Литмир - Электронная Библиотека
A
A

10

Casa Nueva (o simplemente La Aldea) era el nombre de una granja y unas tierras que mi padre y sus hermanos habían comprado algunos años atrás, cuando todavía tenían el almacén. Aunque estaba muy cerca de la ciudad, aquella mañana la distancia nos pareció larguísima, como si hubiéramos recorrido más de mil kilómetros. Algo tendría que ver en ello la lentitud del viaje en la tartana. Pero creo que había algo más, porque sólo allí, en medio de la soledad y el silencio de los campos, era posible olvidarse del miedo que habíamos pasado, de la guerra y de los militarones que la habían empezado. En realidad, aquellos días iban a ser la última tregua de verdad antes de que el horror nos cercara por completo.

Habían llegado ya casi todos mis tíos y mis primos. En total, en la granja debía de haber más de 40 personas, muchas de ellas niños, con lo que la algarabía de voces infantiles era ensordecedora. «¡Maruja, Maruja!», gritaban mis primas al vernos llegar. Desde el día de mi primera comunión no recordaba ver tantos chiquillos juntos en La Aldea, y todos tan felices como si nos hubiéramos reunido allí para celebrar una fiesta. Bien mirado, estábamos de vacaciones y aquélla era una ocasión estupenda para jugar y divertirse. Bajé de la tartana de un salto y repartí tantos besos que se me acabaron todos. Entonces me di cuenta de las caras serias de los adultos, y supe que el miedo los había seguido hasta allí. Yo ya empezaba a ser mayor, y además estaba al tanto de lo de la sublevación. Pensé que quizá también yo debería mostrarme seria y preocupada, como mis tíos y tías. Pero entonces se me ocurrió que tener 12 años y medio era como estar en tierra de nadie, con un pie todavía en la infancia, y que muy bien podía elegir comportarme como una chiquilla. Y eso fue lo que hice, sumergirme otra vez en los juegos y las canciones de la infancia, volver a disfrutar con la comba, el corro y el tejo y «al cruzar la barca» igual que mis primas pequeñas, quizá presintiendo que era mi última oportunidad de quedarme al margen de lo que iba a ocurrir.

Durante los días que pasamos allí abandoné mi costumbre de escuchar a escondidas, aunque los mayores se reunían muchas veces: las mujeres para rezar el rosario y los hombres para comentar las pocas noticias que iban llegando de la capital. Pero yo preferí permanecer al margen y procuraba no enterarme de nada, ni siquiera por casualidad. La casa fue durante aquel tiempo una auténtica locura. El trabajo en el campo se había interrumpido, porque los jornaleros, asustados por lo que ocurría, habían vuelto a sus pueblos a toda prisa. De todas maneras, había muchísimo que hacer. Era preciso alimentar a los animales de la granja y, además, cocinar para toda aquella tropa de parientes que se había reunido allí. Yo ayudaba en todo lo que me decían, pero aprovechaba la menor oportunidad para escaparme e irme a jugar con mis primas, sin importarme que la mayor de ellas fuera casi tres años más joven que yo y que pudiera resultar un poco ridículo ver a aquella muchacha mayor saltando a la comba con un grupo de chiquillas.

Supongo que fueron días felices, aunque en algún momento tuve que hacer un esfuerzo para seguir con aquel particular juego del escondite que había inventado para que el miedo no volviera a encontrarme. Pero por las noches era muy difícil engañar al miedo. Con tanta gente en la granja habían tenido que tirar colchones hasta en el suelo de la cocina. Yo era una privilegiada por poder dormir en una de las camas, aunque es cierto que tenía que compartirla con tres de mis primas pequeñas. Nos hacían acostarnos temprano, pero pasábamos mucho tiempo despiertas contándonos chistes y cuentos, y a veces nos reíamos estrepitosamente y entraba un mayor para decirnos que nos calláramos y nos durmiéramos de una vez. Al final, mis primas empezaban a dormirse una tras la otra, y yo era la única que quedaba despierta. Entonces, cuando en la casa se hacía el silencio y las sombras empezaban a amontonarse dentro de la alcoba, era cuando el miedo ganaba de nuevo la partida, y yo lo notaba sobre mi estómago como una mano fría. «¿Qué va a ser de nosotros?». En ese momento tenía que abrazarme a mis primas para que el pánico no me hiciera gritar. Y así me quedaba dormida, rodeada de niñas más pequeñas que yo, como si ellas fueran mi tabla de salvación para evitar hundirme en el naufragio que se avecinaba.

El jueves llegaron tantas noticias que no tuve más remedio que oírlas, por mucho que me hubiera propuesto permanecer ajena a todo aquello. La principal novedad era que la capital estaba rodeada por tropas leales a la República, y se decía que los sublevados no podrían aguantar mucho tiempo. Yo me imaginaba que se estaría librando una tremenda batalla en las afueras, con trincheras y barricadas, igual que en las películas, y que los rebeldes se estarían batiendo a la desesperada mientras las fuerzas leales avanzaban a cañonazo limpio.

Al día siguiente supimos que habían sobrevolado la ciudad algunos aviones y que incluso se habían lanzado bombas, con lo que la batalla que yo veía en mi imaginación alcanzó proporciones tremendas. Cuando dijeron que los guardias civiles sublevados estaban sitiados en su cuartel, nos imaginamos que era cuestión de horas que todo acabara. El sábado 25, día de Santiago, nos enteramos de que los rebeldes se habían rendido y el Gobierno había recuperado la capital.

Sentí un gran entusiasmo en ese momento, como si yo misma hubiera participado en la lucha con un fusil al hombro. Qué curioso. Me había pasado varios días sin querer oír una palabra de todo aquello y ahora, de repente, me moría por volver para aplaudir a las tropas victoriosas que nos habían liberado la ciudad.

– ¿Nos vamos a casa ya? -le pregunté entonces a mi padre.

Pero él me pidió paciencia con un gesto. Los demás habían abierto una botella de vino y celebraban la vuelta a la normalidad. Hasta las mujeres se habían sumado a la fiesta. Mi padre, en cambio, permanecía apartado y con la cara muy seria.

– ¿No está usted contento, padre?

El me miró durante un largo rato, mientras los brindis se sucedían a nuestro alrededor. No dijo nada, pero en sus ojos vi una tristeza tan grande que mi entusiasmo se esfumó de repente.

– Pues claro que estoy contento, Maruja -me contestó por fin.

Aunque yo sabía que mi padre nunca mentía, por una vez no creí lo que me dijo.

11
{"b":"87728","o":1}