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Precisamente por aquellos días se hablaba mucho del general Franco, que ya no era general a secas, sino Generalísimo. Por lo que decían, los mandamases del ejército faccioso se habían reunido en Burgos y habían decidido nombrarlo jefe de todos ellos, y de paso también de la «España Nacional», al menos mientras ganaban la guerra y llamaban otra vez al rey. Yo lo vi por primera vez en un noticiario del cine. Era un hombre bajito y con barriga. Estaba calvo y llevaba un bigotín que me pareció un poco ridículo. No tenía pinta de ser alguien muy importante ni muy aguerrido, y cuando lo oímos hablar con esa vocecilla atiplada de cupletista casi nos morimos de la risa todos los del cine. En el noticiario lo comparaban con Hitler y con Mussolini, que eran los jefes de los nazis y de los fascistas italianos, pero a mí, por mucho que Franco se subiera al balcón más alto de todos, por mucho que sacara barriga y saludara con el brazo en alto, aquel hombrecillo sólo me parecía un mal remedo de los otros dos. A quien sí debía de gustarles, en cambio, era a los curas, porque siempre se le veía rodeado de ellos, y no de curas normales, sino de arzobispos y cardenales. Lo querían tanto que lo llevaban debajo de un palio, como al Papa en Roma, y Franco debió de creerse que era el Papa de verdad y que lo había enviado la Providencia, porque ahora, cada vez que hablaba de la guerra, ya no decía «la guerra» sin más, sino «nuestra gloriosa Cruzada Nacional». Eso le hacía a todo el mundo mucha gracia en la zona republicana, pero a mí me parecía algo siniestro, porque nosotros no éramos paganos ni infieles, sino gente normal y corriente, y aunque las iglesias estuviesen cerradas, seguíamos siendo igual de católicos, apostólicos y romanos que antes. Pero Franco erre que erre con su cruzada, y además tan convencido de ganar. Y es que, según él, Dios estaba de su parte.

La verdad sea dicha, las cosas no nos iban muy bien a los que estábamos en el bando de la República. Franco seguía avanzando. Acababa de entrar en Toledo, donde había liberado a los rebeldes del Alcázar, que llevaban encerrados allí desde el principio de la guerra. Como todo el mundo sabe, Toledo está cerquísima de Madrid, y se daba por sentado que no pasaría mucho tiempo antes de que cayera la capital. Después de eso ya podíamos ir preparándonos para lo peor. Y parecía cuestión de días, porque los dos ejércitos facciosos, el de Franco y el de Mola, se preparaban para el ataque. No sé qué los entretuvo; quizá Franco estaba muy ocupado presidiendo desfiles y misas, pero lo cierto es que la ofensiva contra Madrid tardó aún unas semanas, y mientras dio tiempo para que ocurriera algo maravilloso.

Era un miércoles lluvioso del mes de octubre, y mi padre llegó a casa muy excitado. «Me han dicho que llegan hoy», decía una y otra vez. «Pero ¿quién llega hoy?», le preguntamos. Y él, en lugar de contestar, nos metió prisa para tomar el abrigo y el paraguas, porque quería que fuéramos con él a algún sitio. Entonces nos hizo cruzar la ciudad hasta la estación, donde había ya mucha gente esperando y una banda de música tocando pasodobles bajo la lluvia. El ambiente era de fiesta, y es que, como entonces supimos, estaba a punto de llegar un tren lleno de voluntarios extranjeros que venían a España a luchar por la República, y nuestra pequeña capital había sido el sitio elegido para acuartelarlos y adiestrarlos antes de que salieran hacia el frente. «Es un honor para esta ciudad -nos dijo mi padre- poder ofrecerles hospitalidad a esos héroes». Pero pasaba el tiempo y el tren no llegaba, y mis dos hermanos se revolvían cansados y aburridos bajo el paraguas. Me dije que no pasaría mucho tiempo antes de que Paco empezara a dar la tabarra, cosa que efectivamente empezó a hacer enseguida. Por suerte, en esos momentos oímos el silbato de una locomotora. Y muy pronto, entre nubes de vapor, vítores y aplausos, entró en la estación el convoy que transportaba a los quinientos primeros voluntarios de las Brigadas Internacionales.

La verdad es que los hombres que se bajaron del tren no tenían aspecto de héroes: más parecían vagabundos que soldados. Y recuerdo que los pobres no salían de su asombro al encontrarse con aquel recibimiento tras varios días de viaje desde París. A lo mejor pensaron que la música y las ovaciones no eran por ellos, sino por alguien importante que había llegado en el mismo tren. Pero cuando vieron que la gente se acercaba y les daba la mano, que les llovían los saludos y las palmadas en la espalda, se dieron cuenta de que verdaderamente nos alegrábamos de que hubieran venido.

Primero los hicieron formar en el descampado que había delante de la estación, donde un hombre pequeño que iba envuelto en un capote gris los arengó en francés. No entendimos nada de lo que dijo, pero mi padre nos explicó que aquel hombre se llamaba Kleber y que era un famoso guerrillero comunista. El caso es que poco después los voluntarios formaron en dos filas y empezaron a desfilar hacia el parque, donde el Ayuntamiento había preparado un acto de bienvenida. Todos los que habíamos ido a esperarlos a la estación nos marchamos tras ellos, igual que hace la gente en Semana Santa cuando desfila tras la carroza de la Virgen. Mientras caminábamos hacia el centro, yo pensaba que aquellos hombres tan desaliñados y ojerosos lo que querían de verdad era un catre para tumbarse y descansar; sin embargo, tan pronto como la banda empezó a tocar La Internacional y vieron cómo la gente se congregaba en las aceras para vitorearlos y saludarlos con el puño en alto, debieron de animarse y empezaron a desfilar con mucho brío. Todavía tuvieron los pobres que aguantar media docena de discursos a pie firme antes de que los dejaran irse a dormir.

Habían habilitado para ellos el cuartel de la Guardia Civil, que estaba vacío desde la liberación de la ciudad. Pero muy pronto no fue suficiente, porque a aquellos quinientos brigadistas los siguieron muchos más. Aunque los primeros eran casi todos franceses, muy pronto empezaron a llegar de otras muchas nacionalidades. Vinieron alemanes, austríacos, polacos, rusos, italianos, americanos, ingleses, canadienses, húngaros, checos y qué sé yo de cuántos países más. Nuestra pequeña capital, donde los únicos extranjeros que habíamos visto eran los artistas de los espectáculos de variedades, se había convertido de la noche a la mañana en la ciudad más internacional de toda España.

Las autoridades no sabían dónde alojar a toda aquella multitud. Cuando todos los cuarteles estuvieron llenos, usaron las casas confiscadas a los que habían apoyado la rebelión, los hoteles y los colegios, los conventos, las iglesias, la Cámara de Comercio, el Círculo Mercantil y hasta la plaza de toros. Y cuando la ciudad estaba ya a reventar, empezaron a llevarlos a los pueblos de los alrededores. Mi antiguo colegio era ahora un cuartel, y yo pensaba en esos lugares donde transcurrió buena parte de mi infancia: las clases, y la capilla, y la gran escalera de mármol, y todos los sitios donde antes resonaban las voces de las niñas y de las monjas, y que ahora se estremecerían bajo las botas de aquellos soldados llegados del mundo entero.

En nuestra misma calle había un cuartel de las Brigadas. Lo habían instalado en el caserón del notario, que había sido juzgado por un tribunal popular y estaba en la cárcel. De Paquito no se sabía nada, ni siquiera si estaba vivo o muerto. Mis amigas, las gemelas Torres, y su madre habían tenido que mudarse a casa de unos parientes que vivían en la otra punta de la ciudad, y ya nunca jugábamos juntas ni nos veíamos siquiera. Aunque, ahora que me acuerdo, un día me las encontré por la calle. Iban en compañía de su madre, y yo quise pararme para decirles que sentía mucho lo de su padre y preguntarles si sabían algo de Paquito. Ellas me vieron venir desde la distancia. Me miraban muy serias, pero no me sonreían ni hacían el menor gesto de reconocerme. Cuando estábamos a punto de cruzarnos, me paré en la acera y les dije «hola». Entonces fue cuando me vio su madre, y me miró como nadie me había mirado nunca. En sus ojos había miedo y odio a la vez, y yo me quedé paralizada, sin saber qué hacer o qué decir. «Vamos, niñas, que se nos hace tarde», dijo su madre con una voz muy fría. Y mis dos amigas de la infancia pasaron por delante de mí como si yo fuera una perfecta desconocida.

Por supuesto que el desprecio de mis amigas me entristeció, pero la emoción de aquellos días era tan grande que no pensé en lo que de verdad significaba hasta mucho después. La población ya no parecía la misma. Era como si por arte de magia hubiera surgido una gran ciudad en el mismo lugar donde antes estaba nuestra aletargada capital de provincias. Los brigadistas estaban en todas partes. Recuerdo que al principio nos resultaba muy extraño cruzarnos por la calle con aquellos hombretones, algunos tan altos y rubios como artistas de cine. Una algarabía de voces extranjeras inundaba las calles día y noche, los bares estaban siempre repletos, y supongo que también las tabernas de mal tono del barrio chino, aunque a las señoritas como yo se nos advertía que jamás pasáramos por esos sitios. Las mujeres jóvenes apenas podían salir solas, porque los brigadistas les gritaban piropos y requiebros y, aunque no se les entendía, la cosa a menudo acababa en reyertas con novios, padres y maridos. Antes de la guerra era de lo más normal que los niños bajáramos a jugar solos a la calle, pero ahora ya no nos dejaban, porque cualquiera sabía qué clase de gente podía pasar por allí.

Había desconfianza, sí, pero también un sentimiento de gratitud inmenso hacia aquellos miles de hombres que lo habían dejado todo en sus países para venir a luchar en una guerra que les era ajena. La ciudad sufrió una fiebre de optimismo, porque ahora estábamos convencidos de que si voluntarios de tantas naciones venían a ayudarnos, los facciosos no podían ganar. La Unión Soviética empezó a enviar tanques y aviones. En los cines ponían películas de la revolución rusa, y todos teníamos la sensación de que lo que estábamos viviendo era también una revolución. Ahora nos saludábamos con el puño en alto, y en lugar de decir «adiós», decíamos «salud».

Recuerdo que una mañana fuimos con mi padre a tomar un refresco en la cafetería del Gran Hotel. Al salir, vimos a unos señores de uniforme sentados en una mesa, y nos dimos cuenta de que mi padre los saludaba quitándose el sombrero. Uno de ellos, un hombre de pelo blanco muy corpulento, le devolvió el saludo llevándose la mano al borde de su boina. «Ése era Marty -nos explicó mi padre al salir-, el jefe de las Brigadas. Los otros eran Gallo, Kleber, Luckas y el comandante Vidal. No os olvidéis de sus caras, porque esos hombres van a hacer historia». Han pasado muchos años desde entonces, pero parece que todavía puedo verlos allí sentados bebiendo café y hablando en idiomas que yo no comprendía. Algunos de ellos murieron en España y otros siguieron luchando en otras guerras que tampoco eran la suya, aunque quizá para los hombres como ellos todas las guerras eran la suya. Tal como mi padre me pidió, yo nunca he olvidado sus caras.

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