Habían hecho falta muchísimos trámites y cartas de recomendación para conseguir que mi padre sólo cumpliera cinco años de su condena de 12. Mis tíos tuvieron que viajar a Madrid una y otra vez para solicitar audiencias y favores, y fue necesario gastar una fortuna en abogados. El director de la prisión de Orduña nos ayudó moviendo todas sus influencias para que la sentencia se rebajara, y me parece que mi padre pudo beneficiarse también de alguna amnistía. El caso es que lo iban a soltar. Como casi todos los presos republicanos, no podría volver a casa sin antes cumplir unos meses de destierro en otra ciudad. Lo habían autorizado a pasar su destierro en Cartagena, en casa de su hermano el sacerdote. Pero antes lo dejarían pasar una semana con nosotros.
Y así fue como un día de otoño, mientras yo estaba asomada al balcón en casa de mis abuelos, distinguí la figura de mi padre torciendo la esquina de nuestra calle con su maleta en la mano. Era él, sin duda, aunque me pareció que caminaba algo encorvado y que tenía menos pelo que cuando lo vi en Orduña. Quise entrar para decirles a todos que venía, pero la emoción me había dejado paralizada. La emoción o quizá los recuerdos que se agolparon de repente en mi cabeza. Recuerdos, infinidad de ellos, algunos dichosos, algunos tan tristes que hasta el día de hoy me siguen doliendo en lo más profundo: mi abuela María tejiendo su eterno ganchillo mientras el sol arrancaba llamaradas blancas de su pelo, las voces de las monjas de mi colegio explicándonos la lección y las notas de La Marsellesa el día que fue proclamada la República. Recordé el rostro cansado y triste del señor Azaña al estrechar mi mano después de aquel acto del año 36, la sonrisa desfallecida de los primeros brigadistas desfilando a lo largo de la calle Ancha y las palabras de fuego de Dolores La Pasionaria cuando vino de Madrid para darles la bienvenida. Pensé en todas las cosas buenas que la guerra se había llevado para siempre y en tantas atrocidades que habían venido a ocupar su lugar: el olor a humedad del sótano de mi tío durante el «Bombardeo» y la mirada ausente del niño refugiado que había perdido a toda su familia. Y después la derrota, las humillaciones y el miedo. Volví a ver a mi padre detenido en aquel sótano inmundo, volví a verlo en la cárcel y lo imaginé sufriendo lo indecible en el campo de prisioneros. Recordé la forma en que mi madre había envejecido y enfermado desde que se lo llevaron, y sentí una lástima inmensa por ella, por mis hermanos y por mí misma. Sentí lástima por todos los que habíamos tenido que crecer en aquel tiempo oscuro de miedo y violencia. Mientras tanto, mi padre me había visto en el balcón y agitaba la mano hacia mí con los ojos llenos de lágrimas. Pero yo seguí allí, quieta bajo la fría luz de octubre, incapaz de responderle o de gritar para que todos supieran que nuestro padre estaba otra vez en casa. Porque la enorme tristeza que vi en su rostro, avejentado por las privaciones y el sufrimiento, me hizo comprender algo que tiñó de amargura la alegría de su regreso. En un instante supe que la guerra no había acabado ni podría acabarse nunca para los que la vivimos, y que el terror de aquellos días seguiría contaminando para siempre nuestra existencia. Porque tantos muertos, tantas juventudes malogradas, tanto dolor y tanto odio no iban a borrarse de nuestra memoria como un simple mal sueño. Porque el mundo era ahora un lugar más inhóspito de lo que había sido antes de que se desatara aquel horror.