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A finales del verano del 37 habían caído casi todas las ciudades que le quedaban a la República en el norte. Ya sólo resistían las poblaciones de las cuencas mineras de Asturias, donde Franco y sus regulares inspiraban pánico por aquello que pasó en el año 34; pero incluso éstas no tardarían en seguir el mismo camino que Bilbao y Santander. Por aquellos días fue muy comentada la tremenda batalla que se libró en Belchite, cerca de Zaragoza. Hasta entonces nadie había oído hablar de Belchite; por eso no pude entender que tantos soldados murieran por culpa de aquel pueblucho. Los periódicos dijeron que había sido un brillante movimiento estratégico de la República. Pero yo, que nada sabia de estrategia, sólo podía pensar en los muertos.

Acababa de cumplirse el primer año de la guerra, un aniversario que nadie celebró. Aquel verano yo pasé una temporada en el sanatorio del tío Arturo, que fue donde me operaron de anginas de pequeña. No es que estuviera enferma ni nada, sino que mis primas me invitaron a quedarme unos días con ellas. Los hijos del tío eran ya mayores, pero él había recogido en su casa a una hermana viuda que tenía dos hijas de mi edad. Se llamaban María y Piedad, y las tres congeniábamos muy bien. Por aquellos días la familia entera se había trasladado al sanatorio del tío, un gran caserón que estaba al final de la calle del Rosario, en el lugar donde acababa la ciudad y empezaban las huertas. Las monjas de la Caridad que lo atendían habían tenido que irse al principio de la guerra. El tío las había tenido escondidas en su propia casa hasta que pasó lo peor, y luego buscó la manera de que pudieran salir de la ciudad y llegar a la zona nacional. Ahora el sanatorio lo atendían entre las enfermeras y la familia del tío. Mis primas también echaban una mano, aunque la verdad es que no tenían mucho que hacer. A mí me encantaba que me invitaran a ir con ellas, porque así me libraba de trabajar en mi casa. «Pero madre, compréndalo, allí están agobiados de trabajo y las primas me han pedido que vaya para ayudarlas a cuidar a los enfermos», y con eso mi madre dejaba de refunfuñar. Yo no era del todo sincera, porque a los enfermos los cuidaba el personal del sanatorio y nosotras ni siquiera los veíamos. Pasábamos mucho rato en el patio o en el pabellón donde habían vivido las monjas, que estaba lleno de camas y que ahora teníamos para nosotras solas. A veces paseábamos por los caminos que bordeaban las huertas y nos adormecíamos un rato debajo de un árbol, mientras oíamos zumbar a los abejorros y las libélulas.

Pasábamos horas leyendo, sobre todo libros de Pearl S. Buck y de las Bronte, que escribían unas novelas larguísimas y emocionantes. Nos gustaba imaginarnos que éramos las tres hermanas Bronte, encerradas en su caserón del norte de Inglaterra en medio de un páramo azotado por el viento, y charlábamos sin parar sobre la pobre Jane Eyre, que era institutriz en una mansión donde había una loca encerrada, y los amores de Heathcliffy Catherine en Cumbres borrascosas. Pero de lo que más hablábamos era del tío Arturo y su querida. Porque el tío Arturo tenía una querida y todo el mundo lo sabía.

No es que el tío Arturo fuera un crápula ni un sinvergüenza. Si me paro a pensarlo, por aquella época a todo el mundo le parecía normal que los hombres de cierta categoría tuvieran una amante, a la que mantenían con casa y servicio doméstico incluidos. Recuerdo que era de lo más común oír por la calle: «Mira, mira. Por ahí va la querida de don Fulano». Esas cosas eran del dominio público, y supongo que las esposas engañadas eran las primeras en saberlo, pero ellas se hacían las tontas y todos vivían tan felices. Aunque el caso de la mujer del tío Arturo era distinto. La tía Pura estaba enferma desde hacía mucho tiempo; tenía una enfermedad terrible llamada «lupus canceroso» que hacía que el cuerpo entero se le llenara de llagas y úlceras. Yo no la vería más que media docena de veces, pues la pobre estaba siempre escondida en una habitación en penumbra, pero recuerdo que la primera vez me eché a llorar y estuve a punto de salir corriendo. La enfermedad de la mujer del tío era incurable y la estaba devorando poco a poco. Ya habían tenido que amputarle una pierna y se había quedado casi ciega. Creo que la pobre estaba tan amargada que casi no hablaba, pero el tío siempre fue muy bueno con ella: la trataba con mucho cariño, le llevaba regalos y todos los días le curaba él mismo las úlceras. Y eso a pesar de lo ocupado que estaba siempre, porque el tío no paraba en todo el día: cuando no estaba en alguna reunión de su partido, estaba pasando consulta, operando o visitando enfermos a domicilio. No es que quiera disculpar a mi tío Arturo, pero siempre pensé que en su caso lo de tener una amante estaba mucho más justificado que en otros.

Nosotras no habíamos visto nunca a la querida del tío Arturo, aunque sabíamos que vivía en una casa con balcones que estaba en la misma calle que el sanatorio. Puede resultar extraño que el tío no le hubiera buscado un sitio algo más discreto, aunque supongo que, siendo él un hombre tan ocupado, la cercanía le permitía ahorrar tiempo en viajes. El caso es que mis primas y yo nos moríamos de ganas por echarle un buen vistazo a la querida del tío, así que un día, ni cortas ni perezosas, nos apostamos en la acera de enfrente de su casa con la esperanza de poder vería cuando saliera. Casi nos da un ataque cuando al que vimos salir fue al tío Arturo, con un sombrero de paja y una chaqueta clara, balanceando el bastón muy contento. Las tres nos metimos precipitadamente en el portal más cercano y nos consideramos muy afortunadas cuando el tío pasó de largo sin vernos. Tuvimos que esperar una hora larga hasta que salió ella, porque aquella mujer tan alta, tan guapa y con tanto garbo sólo podía ser la querida del tío Arturo. «Fíjate -dijo Piedad-, si parece una artista de cine». La miramos bien mirada mientras se alejaba, con aquella falda tan ceñida y aquella forma tan elegante de moverse, y tengo que confesar que hasta me dio un poco de envidia, y recuerdo haber pensado que de mayor no me importaría ser como ella.

Y así fue pasando aquel verano del año 37, el segundo de la guerra. Los brigadistas seguían llegando por miles a nuestra ciudad. Tantos eran que se habían convertido en una imagen cotidiana y casi no los prestábamos ya atención. Se decía que la República iba a lanzar una ofensiva en cualquier momento, y algo de verdad debía de haber en ello, porque cada vez reclutaban a más gente. Los cuarteles estaban ya a reventar, de modo que empezaron a buscar alojamiento para los nuevos reclutas en las casas particulares. A nosotros nos tocaron dos. «Ay, Señor -se lamentaba mi madre, que empezaba casi todas sus frases así-. Tu hermano el cura escondido en la cámara y dos extraños en la casa. ¿Qué vamos a hacer, Dios mío?». Y mi padre siempre le contestaba que no se preocupara, que ya vería como no pasaba nada.

Era verdad que el tío Eliecer seguía en la cámara, y cada vez más aburrido desde que había dejado de darnos lección. Se pasaba las horas muertas leyendo sus libros de rezos, y se empeñaba en confesarnos todos los días para que pudiéramos comulgar en la misa que seguía diciendo cada mañana en el comedor. A mí aquello de las confesiones estaba empezando a ponerme nerviosa. Y no porque mis pecados fueran especialmente graves, pero lo de tener que contárselos al tío a diario me daba mucha vergüenza. Por eso me alegré mucho cuando se aficionó a encuadernar libros y dejó de atormentarnos con la confesión diaria. También se entretenía liando y emboquillando pitillos, porque el tío Eliecer, a pesar de ser cura, fumaba igual que un carretero. Como por entonces escaseaba mucho el tabaco, no tenía más remedio que guardar las colillas para poder liar más cigarrillos con las pocas hebras que quedaban en ellas, y una vez hasta lo vi añadir las hojas secas de los geranios del corral para que los pitillos le salieran más apretados.

Los dos soldados que nos tocaron en suerte se llamaban Bernabé y Eduardo, y resultaron ser dos muchachos muy buenos. Mi padre les dejó la habitación de la abuela, lo que al principio me preocupó un poco, porque pensé que les parecería extraño dormir en una habitación en la que había una señora mayor haciendo ganchillo sin parar. El caso es que nunca se quejaron, ni de la abuela ni del frío, lo que me confirmó que mi hermana y yo éramos las únicas que podíamos verla. No sé si a la abuela la molestó tener a dos soldados durmiendo en su alcoba, pero supongo que no, y hasta puede que aquello le sirviera de entretenimiento.

A Bernabé lo veíamos muy poco, porque pasaba todo el día fuera de casa y sólo aparecía para dormir. Eduardo, en cambio, se convirtió en uno más de la familia. Venía de un pueblo cercano, tendría unos 18 o 19 años y era huérfano. Además de dormir, cenaba también en nuestra casa, y pasaba con nosotros cualquier rato que le dejaran salir del cuartel. Con el tiempo llegó a considerarse nuestro hermano mayor, y así empezamos a tratarlo todos. Recuerdo que ayudaba mucho en la casa. Iba a hacer todos los recados que mis padres le mandaban, y cuando le quedaba tiempo agarraba el martillo y emprendía alguna reparación, porque antes de que lo reclutaran había sido aprendiz de carpintero. Otras veces se llevaba a mis hermanos al cine o de paseo. Me habría ido con ellos de buena gana, pero claro, yo ya era una señorita y no habría estado bien visto.

Al principio de tener a Eduardo y Bernabé en casa, el tío Eliecer procuró que se le viera lo menos posible, porque decía que, por muy buenos chavales que parecieran, más valía no arriesgarse. Después fue perdiendo el miedo y empezó a bajar y a comer con nosotros, igual que hacia antes de que los soldados vinieran. Ninguno de los dos preguntó quién era aquel pariente que había aparecido de pronto, y a mi padre no le pareció necesario darles explicaciones. De modo que la vida siguió igual que antes, sólo que con dos inquilinos en casa que no pagaban alquiler.

El tío y Eduardo se llevaban bien. El muchacho le traía tabaco, y el tío se aficionó a él y le daba un rato de lección de vez en cuando, pues Eduardo no había podido ir a la escuela. Al cabo de un tiempo, empezó a visitar al tío todas las noches en su escondrijo de la cámara. No sabíamos de qué hablaban allí, pero el caso es que se pasaban las horas muertas, hasta que el propio muchacho nos aclaró el misterio. Un día pidió hablar con mis padres y les confesó que sabía que el tío era sacerdote. Mi madre se alarmó mucho, pero él le aseguró que no tenían motivo de preocupación, porque no pensaba contárselo a nadie. «Don Eliecer me ha hecho ver que mi auténtica vocación es el sacerdocio -dijo luego muy solemne-. Y me ha prometido que, cuando termine la guerra y me licencie, me va a ayudar a ingresar en el seminario». Desde aquel día Eduardo oía misa cada mañana con nosotros en el comedor. Era el más fervoroso de todos, pronunciaba muy bien los latines y, cuando el tío alzaba el cáliz, parecía que la cara se le iluminara con un brillo sobrenatural. Lloró mucho cuando se lo llevaron al frente, pero el tío le dijo que no se preocupara, porque Dios lo iba a proteger. Creo que, a su modo, Eduardo supo buscarse la mejor recomendación de todas.

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