tenía reglas de varios tamaños para pegarlos, que las más pequeñas, finas y de madera dura, servían para atizarlos en la punta de los dedos o en la palma de la mano, y que las más grandes, del tamaño de tablones, las usaba para pegarlos en el culo cuando estaban de cara a la pared. Muchas veces, cuando las reglas no le parecían bastante, se quitaba la correa y azotaba a los niños con ella hasta que se le cansaba el brazo. También me contaron mis hermanos que don Julián se enfadaba por cualquier cosa, y que entonces se le ponía la cara roja y les gritaba como si estuviera loco mientras los llenaba de perdigones de saliva. Por si fuera poco, aquel energúmeno parecía tener un sexto sentido para adivinar qué era lo que más avergonzaba a cada uno de los niños, y siempre lo usaba para dejarlos en ridículo. Más te valía no ser tartamudo, ni gordo, ni bizco, porque antes o después don Julián iba a mofarse de tu defecto y a avergonzarte delante de los demás.

A mí todo aquello me ponía negra, y más de una vez hablé de ello con mi madre, porque a mi padre nunca me habría atrevido a decírselo.

– Madre, ¿no ha visto usted el miedo que los chiquillos le tienen a ese señor? ¿Por qué no les buscan el padre y usted otro colegio?

Pero ella siempre me decía que don Julián era un buen maestro, y que la disciplina era lo mejor para mis hermanos, sobre todo para Paco, que estaba hecho un trasto, y que mi padre había decidido llevarlos allí, y lo que decía él iba a misa y sanseacabó.

– Pero, madre -le contesté yo una vez, más que harta de aquella cantinela-. Si nadie va a misa ya desde que empezó la guerra. Sólo nosotros, y eso porque tenemos al tío cura escondido en casa.

Ella puso los ojos en blanco y dijo: «Ave María purísima». Después se santiguó muchas veces y me mandó a confesarme con el tío Eliecer.

Mientras mis hermanos estaban en el colegio, yo me quedaba en casa. Seguía dando un rato de lección con el tío, pero pasaba casi todo el tiempo ayudando en la cocina o jugando con la nena. A veces también me iba a la plaza con la Anica. Eso nos llevaba mucho tiempo, porque cada día había más puestos cerrados, y en los pocos que quedaban abiertos las colas eran tan largas que podían durar horas. A la salida del mercado solía haber gente ofreciendo pan, verduras o carne. Venían de los pueblos y las aldeas de los alrededores, porque sabían que podían hacer un buen negocio vendiendo en la capital los alimentos que les sobraban. Pero si los guardias los veían les confiscaban todo y se los llevaban detenidos. Por eso tenían el género escondido en otro sitio, y te lo ofrecían con mucho disimulo, como si en lugar de simple comida quisieran venderte contrabando.

A veces, antes de volver a casa, nos íbamos a recoger a Gabriel y a Paco a la salida del colegio.

La academia de don Julián estaba en el principal de una casa muy vieja. En el bajo habían puesto la taquilla de una compañía de autobuses que iban a los pueblos. El portal estaba siempre abarrotado de gente con cestos y paquetes y, algunas veces, había que pelearse con alguna señora que pensaba que querías colarte cuando tú sólo querías entrar. Entonces subíamos por una escalera muy empinada y oscura, y desde los primeros peldaños ya se oía la voz de don Julián recitando los afluentes del Ebro o dictando un pasaje de El Quijote, aunque lo más frecuente era que lo oyéramos gritarle a alguna de las pobres criaturas que era un mequetrefe y un tonto de capirote, y que como volviera a equivocarse en una división le iba a arrancar la piel a tiras y se iba a hacer con ella un par de botas. Llamábamos a la puerta muy flojito, y enseguida salía a abrirnos la tía Remedios, que era una mujer pequeña con aspecto triste y apocado.

Don Julián usaba su propia casa como escuela. En casi todas las habitaciones había sillas y bancos en los que se amontonaban chicos de todas las edades, desde pequeñajos como mi hermano Paco hasta muchachos mayores que se preparaban para el examen de Reválida. Incluso el pasillo estaba ocupado por una hilera de pupitres, de modo que para moverse por la casa había que caminar pegado a la pared. Don Julián tenía una tarima y una pizarra montada sobre un caballete, y transportaba ambas cosas de un sitio a otro según el grupo al que, le tocara lección, ya que él era el único profesor que enseñaba en su academia. Recuerdo que, tan pronto como nos abría la puerta, la tía Remedios se llevaba el dedo a los labios y nos conducía sigilosamente hasta la cocina, que era, junto con su dormitorio y el retrete, el único rincón de la casa que su marido no ocupaba para dar clase. Llegábamos hasta allí a través de un laberinto de bancos y chiquillos que olían a sudor y ropa mal lavada, a lápices mordidos y bocadillos rancios, y nos encerrábamos dentro hasta que la clase acababa, siempre y cuando a don Julián no se le ocurriera castigar a alguno de mis hermanos, lo que podía suponer otra media hora de espera. A veces, en la cocina encontrábamos a algún chiquillo que lloriqueaba y nos miraba asustado. Y es que, cuando su marido se ensañaba de forma especial con alguno de los alumnos, la tía Remedios se las arreglaba para arrancárselo de las garras y esconderlo en su refugio, donde calmaba a la pobre criatura con un pedazo de pan y un vaso de agua.

Por fin salían mis hermanos, y no era raro que la cara de pánico les durara hasta que ya llevábamos andado la mitad del camino a casa. Por las tardes yo los ayudaba a hacer los deberes, aunque ellos estaban siempre despistados, pues aprovechaban el rato de tranquilidad para imaginar venganzas terribles contra don Julián. Lo malo es que mi hermano Paco estaba decidido a pasar a mayores. Me acuerdo de una vez se le cayó a! suelo una hoja suelta de su cuaderno de dictados. Él no se dio cuenta, pero al recogerla vi que era una carta dirigida a los «Señores de la CNT». Poco más o menos, decía así: «Queridos milicianos, soy un faccioso malísimo, tengo a 20 curas escondidos en mi casa, y voy a escribirle a Franco para que venga a matarlos a todos ustedes. Reciban un afectuoso saludo de su seguro servidor…». La carta estaba firmada por don Julián con su nombre y apellidos, e incluía la dirección completa de su casa.

15
{"b":"87728","o":1}